El Papa Francisco ha celebrado este viernes 3 de noviembre la tradicional Misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano en sufragio por los cardenales y obispos fallecidos. Este año, lo ha hecho especialmente en memoria de Benedicto XVI, quien falleció el 31 de diciembre de 2022.
A continuación, la homilía completa del Santo Padre:
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Jesús estaba a punto de entrar en Naím, los discípulos y “una gran multitud” caminaban con Él (cf. Lc 7,11). Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, otro cortejo marchaba en dirección opuesta; salía para enterrar al hijo único de una madre que se había quedado viuda. Y, dice el Evangelio: “Al verla, el Señor se conmovió” (Lc 7,13). Jesús ve y se deja conmover. Benedicto XVI, que hoy recordamos junto a los cardenales y obispos difuntos durante el año, en su primera Encíclica escribió que el programa de Jesús es un “corazón que ve” (Deus caritas est, 31). Cuántas veces nos ha recordado que la fe no es en primer lugar una idea que debamos entender o una moral que debamos asumir, sino una Persona que debemos encontrar, Jesucristo. Su corazón late con fuerza por nosotros, su mirada se apiada de nuestro sufrimiento.
El Señor se detiene ante el dolor de esa muerte. Es interesante que precisamente en esta ocasión, por primera vez, el Evangelio de Lucas atribuye a Jesús el título de “Señor”: “el Señor se conmovió”. Se le llama Señor —es decir, Dios, que domina todo— precisamente cuando se compadece de una madre viuda que ha perdido, con su único hijo, el motivo de vivir. Este es nuestro Dios, cuya divinidad resplandece al tocar nuestras miserias, porque su corazón es compasivo. La resurrección de aquel hijo, el don de la vida que vence a la muerte, brota precisamente de aquí, de la compasión del Señor que se conmueve ante nuestro mal extremo, la muerte. Qué importante es comunicar esta mirada de compasión a quien vive el dolor de la muerte de sus seres queridos.
La compasión de Jesús tiene una característica, es concreta. Él, dice el Evangelio, “se acercó y tocó el féretro” (Lc 7,14). Tocar el féretro de un muerto era inútil; en ese tiempo, además, se consideraba un gesto impuro, que contaminaba a quien lo hacía. Pero Jesús no repara en esto, su compasión elimina las distancias y lo lleva a hacerse cercano. Es el estilo de Dios, hecho de cercanía, compasión y ternura. Y de pocas palabras. Cristo no da sermones sobre la muerte, sólo le dice a esa madre una cosa: “No llores” (Lc 7,13). ¿Por qué? ¿Está mal llorar? No, Jesús mismo llora en los Evangelios. Le dice: No llores, porque con el Señor las lágrimas no duran para siempre, se terminan. Él es el Dios que, como profetiza la Escritura, “destruirá la Muerte” y “enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,8; cf. Ap 21,4). Se ha apropiado de nuestras lágrimas para apartarlas de nosotros.
Esta es la compasión del Señor, que llega a reanimar a aquel hijo. Jesús lo hace, a diferencia de otros milagros, sin siquiera pedirle a la madre que tenga fe. ¿Por qué un prodigio tan extraordinario y raro? Porque aquí están implicados el huérfano y la viuda, que la Biblia indica, junto al forastero, como los más solos y abandonados, que no pueden poner su confianza en nadie más que en Dios. La viuda, el huérfano y el forastero. Son por tanto las personas más íntimas y queridas para el Señor. No se puede ser íntimos y queridos para el Señor ignorándolos, pues gozan de su protección y de su predilección, y nos acogerán en el cielo. La viuda, el huérfano y el forastero.
Dirigiendo hacia ellos nuestra mirada, obtenemos una lección importante, que condenso en la segunda palabra de hoy: humildad. El huérfano y la viuda son de hecho los humildes por excelencia, aquellos que, depositando toda su esperanza en el Señor y no en sí mismos, han situado el centro de la vida en Dios. No ponen su confianza en sus propias fuerzas, sino en Él, que se hace cargo de ellos. Los que rechazan toda presunción de autosuficiencia, se reconocen necesitados de Dios y se abandonan en Él, ellos son los últimos. Y son estos pobres en espíritu los que nos revelan la pequeñez que al Señor agrada, el camino que conduce al Cielo. Dios busca personas humildes, que esperan en Él, no en sí mismos y en sus propios planes. Hermanos y hermanas, esta es la humildad cristiana. No una virtud entre otras, sino la actitud fundamental de nuestra vida, la de creernos necesitados de Dios y dejarle lugar, poniendo en Él toda nuestra confianza. Esta es la humildad cristiana.
Dios ama la humildad porque le permite interactuar con nosotros. Más aún, Dios ama la humildad porque Él mismo es humilde. Él desciende hasta nosotros, se abaja, no se impone, deja espacio. Dios no sólo es humilde, sino que es humildad. “Tú eres humildad, Señor”, rezaba san Francisco de Asís (Alabanzas de Dios Altísimo, 4). Pensemos en el Padre, cuyo nombre está totalmente referido al Hijo, y no a sí mismo; y al Hijo, cuyo nombre está todo él en relación al Padre. Dios ama a aquellos que no están centrados en sí mismos, precisamente los humildes. Aquellos que se le parecen más que ninguno. Por esta razón, como dice Jesús, “el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11).
Me gusta recordar aquellas palabras iniciales del Papa Benedicto: “humilde trabajador de la viña del Señor” (Urbi et Orbi, 19 abril 2005). Sí, el cristiano, sobre todo el Papa, los cardenales, los obispos, están llamados a ser humildes trabajadores: a servir, no a ser servidos; a pensar, antes que en sus propios beneficios, en los de la viña del Señor. Y qué hermoso es renunciar a sí mismos por la Iglesia de Jesús.
Hermanos, hermanas, pidamos a Dios una mirada compasiva y un corazón humilde. No nos cansemos de pedírselo, porque es en el camino de la compasión y de la humildad que el Señor nos da su vida, que vence a la muerte. Y recemos por nuestros queridos hermanos difuntos. Sus corazones han sido pastorales, compasivos y humildes, porque el sentido de sus vidas ha sido el Señor. Que en Él encuentren la paz eterna. Que se alegren con María, a quien el Señor ha ensalzado mirando su humildad (cf. Lc 1,48).