PROEMIO
1. Cuando iba a celebrar con sus discípulos la Cena pascual, en la cual instituyó el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, Cristo el Señor, mandó preparar una sala grande, ya dispuesta (Lc 22, 12). La Iglesia ha considerado siempre que a ella le corresponde el mandato de establecer las normas relativas a la disposición de las personas, de los lugares, de los ritos y de los textos para la celebración de la Eucaristía. Tanto las normas actuales, que han sido promulgadas con base en la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II, como el nuevo Misal que la Iglesia de rito Romano en adelante empleará para la celebración de la Misa, constituyen un argumento más acerca de la solicitud de la Iglesia, de su fe y de su amor inalterable para con el sublime misterio eucarístico, y testifican su tradición continua e ininterrumpida, aunque se hagan algunas innovaciones.
Testimonio de fe inalterada
2. La naturaleza sacrificial de la Misa afirmada solemnemente por el Concilio Tridentino[1], en armonía con la tradición universal de la Iglesia, ha sido expresada nuevamente por el Concilio Vaticano II, al pronunciar estas significativas palabras acerca de la Misa: «Nuestro Salvador, en la Última Cena, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su retorno, el sacrificio de la cruz y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección».[2]
Lo que así fue enseñado por el Concilio está sobriamente expresado por fórmulas de la Misa. Así lo pone ya de relieve la expresión del Sacramentario llamado Leoniano: «cuantas veces se celebra el memorial de este sacrificio se realiza la obra de nuestra redención».[3] Esto se encuentra acertada y cuidadosamente expresado en las Plegarias Eucarísticas; pues en éstas el sacerdote, al hacer la anámnesis, se dirige a Dios en nombre también de todo el pueblo, le da gracias y le ofrece el sacrificio vivo y santo, es decir, la ofrenda de la Iglesia y la víctima por cuya inmolación el mismo Dios quiso devolvernos su amistad[4]; y ora para que el Cuerpo y la Sangre de Cristo sean sacrificio agradable al Padre y salvación para todo el mundo.[5]
De este modo, en el nuevo Misal, la norma de la oración (lex orandi) de la Iglesia responde a la norma perenne de la fe (lex credendi), por la cual, somos amonestados, a saber, que el sacrificio, excepto por la forma distinta como se ofrece, es uno e igual en cuanto sacrificio de la cruz y en cuanto a su renovación sacramental en la Misa. Y es el mismo sacrificio que Cristo, el Señor, instituyó en la última cena y que mandó celebrar a los apóstoles en conmemoración suya, por lo cual la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio.
3. También el admirable misterio de la presencia real del Señor bajo las especies eucarísticas, confirmado por el Concilio Vaticano II[6] y por otros documentos del Magisterio de la Iglesia[7], en el mismo sentido y con la misma autoridad con los cuales el Concilio de Trento lo había declarado materia de fe,[8] es manifestado en la celebración de la Misa, no sólo por las palabras de la consagración, por las cuales, Cristo, por la transubstanciación, se hace presente, sino también por la disposición de ánimo y la manifestación de suma reverencia y adoración que tienen lugar en la Liturgia Eucarística. Por esta misma razón se exhorta al pueblo cristiano a que el Jueves Santo en la Cena del Señor y en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y de la Santísima Sangre de Cristo, honre con peculiar culto de adoración este admirable Sacramento.
4. En verdad, la naturaleza del sacerdocio ministerial propia del obispo y del presbítero, quienes en la persona de Cristo ofrecen el sacrificio y presiden la asamblea del pueblo santo, resplandece en la forma del mismo rito, por la preeminencia del lugar reservado y por el ministerio mismo del sacerdote. Más aún, el contenido de este ministerio está expresado y es explicado clara y ampliamente por la acción de gracias de la Misa Crismal del Jueves santo, día en que se conmemora la institución del sacerdocio. En ese prefacio se explica la transmisión de la potestad sacerdotal llevada a cabo por la imposición de las manos; y se menciona la misma potestad, refiriéndola a los ministerios ordenados, como continuación de la potestad de Cristo, Sumo Pontífice del Nuevo Testamento.
