En su segundo y último día en Marsella, el Papa Francisco participó de la sesión final de los “Encuentros del Mediterráneo” donde agradeció por el trabajo y las reflexiones.
A continuación el texto completo del discurso del Papa Francisco:
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Señor Presidente de la República,
queridos hermanos obispos,
distinguidos Alcaldes y Autoridades representantes de las ciudades y territorios bañados por el mar Mediterráneo,
¡amigas y amigos todos!
Los saludo cordialmente, agradecido con cada uno de ustedes por haber aceptado la invitación del cardenal Aveline para participar en estos encuentros. Gracias por vuestro trabajo y por las valiosas reflexiones que han compartido. Después de Bari y Florencia, el camino del servicio a los pueblos mediterráneos avanza: también aquí, responsables eclesiásticos y civiles están juntos no para tratar intereses recíprocos, sino animados por el deseo del cuidado del hombre; gracias porque lo hacen con los jóvenes, presente y futuro de la Iglesia y de la sociedad.
La ciudad de Marsella es muy antigua. Fundada por navegantes griegos procedentes de Asia Menor, el mito la remonta a la historia de amor entre un marinero emigrado y una princesa del lugar. Desde sus orígenes, ha tenido un carácter heterogéneo y cosmopolita: acoge las riquezas del mar y da una patria a quienes ya no la tienen. Marsella nos dice que, a pesar de las dificultades, la convivencia cordial es posible y es fuente de alegría. En el mapa —entre Niza y Montpellier— casi parece dibujar una sonrisa; y me gusta considerarla así, como “la sonrisa del Mediterráneo”. Por eso quisiera proponerles algunas reflexiones en torno a tres realidades que caracterizan a Marsella: el mar, el puerto y el faro.
1. El mar. Una multitud de pueblos ha hecho de esta ciudad un mosaico de esperanza, con su gran tradición multiétnica y multicultural, representada por más de 60 consulados presentes en su territorio. Marsella es a la vez una ciudad plural y singular, ya que su pluralidad, fruto de su encuentro con el mundo, es lo que hace singular su historia. A menudo oímos decir hoy que la historia mediterránea es un entramado de conflictos entre civilizaciones, religiones y visiones diferentes. No ignormos los problemas, pero no nos dejemos engañar: los intercambios que han tenido lugar entre los pueblos han hecho del Mediterráneo una cuna de civilización, un mar rebosante de tesoros, hasta el punto de que, como escribió un gran historiador francés, «no [es] un paisaje, sino innumerables paisajes. No un mar, sino una sucesión de mares»; «desde hace milenios todo ha confluido hacia él, enredando, enriqueciendo su historia» (cf. F. BRAUDEL, La Méditerranée, Paris 1985, 16). El mare nostrum es un espacio de encuentro: entre las religiones abrahámicas; entre el pensamiento griego, latino y árabe; entre la ciencia, la filosofía y el derecho, y entre muchas otras realidades. Ha transmitido al mundo el alto valor del ser humano, dotado de libertad, abierto a la verdad y necesitado de salvación, que ve el mundo como una maravilla por descubrir y un jardín por habitar, en el signo de un Dios que hace alianzas con los hombres.
