En el primer día de su visita apostólica a Marsella (Francia) el Papa Francisco mantuvo un encuentro con el clero diocesano en la Basílica Notre Dame de la Garde.
A continuación, el texto completo del saludo del Papa Francisco en la oración mariana con el clero diocesano en Marsella:
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Queridos hermanos y hermanas: Bon après-midi! [¡Buenas tardes!]
Me alegra comenzar mi visita compartiendo con ustedes este momento de oración. Agradezco al Cardenal Jean-Marc Aveline las palabras de bienvenida y saludo a S.E. Mons. Eric de Moulins-Beaufort, a los hermanos obispos, a los padres rectores y a todos ustedes, sacerdotes, diáconos y seminaristas, consagradas y consagrados que trabajan en esta arquidiócesis con generosidad y compromiso para construir una civilización del encuentro con Dios y con el prójimo. ¡Gracias por su presencia y su servicio, y gracias por sus oraciones!
Llegando a Marsella me he acordado de grandes personas: Santa Teresa del Niño Jesús, San Carlos de Foucauld, San Juan Pablo II y tantos otros, que han venido aquí como peregrinos para encomendarse a Notre Dame de la Garde [Nuestra Señora de la Guarda]. Pongamos bajo su manto los frutos de los Encuentros del Mediterráneo, junto con los anhelos y las esperanzas de vuestros corazones.
En la lectura bíblica, el profeta Sofonías nos ha exhortado a la alegría y a la confianza, recordando que el Señor nuestro Dios no está lejos; está aquí, cerca de nosotros, para salvarnos (cf. 3,17). Es un mensaje que nos remite, en cierto sentido, a la historia de esta basílica y a lo que representa. Ésta, en efecto, no fue fundada para recordar un milagro o una aparición particular, sino sencillamente porque, desde el siglo XIII, el santo Pueblo de Dios buscó y encontró aquí, en la colina de La Guarda, la presencia del Señor a través de los ojos de su Santa Madre. Por eso, desde hace siglos los marselleses —especialmente los que navegan sobre las olas del Mediterráneo— suben aquí a rezar.
Ha sido el santo pueblo fiel de Dios que ha ungido de este modo este santuario, este lugar de oración. El santo Pueblo de Dios que, como nos dice el Concilio Vaticano II, es infalible en la creencia.
Todavía hoy, para todos, la Bonne Mère [Buena Madre] es protagonista de un tierno “cruce de miradas”. Por una parte, la de Jesús, a la cual Ella siempre nos señala y cuyo amor se refleja en sus ojos. El gesto más auténtico de la Virgen es este, ‘hagan lo que Él les diga’, señalar a Jesús. Jamás así [se señala a sí mismo], siempre señalar a Jesús.
Por otra, las de tantos hombres y mujeres de toda edad y condición, que Ella recoge y lleva a Dios, como hemos recordado al inicio de esta oración, depositando a sus pies un cirio encendido. Así pues, en la encrucijada de pueblos que es Marsella, es precisamente sobre este cruce de miradas que quisiera reflexionar con ustedes, porque en él me parece que se expresa bien la dimensión mariana de nuestro ministerio. En efecto, también nosotros, sacerdotes y consagrados, estamos llamados a hacer sentir a la gente la mirada de Jesús y, al mismo tiempo, llevar a Jesús la mirada de los hermanos. En el primer caso somos instrumentos de misericordia, en el segundo, instrumentos de intercesión.
La primera mirada es la de Jesús que acaricia al hombre. Es una mirada que va de arriba hacia abajo, pero no para juzgar, sino para levantar al que está en el suelo. Es una mirada llena de ternura, que se transparenta en los ojos de María. Y nosotros, llamados a transmitir esta mirada, tenemos que abajarnos, sentir compasión, esta palabra la subrayo: compasión. No olvidemos que el estilo de Dios es el de la cercanía, de la compasión y de la ternura. Tener compasión, hacer nuestra «la paciente y alentadora benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a la oveja perdida, sino que la carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cf. Lc 15,4-7)» (Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 41). A mí me gusta pensar que el Señor no sabe hacer este gesto [señalar], sino que sabe hacer este gesto [extender la mano para levantar al caído].