5. Pero, en la naturaleza del sacerdocio ministerial se manifiesta otra realidad de gran importancia, a saber, el sacerdocio real de los fieles, cuyo sacrificio espiritual es consumado por el ministerio del Obispo y de los presbíteros en unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador.[9] En efecto, la celebración de la Eucaristía es acción de la Iglesia universal; y en ella cada uno hará todo y sólo lo que le pertenece conforme al grado que tiene en el pueblo de Dios. De aquí la necesidad de prestar particular atención a determinados aspectos de la celebración, a los cuales, algunas veces, en el decurso de los siglos se prestó menos cuidado. Porque este pueblo es el pueblo de Dios, adquirido por la Sangre de Cristo, congregado por el Señor, alimentado con su Palabra; pueblo llamado a elevar a Dios las peticiones de toda la familia humana; pueblo que, en Cristo, da gracias por el misterio de la salvación ofreciendo su sacrificio; pueblo, por último, que por la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo se consolida en la unidad. Este pueblo, aunque es santo por su origen, sin embargo, crece continuamente en santidad por su participación consciente, activa y fructuosa en el misterio eucarístico.[10]
Manifestación de una tradición ininterrumpida
6. Al dar a conocer las normas que deben seguirse en la revisión del Ordinario de la Misa, el Concilio Vaticano II mandó, entre otras cosas, que algunos ritos “fueran restablecidos de acuerdo con la primitiva norma de los Santos Padres”,[11] usando, a saber, las mismas palabras que san Pío V escribió en la Constitución Apostólica “Quo primum”, con la cual fue promulgado, en 1570, el Misal Tridentino. Ciertamente, por esta misma conformidad de las palabras, se puede señalar por qué razón ambos Misales romanos, aunque entre ellos medie una distancia de cuatro siglos, recogen una misma e idéntica tradición. Pero si se examinan los elementos internos de esta tradición, se entiende cuán acertada y felizmente el primero es completado por el segundo.
7. En los momentos difíciles, en los que ciertamente se ponía en crisis la fe católica acerca de la naturaleza sacrificial de la Misa, acerca del sacerdocio ministerial y de la presencia real y permanente de Cristo bajo las especies eucarísticas, San Pío V se vio obligado ante todo a salvaguardar la tradición más reciente, atacada sin verdadera razón y, por este motivo, sólo se introdujeron cambios mínimos en el rito sagrado. Ciertamente, el Misal del año 1570 se diferencia apenas muy poco del primero de todos, Misal que apareció impreso en 1474, el cual, a su vez, reproduce fielmente el Misal de la época de Inocencio III. Se dio el caso, además, que los Códices de la Biblioteca Vaticana sirvieron para corregir algunas expresiones, pero esta investigación de “antiguos y probados autores” se redujo a los comentarios litúrgicos de la Edad Media.
8. Hoy, en cambio, aquella “norma de los Santos Padres”, que seguían los correctores del Misal de San Pío V, fue enriquecida con innumerables escritos de eruditos. Al Sacramentario Gregoriano, editado por primera vez en 1571, siguieron los antiguos sacramentarios romanos y ambrosianos, repetidas veces editados con sentido crítico, así como los antiguos libros litúrgicos de España y de las Galias, que han aportado muchísimas oraciones de gran belleza espiritual, ignoradas anteriormente.
Hoy, tras el hallazgo de tantos documentos litúrgicos, se conocen mejor las tradiciones de los primeros siglos, anteriores a la constitución de los Ritos de Oriente y de Occidente.
Además, con el progreso de los estudios de los Santos Padres, la teología del misterio eucarístico ha recibido nueva luz por la doctrina de los más eminentes Padres de la antigüedad cristiana como San Ireneo, San Ambrosio, San Cirilo de Jerusalén, San Juan Crisóstomo.