Un gran alcalde percibió el Mediterráneo no como una cuestión de conflicto, sino como una respuesta de paz, es más, como «el principio y el fundamento de la paz entre todas las naciones del mundo» (cf. G. LA PIRA, Parole a conclusione del primo Colloquio Mediterraneo, 6 de octubre de 1958). En efecto, dijo: «La respuesta [...] es posible si consideramos la común vocación histórica y, por así decirlo, permanente que la Providencia ha asignado en el pasado, asigna en el presente y, en cierto sentido, asignará en el futuro a los pueblos y naciones que viven a orillas de este misterioso lago Tiberíades ampliado que es el Mediterráneo» (Discurso de apertura del Primer Coloquio Mediterráneo, 3 de octubre de 1958). Lago de Tiberíades, o Mar de Galilea, lugar en el que, en tiempos de Cristo, se concentraba una gran variedad de pueblos, tradiciones y cultos. Justo allí, en la “Galilea de los gentiles” (cf. Mt 4,15) atravesada por la Vía del mar, se desarrolló la mayor parte de la vida pública de Jesús. Un contexto multiforme y —en muchos sentidos inestable— fue el lugar de la proclamación universal de las Bienaventuranzas, en nombre de un Dios Padre de todos, que «hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Era también una invitación a ensanchar las fronteras del corazón, superando las barreras étnicas y culturales. He aquí, pues, la respuesta que viene del Mediterráneo: este permanente mar de Galilea invita a oponer a la división de los conflictos la «convivialidad de las diferencias» (cf. T. BELLO, Benedette inquietudini, Milano 2001, 73). El mare nostrum, en la encrucijada entre Norte y Sur, Este y Oeste, concentra los desafíos del mundo entero, como atestiguan sus “cinco costas” sobre las cuales ustedes han reflexionado: Norte de África, Oriente Próximo, Mar Negro-Egeo, Balcanes y Europa Latina. Es un frente de retos que atañe a todos: pensemos en el desafío climático, en el que el Mediterráneo representa un hotspot donde los cambios se dejan sentir con mayor rapidez. ¡Qué importante es cuidar la maquia mediterránea, tesoro único de biodiversidad! En resumen, este mar, entorno que ofrece un enfoque único de la complejidad, es un “espejo del mundo” y lleva en sí mismo una vocación global a la fraternidad, único camino para prevenir y superar los conflictos.
Hermanos y hermanas, en el actual mar de conflictos, estamos aquí para reconocer el valor de la contribución del Mediterráneo, y que vuelva a ser un laboratorio de paz. Porque ésta es su vocación, ser un lugar donde países y realidades diferentes se encuentren sobre la base de la común humanidad que todos compartimos, y no de ideologías contrapuestas. En efecto, el Mediterráneo no expresa un pensamiento uniforme e ideológico, sino un pensamiento polifacético y adherido a la realidad; un pensamiento vital, abierto y conciliador: un pensamiento comunitario. ¡Cuánta necesidad tenemos de él en la coyuntura actual, en la que nacionalismos anacrónicos y beligerantes quieren acabar con el sueño de la comunidad de naciones! Pero recordémoslo, con las armas se hace la guerra, no la paz, y con la ambición de poder se vuelve al pasado, no se construye el futuro.
¿Por dónde empezar, pues, para que la paz eche raíces? A orillas del mar de Galilea, Jesús comenzó por dar esperanza a los pobres, proclamándolos bienaventurados: escuchó sus necesidades, curó sus heridas, les anunció ante todo la buena nueva del Reino. Es desde el grito de los últimos, a menudo silencioso, que debemos partir de nuevo; no de los primeros de la clase que, aun estando bien, levantan la voz. Comencemos de nuevo, Iglesia y comunidad civil, de la escucha de los pobres, que «se abrazan, no se cuentan» (cf. P. MAZZOLARI, La parola ai poveri, Bolonia 2016, 39), porque son rostros, no números. El cambio de tono en nuestras comunidades radica en tratarlos como hermanos cuyas historias debemos conocer y no como problemas fastidiosos; radica en acogerlos, no en esconderlos; en integrarlos, no en desalojarlos; en darles dignidad. Hoy el mar de la convivencia humana está contaminado por la precariedad, que hiere incluso a la espléndida Marsella. Y donde hay precariedad hay criminalidad: donde hay pobreza material, educativa, laboral, cultural y religiosa, se allana el terreno de las mafias y de los tráficos ilegales. El compromiso de las instituciones no es suficiente, se necesita una sacudida de conciencia para decir “no” a la ilegalidad y “sí” a la solidaridad, que no es una gota en el océano, sino el elemento indispensable para purificar sus aguas.
De hecho, el verdadero mal social no estriba tanto en el crecimiento de los problemas, sino en el declive de la atención. ¿Quién se hace cercano hoy en día de los jóvenes abandonados a su suerte, presa fácil de la delincuencia y la prostitución? ¿Quién está cerca de las personas esclavizadas por un trabajo que debería hacerlas más libres? ¿Quién se ocupa de las familias asustadas, temerosas del futuro y de traer nuevas criaturas al mundo? ¿Quién escucha los gemidos de los ancianos solos que, en lugar de ser valorados, son aparcados, con la perspectiva falsamente digna de una muerte dulce, pero que en realidad es más salada que las aguas del mar? ¿Quién piensa en los niños no nacidos, rechazados en nombre de un falso derecho al progreso, que es en cambio un retroceso en las necesidades del individuo? Confundir a los niños con los perritos, he visto en la Plaza de San Pedro, cochecitos donde pensaba que había niños y había perritos.
