El Papa Francisco dedicó su catequesis de este miércoles a la avaricia, un pecado que definió como una “enfermedad del corazón, no de la cartera”, de la que uno puede recuperarse con la meditación de la muerte, ya que los bienes terrenales “no cabrán en el ataúd”.
Continuando con su ciclo de catequesis sobre los vicios y las virtudes, el Santo Padre reflexionó en la Audiencia General de este 24 de enero sobre la avaricia, una “forma de apego al dinero que impide al ser humano la generosidad”.
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Precisó asimismo que la avaricia no es sólo un pecado que concierne a las personas con grandes patrimonios, sino que es “un vicio transversal, que a menudo no tiene nada que ver con el saldo de la cuenta corriente”.
Puso el ejemplo de los monjes quienes, tras haber renunciado a enormes herencias, en la soledad de su celda, se habían atados a objetos de poco valor: “En esta afirmación se esconde una relación enfermiza con la realidad, que puede desembocar en formas de acaparamiento compulsivo o acumulación patológica”.
El Santo Padre explicó que para recuperarse de esta enfermedad “los monjes proponían un método drástico, pero sin embargo muy eficaz: la meditación de la muerte”.
“Por mucho que una persona acumule bienes en este mundo, de una cosa estamos absolutamente seguros: no cabrán en el ataúd. Aquí se revela el sentido de este vicio”.
Además, aseguró que “el vínculo de posesión que construimos con las cosas es sólo aparente, porque no somos los amos del mundo”.
A continuación, señaló que estas simples consideraciones “nos hacen intuir la locura de la avaricia, pero también, su razón más recóndita”.
Para el Papa Francisco, este vicio “es un tentativo de exorcizar el miedo de la muerte: busca seguridades que en realidad se desmoronan en el mismo momento en el que las agarramos”.
También puntualizó que en ocasiones son los ladrones quienes roban los bienes y recordó las palabras de Jesús: “Acumulad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen, y donde ladrones no penetran ni roban”.
El Pontífice señaló que “podemos ser señores de los bienes que poseemos, pero a menudo ocurre lo contrario: son ellos al final a poseernos”.
Destacó también que “algunos hombres ricos no son libres, ni siquiera tienen tiempo para descansar, tienen que mirar por encima del hombro porque la acumulación de bienes también exige su custodia”.
Aseguró además que “están siempre angustiados porque un patrimonio se construye con mucho sudor, pero puede desaparecer en un momento” y lamentó que los avariciosos “olvidan la predicación evangélica, que no afirma que las riquezas sean en sí mismas un pecado, pero sí ciertamente son una responsabilidad”.
“Al final debemos dar nuestro cuerpo, nuestra alma al Señor, y debemos dejar todo. Estemos atentos y seamos generosos, con todos y con quienes más nos necesitan”, concluyó.