1. "Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Estr. Salmo resp.).
Resuena en esta noche, antiguo y siempre nuevo, el anuncio del Nacimiento del Señor. Resuena para quien está en vela, como los pastores de Belén hace dos mil años; resuena para quien ha acogido la llamada del Adviento y, vigilante en la espera, está dispuesto a acoger el gozoso mensaje, que se hace canto en la liturgia: “Hoy nos ha nacido un Salvador”.
Vela el pueblo cristiano; vela el mundo entero en esta noche de Navidad que se relaciona con la de hace un año, cuando fue la apertura de la Puerta Santa del Gran Jubileo, Puerta de la gracia abierta de par en par para todos.
2. Cada día del año jubilar es como si la Iglesia hubiera repetido incesantemente: “Hoy nos ha nacido un Salvador”. Este anuncio, que lleva consigo un impulso inagotable de renovación, resuena en esta noche santa con singular fuerza: es la Navidad del Gran Jubileo, memoria viva de los dos mil años de Cristo, de su nacimiento prodigioso, que ha marcado un nuevo inicio de la historia. Hoy “el Verbo se ha hecho carne y ha venido a habitar entre nosotros” (Jn 1, 14).
“Hoy”. En esta noche el tiempo se abre a lo eterno, porque Tú o Cristo, has nacido entre nosotros surgiendo de lo alto. Has venido a la luz del regazo de una Mujer bendita entre todas, Tú, el “Hijo del Altísimo”. Tu santidad ha santificado de una vez para siempre nuestro tiempo: los días, los siglos, los milenios. Con tu nacimiento has hecho del tiempo un “hoy” de salvación.
3. “Hoy nos ha nacido un Salvador”.
Celebramos en esta noche el misterio de Belén, el misterio de una noche singular que, en cierto sentido, está en el tiempo y más allá del tiempo. En el seno de la Virgen ha nacido un Niño, un pesebre ha sido cuna por la Vida inmortal.
Navidad es la fiesta de la vida, porque Tú, Jesús, viniendo a la luz como todos nosotros, has bendecido la hora del nacimiento: una hora que simbólicamente representa el misterio de la existencia humana, uniendo el padecimiento del parto a la esperanza, el dolor a la alegría. Todo esto ha ocurrido en Belén: una Madre ha dado a luz; “ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16,21), el Hijo del hombre. ¡Misterio de Belén!
4. Conmovido interiormente, pienso en los días de mi peregrinación jubilar a Tierra Santa. Vuelvo con la mente a aquella gruta en la que se me concedió la gracia de estar en oración. Beso espiritualmente aquella tierra bendita, en la cual ha brotado para el mundo el gozo imperecedero.
Pienso con preocupación en los Santos Lugares y, de modo especial, en la ciudad de Belén, donde, a causa de la difícil situación política, desafortunadamente no podrán desarrollarse los sugestivos ritos de la Santa Navidad con la solemnidad acostumbrada. Quisiera que aquellas comunidades cristianas escucharan en esta noche la total solidaridad de la Iglesia entera.
Queridos Hermanos y Hermanas, estamos con vosotros con una plegaria especialmente intensa. Junto con vosotros tememos por la suerte de toda la región del Medio Oriente ¡Quiera Dios escuchar nuestra invocación! Desde esta Plaza, centro del mundo católico, resuene una vez más con renovado vigor el anuncio de los ángeles a los pastores: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 2, 14).
Nuestra confianza no puede vacilar, del mismo modo que no puede faltar la admiración por lo que estamos conmemorando. Nace hoy el que da al mundo la paz.
5. “Hoy nos ha nacido un Salvador”.
El Verbo llora en un pesebre. Se llama a Jesús, que significa “Dios salva”, porque “porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21).
No es un palacio real donde nace el Redentor, destinado a establecer el Reino eterno y universal. Nace en un establo y, viniendo entre nosotros, enciende en el mundo el fuego del amor de Dios (cf. Lc 12, 49). Este fuego no se apagará jamás.
¡Que este fuego arda en los corazones como llama de caridad efectiva, que se haga acogida y sostén para muchos hermanos aquejados por la necesidad y el sufrimiento!
6. Señor Jesús, que contemplamos en la pobreza de Belén, haznos testigos de tu amor, de aquel amor que te ha llevado a despojarte de la gloria divina, para venir a nacer entre los hombres y a morir por nosotros.
Mientras el Gran Jubileo entra en su fase final, infunde en nosotros tu Espíritu, para que la gracia de la Encarnación suscite en cada creyente el compromiso de una respuesta más generosa a la vida nueva recibida en el Bautismo.
Haz que la luz de esta noche, más resplandeciente que el día, se proyecte sobre el futuro y oriente los pasos de la humanidad por los caminos de la paz.
¡Tú, Príncipe de la paz, Tú Salvador nacido hoy por nosotros, camina con tu Iglesia por las veredas que se abren ante ella en el nuevo milenio!
S.S. Juan Pablo II
24 de diciembre de 2000