¿Quién mira con compasión, más allá de sus propios intereses, para escuchar los gritos de dolor que se elevan desde África del Norte y Oriente Próximo? ¡Cuántas personas viven inmersas en la violencia y sufren situaciones de injusticia y persecución! Pienso en tantos cristianos, a menudo obligados a abandonar sus tierras o a habitarlas sin que se les reconozcan sus derechos, sin gozar de plena ciudadanía. Por favor, comprometámonos para que los que forman parte de la sociedad puedan convertirse en ciudadanos de pleno derecho. Y luego, hay un grito de dolor que es el que más retumba de todos, y que está convirtiendo el mare nostrum en mare mortuum, el Mediterráneo de cuna de la civilización en tumba de la dignidad. Es el grito sofocado de los hermanos y hermanas migrantes, al que quisiera dedicarle atención reflexionando sobre la segunda imagen que Marsella nos ofrece, la de su puerto.
2. El puerto de Marsella, durante siglos ha sido una puerta abierta de par en par al mar, a Francia y a Europa. Desde aquí muchos han partido al extranjero en busca de trabajo y de futuro, y desde aquí muchos han atravesado la puerta del continente con equipajes cargados de esperanza. Marsella tiene un gran puerto y es una gran puerta que no se puede cerrar. Varios puertos mediterráneos, en cambio, se han cerrado. Y dos palabras han resonado, alimentando los temores de la gente: “invasión” y “emergencia”. Pero quien arriesga su vida en el mar no invade, busca acogida. En cuanto a la emergencia, el fenómeno migratorio no es tanto una urgencia momentánea, siempre oportuna para agitar la propaganda alarmista, sino una realidad de nuestro tiempo, un proceso que involucra a tres continentes en torno al Mediterráneo y que debe ser gobernado con sabia clarividencia: con una responsabilidad europea capaz de afrontar las dificultades objetivas. Estoy mirando aquí el mapa: Chipre, Grecia; asomados al Mediterráneo.
El mare nostrum clama justicia, con sus riberas rezumantes de opulencia, consumismo y despilfarro, por un lado, y de pobreza y precariedad, por otro. También en este caso el Mediterráneo es un espejo del mundo, con el Sur volviéndose hacia el Norte; con tantos países en vías de desarrollo, afligidos por la inestabilidad, los regímenes, las guerras y la desertificación, que miran a aquellos acaudalados, en un mundo globalizado, en el que todos estamos conectados, pero en el que las diferencias nunca habían sido tan profundas. Sin embargo, esta situación no es una novedad de estos últimos años, ni es este Papa venido del otro lado del mundo el primero en advertirla con urgencia y preocupación. La Iglesia lleva más de cincuenta años hablando de ella en tono apremiante.
Poco tiempo después de la conclusión del Concilio Vaticano II, san Pablo VI, en su Encíclica
Populorum progressio, escribió: «Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos. La Iglesia sufre ante esta crisis de angustia, y llama a todos, para que respondan con amor al llamamiento de sus hermanos» (n. 3). El Papa Montini enumeró “tres deberes” de las naciones más desarrolladas, «[que]tienen sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural»: «deber de solidaridad, en la ayuda que las naciones ricas deben aportar a los países en vías de desarrollo; deber de justicia social, enderezando las relaciones comerciales defectuosas entre los pueblos fuerte y débiles; deber de caridad universal, por la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros» (n. 44). A la luz del Evangelio y de estas consideraciones, Pablo VI, en 1967, insistió en el «deber de hospitalidad», sobre el cual, escribió, «no insistiremos nunca demasiado» (n. 67). Quince años antes, Pío XII había animado a ello, escribiendo que “la Familia de Nazaret desterrada, Jesús, María y José emigrantes a Egipto [...] son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de todos los tiempos y lugares, y de todos los prófugos de cualquier condición que, por miedo a las persecuciones o acuciados por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, los parientes queridos [...] para dirigirse a tierra extranjera” (Const. Ap. Exsul Familia, de spirituali emigrantium cura, 1o agosto 1952). Los emigrantes deben ser acogidos, acompañados y protegidos; este es el estilo de lo que hay que hacer con los emigrantes. Es verdad que no es fácil tener este estilo. Quienes se refugian con nosotros no deben ser vistos como una carga que hay que llevar, si los vemos como hermanos se nos manifestarán sobre todo como dones.
