En la Audiencia General de este miércoles 22 de noviembre, el Papa Francisco continuó con su ciclo de catequesis sobre la pasión por la evangelización y el celo apostólico.
A continuación, la catequesis completa del Santo Padre:
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¡Queridos hermanos y hermanas!
Después de haber visto, la vez pasada, que el anuncio cristiano es alegría, detengámonos hoy en un segundo aspecto: este es para todos. El anuncio cristiano es alegría para todos.
Cuando encontramos verdaderamente al Señor Jesús, el estupor de este encuentro impregna nuestra vida y pide ser llevado más allá de nosotros. Esto desea Él, que su Evangelio sea para todos. En él, de hecho, hay un “poder humanizador”, una plenitud de vida que está destinada a todo hombre y a toda mujer, porque Cristo ha nacido, muerto y resucitado por todos. Por todos, ninguno excluido.
En Evangelii gaudium he escrito: “Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción” (n. 14).
Hermanos, hermanas, sintámonos al servicio del destino universal del Evangelio; Es para todos. Y distingámonos por la capacidad de salir de nosotros mismos. Un anuncio, para ser un verdadero anuncio, debe salir del egoísmo propio.
Los cristianos se encuentran en el atrio más que en la sacristía, y van por “las plazas y calles de la ciudad” (Lc 14,21). Deben ser abiertos y expansivos, los cristianos deben ser “extrovertidos”, y este carácter suyo proviene de Jesús, que ha hecho de su presencia en el mundo un camino continuo, dirigido a alcanzar a todos, incluso aprendiendo de ciertos encuentros suyos.
En este sentido, el Evangelio narra el sorprendente encuentro de Jesús con una mujer extranjera, una cananea que le suplica que sane a la hija enferma (cf. Mt 15,21-28). Jesús se niega, diciendo que ha sido enviado sólo “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” y que “no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros” (vv. 24.26). Pero la mujer, con la insistencia típica de los sencillos, replica que también “los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos” (v. 27). Jesús queda impresionado y le dice: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas” (v. 28). Este encuentro con esta mujer tiene algo único. No sólo alguien hace cambiar de idea a Jesús, y se trata de una mujer, extranjera y pagana; sino que el Señor mismo encuentra confirmación al hecho de que su predicación no debe limitarse al pueblo al que pertenece, sino abrirse a todos.
La Biblia nos muestra que cuando Dios llama a una persona y hace un pacto con algunos, el criterio siempre es este: elige a alguno para alcanzar a muchos otros. Este es el criterio de la llamada de Dios. Todos los amigos del Señor han experimentado la belleza, pero también la responsabilidad y el peso de ser “elegidos” por Él. Han sentido el desánimo ante las propias debilidades y la pérdida de sus seguridades. Pero la tentación más grande es la de considerar la llamada recibida como un privilegio, Por favor, no. La llamada no es un privilegio, nunca. No podemos decir que somos privilegiados en comparación con los otros. La llamada es un servicio. Dios elige a uno para amar a todos, para llegar a todos.
También para prevenir la tentación de identificar el cristianismo con una cultura, con una etnia, con un sistema. Así, sin embargo, pierde su naturaleza verdaderamente católica, es decir, para todos, universal. No es un grupo de elegidos de primera clase. No lo olvidemos, Dios elige a uno para amar a todos. Este horizonte de universalidad, el Evangelio no es sólo para mí, es para todos, no lo olvidemos.