Hermanos, hermanas, aprendamos de esta mirada, no dejemos que pase un día sin hacer memoria del momento en que la hemos recibido sobre nosotros, y hagámosla nuestra, para ser hombres y mujeres de compasión. Cercanía, compasión y ternura, no lo olviden. Tener compasión significa que uno está cercano y tiene ternura; abramos las puertas de las iglesias y casas parroquiales pero sobre todo las del corazón, para mostrar el rostro de nuestro Señor a través de nuestra mansedumbre, amabilidad y hospitalidad. Que cualquiera que se les acerque no encuentre distancias y juicios, sino el testimonio de una humilde alegría, más fructífera que cualquier capacidad ostentosa. Que los heridos de la vida encuentren un puerto seguro en vuestra mirada de acogida, un aliento en vuestro abrazo, una caricia en vuestras manos, capaces de enjugar lágrimas. Aun en las numerosas ocupaciones de cada día, no dejen, por favor, que decaiga el calor de la mirada paterna y materna de Dios. Y a los sacerdotes por favor, en el sacramento de la Penitencia, perdonen siempre, sean generosos como Dios es generoso con ustedes, y con el perdón de Dios se abren tantos caminos en la vida. Es hermoso hacerlo concediendo su perdón a los hombres con generosidad, siempre, siempre, para romper las cadenas del pecado, por medio de la gracia, y liberarlos de bloqueos, remordimientos, rencores y miedos contra los cuales no pueden vencer solos. Es hermoso redescubrir con admiración, a cualquier edad, la alegría de iluminar las vidas en los momentos alegres y tristes con los sacramentos, y de transmitir en el nombre de Dios esperanzas inesperadas: su cercanía que consuela, su compasión que cura, su ternura que conmueve. Estén cerca de todos, especialmente de los más frágiles y menos afortunados, y que no les falte nunca a los que sufren vuestra cercanía atenta y discreta. Así crecerán en ellos, pero también en ustedes, la fe que anima el presente, la esperanza que abre al futuro y la caridad que dura para siempre. Este es el primer movimiento: llevar a los hermanos la mirada de Jesús.
Hay un solo momento en la vida en el cual una cosa es lícita, mirar una persona de arriba hacia abajo, es cuando nosotros tratamos de tomarla por la mano y levantarla, los otros momentos son pecados de soberbia. Miren a las personas que están abajo y con la mano, consciente o inconscientemente te piden que lo levantes. Tómenlo con la mano y levántenlo, un gesto muy hermoso, que no se puede hacer sin ternura.
Y después está la segunda mirada, la de los hombres y las mujeres que se dirigen a Jesús. Como María, que en Caná recogió y llevó ante el Señor las preocupaciones de dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,3), también ustedes están llamados a hacerse, para los demás, voz que intercede (cf. Rm 8,34). Entonces la recitación del Breviario, la meditación cotidiana de la Palabra, el rosario y cualquier otra oración —les recomiendo especialmente la de adoración— nosotros hemos perdido un poco el sentido de la adoración, tenemos que recuperarlo, les pido por favor esto; todas estas oraciones estarán repletas de los rostros de quienes la Providencia pone en vuestro camino. Llevarán con ustedes los ojos, las voces, las preguntas de todos ellos a la Mesa eucarística, frente al Sagrario o en el silencio de vuestra habitación, donde el Padre ve (cf. Mt 6,6). Ustedes serán su eco fiel, como intercesores, como “ángeles en la tierra”, mensajeros que llevan todo «delante de la gloria del Señor» (Tb 12,12).
Y quisiera resumir esta breve meditación llamando vuestra atención sobre tres imágenes de María que se veneran en esta basílica. La primera es la gran estatua que se eleva sobre su cima, que la representa mientras sostiene al Niño Jesús que bendice; por eso, como María llevemos la bendición y la paz de Jesús a todas partes, a cada familia y a cada corazón. Es la mirada de la misericordia. La segunda imagen se encuentra debajo de nosotros, en la cripta. Es la Vierge au bouquet [Virgen del ramo], regalo de un laico generoso. También Ella lleva sobre un brazo al Niño Jesús, y nos lo muestra, pero en la otra mano, en lugar del cetro, sostiene un ramo de flores. Nos hace pensar cómo María, modelo de la Iglesia, mientras nos presenta a su Hijo, nos presenta también a nosotros ante Él, como un ramo de flores en el que cada persona es única, hermosa y valiosa a los ojos del Padre. Es la mirada de intercesión, esto es muy importante: intercesión. El primero era la mirada de misericordia de la Virgen, este es el segundo, la mirada de intercesión.
Por último, la tercera imagen es la que vemos aquí en el centro, sobre el altar, que impacta por el resplandor que irradia. También nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos Evangelio vivo en la medida en que lo damos, saliendo de nosotros mismos, reflejando su luz y su belleza con una vida humilde, alegre y rica de celo apostólico. Que en esto nos inspiren los numerosos misioneros que partieron desde esta atalaya para anunciar la buena noticia de Jesucristo al mundo entero.
Queridos amigos, llevemos a los hermanos la mirada de Dios, llevemos a Dios la sed de los hermanos, difundamos la alegría del Evangelio. Esta es nuestra vida y es increíblemente hermosa, a pesar de las fatigas y las caídas. Recemos juntos a la Virgen, que nos acompañe y nos proteja. Los bendigo de corazón. Y ustedes, por favor, recen por mí. Merci! [¡Gracias!].