Dejémonos conmover por la historia de tantos hermanos y hermanas nuestros en dificultad, que tienen derecho tanto a emigrar como a no emigrar, y no nos encerremos en la indiferencia. La Historia nos llama a una sacudida de conciencia para evitar un naufragio de civilización. Ciertamente, el futuro no estará en la cerrazón, que es una vuelta al pasado, un retroceso en el camino de la historia. Contra la terrible lacra de la explotación de los seres humanos, la solución no es rechazar, sino garantizar, en la medida de las posibilidades de cada uno, un amplio número de entradas legales y regulares, sostenibles gracias a una acogida justa por parte del continente europeo, en el marco de la cooperación con los países de origen. Decir “basta”, por el contrario, es cerrar los ojos; intentar “salvarse a sí mismos” ahora, se convertirá en una tragedia mañana, cuando las generaciones futuras nos agradecerán si habremos sido capaces de crear las condiciones para una imprescindible integración, mientras que nos culparán si sólo habremos fomentado una asimilación infecunda. La integración es laboriosa, pero de amplias miras: prepara el futuro, que, nos guste o no, será juntos o no lo será. La asimilación que no tiene en cuenta las diferencias y permanece rígida en sus propios paradigmas, deja, en cambio, que la idea prevalezca sobre la realidad y compromete el futuro, aumentando las distancias y provocando la formación de guetos, que provoca hostilidad e intolerancia. Necesitamos la fraternidad como el pan. La propia palabra “hermano”, en su derivación indoeuropea, revela una raíz relacionada con la nutrición y la subsistencia. Nos sostendremos a nosotros mismos sólo alimentando de esperanza a los más débiles, acogiéndolos como hermanos. «No se olviden de practicar la hospitalidad» (Hb 13,2), nos recuerda la Escritura. Los tres deberes de la caridad.
En este sentido, el puerto de Marsella es también una “puerta de la fe”. Según la tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola suya muy actual, que nos abre los ojos ante desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres. Pues bien, nosotros, cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el Hombre único e inimitable que a orillas del Mediterráneo se presentó como camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), ¡no podemos aceptar que se cierren los caminos del encuentro, que la verdad del dios dinero prevalezca sobre la dignidad humana, que la vida se convierta en muerte! La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su camino es el hombre (cf. Carta enc. Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que son su tesoro. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la importancia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre!
Este es el testimonio cristiano que muchas veces es incluso heroico; pienso, por ejemplo, en san Charles de Foucauld, el “hermano universal”, en los mártires de Argelia, pero también en tantos operadores de caridad de hoy. En esta forma de vida escandalosamente evangélica, la Iglesia encuentra el puerto seguro en el cual atracar y del cual partir para forjar vínculos con la gente de todos los pueblos, buscando en todas partes las huellas del Espíritu y ofreciendo lo que ha recibido por gracia. He aquí la realidad más pura de la Iglesia, he aquí ―escribió Bernanos― «la Iglesia de los santos», añadiendo que «todo este gran aparato de sabiduría, de fuerza, de disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada en sí mismo, si la caridad no lo anima» (Juana, relapsa y santa, Granada, 2019). Me gusta ensalzar esta perspicacia francesa, genio creyente y creador, que ha afirmado estas verdades a través de multitud de gestos y escritos. San Cesáreo de Arlés decía: «Si tienes caridad, tienes a Dios; y si tienes a Dios, ¿qué te falta?» (cf. Sermo 22,2). Pascal reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensamientos, n. 583) y que «la verdad sin la caridad no es Dios, y es su imagen y un ídolo al que no hay que amar ni adorar» (Pensamientos, n. 597). Y san Juan Casiano, que murió aquí, escribió que «todo, incluso lo que se estima útil y necesario, vale menos que aquel bien que es la paz y la caridad» (cf. Conferenze spirituali XVI, 6).
