El 25 de agosto es la fiesta del rey San Luis de Francia, quien imitó a Cristo en la humildad y enfrentó a los musulmanes buscando recuperar el Santo Sepulcro. Como buen papá, estuvo pendiente del bienestar de su familia y le dejó un emotivo testamento a su hijo.
El rey San Luis (1214-1270) perteneció a la Tercera Orden de los Franciscanos. Atendía personalmente a los pobres y mendigos. Además, fundó hospitales y centros de atención para los enfermos. Se casó y tuvo 11 hijos, a quienes les dio una formación integral, es decir, no sólo en lo académico, sino también en lo espiritual.
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En el Oficio de Lectura de la Liturgia de las horas, conjunto de oraciones que los religiosos suelen rezar diariamente, se recoge el testamento espiritual que le dejó a su hijo.
Aunque no se indica qué hijo era, es preciso señalar que San Luis murió en el norte de África, en su cruzada por liberar Jerusalén. Lo acompañaba su hijo Felipe III, quien le sucedió en el trono y mantuvo varias de las disposiciones dadas por su padre.
En la web del Museo del Prado se presenta un cuadro en el que el rey Felipe III, mirando al cielo, bendice a sus hijos antes de morir.
A continuación el edificante testamento de San Luis a su hijo:
Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.
Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal.
Además, si el Señor permite que te aflija alguna tribulación, debes soportarla generosamente y con acción de gracias, pensando que es para tu bien y que es posible que la hayas merecido. Y, si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas.
Asiste, de buena gana y con devoción, al culto divino y, mientras estés en el templo, guarda recogida la mirada y no hables sin necesidad, sino ruega devotamente al Señor, con oración vocal o mental.
Ten piedad para con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdalos y consuélalos según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios, y así te harás digno de recibir otros mayores. Para con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón. Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.
Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al Sumo Pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía.
Hijo amadísimo, llegado al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la santísima Trinidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin.