En la Audiencia General de este miércoles 28 de febrero, el Papa Francisco continuó con su ciclo de catequesis sobre “los vicios y las virtudes”, centrándose en la envidia y la vanagloria que son “característicos de una persona que aspira a ser el centro del mundo”.
A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Examinemos hoy, dos vicios capitales que encontramos en las grandes listas que nos ha legado la tradición espiritual: la envidia y la vanagloria.
Comencemos por la envidia. Si leemos la Sagrada Escritura (cfr Gen 4), esta se nos presenta como uno de los vicios más antiguos: el odio de Caín hacia Abel se desata cuando se da cuenta de que los sacrificios del hermano le agradan a Dios. Caín era el primogénito de Adán y Eva, se había llevado la parte más considerable de la herencia paterna; sin embargo, es suficiente que Abel, el hermano menor, tenga éxito en una pequeña hazaña, que Caín se torna sombrío. El rostro del envidioso es siempre triste: tiene su mirada baja, parece estar constantemente investigando el suelo, pero en realidad no ve nada, porque su mente está envuelta en pensamientos llenos de maldad. La envidia, si no se controla, conduce al odio del otro. Abel morirá por manos de Caín, que no pudo soportar la felicidad de su hermano.
La envidia es un mal investigado no sólo en el ámbito cristiano: ha atraído la atención de filósofos y estudiosos de todas las culturas. En su base hay una relación de odio y amor: uno quiere el mal del otro, pero en secreto desea ser como él. El otro es la epifanía de lo que nos gustaría ser, y que en realidad no somos. Su suerte nos parece una injusticia: ¡seguramente -pensamos- nosotros habríamos merecido mucho más sus éxitos o su buena suerte!
En la raíz de este vicio está una falsa idea de Dios: no se acepta que Dios tenga sus propias "matemáticas", distintas de las nuestras. Por ejemplo, en la parábola de Jesús acerca de los obreros llamados por el amo para ir a la viña a distintas horas del día, los de la primera hora creen que tienen derecho a un salario más alto que los que llegaron últimos; pero el amo les da a todos la misma paga, y dice: «¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?» (Mt 20,15). Quisiéramos imponer a Dios nuestra lógica egoísta, pero la lógica de Dios es el amor. Los bienes que Él nos da están destinados a ser compartidos. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos: «Ámense cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10). ¡He aquí el remedio contra la envidia!
Y llegamos al segundo vicio que examinamos hoy: la vanagloria. Ésta va de la mano con el demonio de la envidia, y juntos estos dos vicios son característicos de una persona que aspira a ser el centro del mundo, libre de explotar todo y a todos, el objeto de toda alabanza y amor. La vanagloria es una autoestima inflada y sin fundamentos. El vanaglorioso posee un "yo" dominante: carece de empatía y no se da cuenta de que hay otras personas en el mundo además de él. Sus relaciones son siempre instrumentales, marcadas por la prepotencia del otro. Su persona, sus logros, sus éxitos deben ser exhibidos a todo el mundo: es un perpetuo mendigo de atención. Y si a veces no se reconocen sus cualidades, se enfada ferozmente. Los demás son injustos, no comprenden, no están a la altura. En sus escritos, Evagrio Póntico describe el amargo asunto de algunos monjes afectados por la vanagloria. Sucede que, tras sus primeros éxitos en la vida espiritual, ya siente que ha llegado, y por eso se lanza al mundo para recibir sus alabanzas. Pero no se apercibe de que sólo está al principio del camino espiritual, y de que está al acecho una tentación que pronto le hará caer.
Para curar al vanidoso, los maestros espirituales no sugieren muchos remedios. Porque, después de todo, el mal de la vanidad tiene su remedio en sí mismo: la alabanza que el vanidoso esperaba cosechar del mundo pronto se volverá contra él. Y ¡cuántas personas, engañadas por una falsa imagen de sí mismas, han caído más tarde en pecados de los que pronto se avergonzarían!
La instrucción más hermosa para superar la vanagloria se encuentra en el testimonio de San Pablo. El Apóstol se enfrentó siempre a un defecto que nunca pudo superar. Tres veces pidió al Señor que le librara de aquel tormento, pero al final Jesús le respondió: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad». Desde ese día Pablo fue liberado. Y su conclusión debería ser también la nuestra: «Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo» (2 Cor 12,9).