Por eso es bueno que los cristianos no seamos los segundos para ninguno en cuanto a la caridad; y que el Evangelio de la caridad sea la magna charta de la pastoral. No estamos llamados a añorar los tiempos pasados ni a redefinir una relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a cuantificar la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020). San Pablo, el Apóstol de los gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que, para cumplir la ley de Cristo, debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6,2). Queridos hermanos obispos, no agobiemos a las personas con cargas, sino aligeremos sus fatigas en nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el consuelo de Jesús a una humanidad cansada y herida. Que la Iglesia sea un puerto de esperanza para los desalentados. Que sea un puerto de consuelo, donde la gente se sienta animada a navegar por la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo.
3. Esto me lleva a la última imagen, la del faro. Éste ilumina el mar y permite ver el puerto. ¿Cuáles estelas de luz pueden orientar el rumbo de las Iglesias mediterráneas? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes diferentes, creo que podemos reflexionar sobre rutas más sinérgicas, quizás incluso considerando la oportunidad de una Conferencia de Obispos Mediterráneos, que permita más posibilidades de intercambio y que dé mayor representatividad eclesial a la región. Pensando también en la cuestión portuaria y migratoria, podría ser fructífero trabajar por una pastoral específica aún más coordinada, de manera que las diócesis más expuestas puedan asegurar una mejor asistencia espiritual y humana a las hermanas y hermanos que llegan necesitados.
El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar, sobre todo, en los jóvenes: ellos son la luz que señala el rumbo futuro. Marsella es una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus. De los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a construir relaciones entre culturas que la universidad? Allí, los jóvenes no se dejan cautivar por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el porvenir. Que las universidades mediterráneas sean laboratorios de sueños y astilleros del futuro, donde los jóvenes maduren encontrándose, conociéndose y descubriendo culturas y contextos cercanos y diferentes al mismo tiempo. Así se rompen prejuicios, se curan heridas y se evitan retóricas fundamentalistas. Jóvenes bien formados y orientados para confraternizar podrán abrir puertas inesperadas de diálogo. Si queremos que se dediquen al Evangelio y al alto servicio de la política, es necesario, ante todo, que seamos creíbles: olvidándonos de nosotros mismos, libres de la autoreferencialidad, dedicados a gastarnos sin descanso por los demás. Pero el reto primordial de la educación concierne a todas las edades formativas: ya desde niños, al “mezclarse” con los demás, se pueden superar muchas barreras y prejuicios, desarrollando la propia identidad en un contexto de enriquecimiento mutuo. La Iglesia bien puede contribuir a ello poniendo sus redes de formación al servicio y animando una “creatividad de la fraternidad”.
El desafío es también el de una teología mediterránea, que desarrolle un pensamiento adherido a la realidad, “casa” de lo humano y no sólo del dato técnico, capaz de unir a las generaciones vinculando memoria con futuro, y de promover con originalidad el camino ecuménico entre cristianos, así como el diálogo entre creyentes de distintas religiones. Es bueno aventurarse en una investigación filosófica y teológica que, recurriendo a las fuentes culturales mediterráneas, restituya la esperanza al hombre, misterio de libertad que está necesitado de Dios y del otro para dar sentido a su existencia. Y también es necesario reflexionar sobre el misterio de Dios, que nadie puede pretender poseer ni dominar, y que, de hecho, debe sustraerse a todo uso violento e instrumental, conscientes de que la confesión de su grandeza presupone en nosotros la humildad del que busca.
Queridos hermanos y hermanas, les agradezco su paciente escucha y su compromiso. ¡Sigan adelante! Sean un mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con una sinergia solidaria; sean un puerto acogedor, para abrazar a los que buscan un futuro mejor; sean un faro de paz, para quebrantar, mediante la cultura del encuentro, los oscuros abismos de la violencia y de la guerra. Gracias.