9. Por eso, la “norma de los Santos Padres” pide, no sólo que se conserven aquellas cosas que nuestros inmediatos predecesores nos transmitieron, sino que también se abarque y se estudie profundamente todo el pasado de la Iglesia y todas las formas de expresión con las que la fe única se ha manifestado en contextos humanos y culturales tan diferentes entre sí, como pueden ser los correspondientes a las regiones semitas, griegas y latinas. Esta perspectiva más amplia, nos permite ver cómo el Espíritu Santo suscita en el pueblo de Dios una maravillosa fidelidad en la conservación inmutable del depósito de la fe, aunque haya tanta variedad de ritos y oraciones.
Acomodación al nuevo estado de cosas
10. El nuevo Misal, entonces, mientras testifica la ley de la oración de la Iglesia romana y protege el depósito de la fe transmitido por los últimos Concilios, supone a su vez, un paso importantísimo en la tradición litúrgica.
Pues cuando los Padres del Concilio Vaticano II reiteraron las aseveraciones dogmáticas del Concilio Tridentino, hablaron en una época muy distinta, y por esta razón pudieron aportar sugerencias y orientaciones pastorales totalmente imprevisibles hace cuatro siglos.
11. El Concilio Tridentino ya había reconocido el gran valor catequético contenido en la celebración de la Misa, pero no le fue posible deducir todas las consecuencias prácticas. De hecho, muchos solicitaban que se permitiera el uso de la lengua vernácula en la celebración del sacrificio eucarístico. Pero el Concilio, teniendo en cuenta las circunstancias que se daban en aquellos momentos, juzgó que era su deber inculcar nuevamente la doctrina tradicional de la Iglesia, según la cual el sacrificio eucarístico es, ante todo, acción de Cristo mismo, del cual, por tanto, no se ve afectada su eficacia propia por el modo como de él participan los fieles. En consecuencia, se expresó con estas palabras, a la vez firmes y moderadas: “Aunque la Misa contiene gran materia de instrucción para el pueblo fiel, sin embargo, no pareció conveniente a los Padres que, como norma general, se celebrara en lengua vernácula”.[12] Y declaró que debía ser condenado quien juzgara que “debe reprobarse el rito de la Iglesia romana por el que se pronuncia en voz baja la parte del Canon y las palabras de la consagración, o que la Misa deba ser celebrada sólo en lengua vulgar”[13]. Sin embargo, si por una parte prohibió el uso de la lengua vernácula en la Misa, por otra parte, mandaba que los pastores de almas lo suplieran con una conveniente catequesis: “para que las ovejas de Cristo no padezcan hambre... el santo Sínodo manda a los pastores y a cuantos tienen cura de almas que frecuentemente en la celebración de la Misa, por sí mismos, o por medio de otros, expliquen algo de lo que se lee en la Misa, y que, por lo demás, expliquen algún misterio de este santísimo sacrificio, principalmente en los domingos y en los días festivos”.[14]
12. Por eso, el Concilio Vaticano II, congregado para adaptar la Iglesia a las necesidades de su oficio apostólico en estos tiempos, miró profundamente, como lo hizo el Concilio de Trento, el carácter didascálico y pastoral de la sagrada Liturgia.[15] Y aunque ningún católico niega la legitimidad y eficacia del sagrado rito celebrado en latín, también pudo conceder que: “En no pocas ocasiones el empleo de la lengua y vernácula puede ser de gran utilidad para el pueblo”, y autorizó su uso.[16] El ardiente interés con que fue acogido en todas partes este decreto hizo que, bajo la dirección de los Obispos y de la misma Sede Apostólica, se permitiera el uso de la lengua vernácula en todas las celebraciones con participación del pueblo, con lo cual se entiende más plenamente el misterio que se celebra.
13. Sin embargo, aunque el uso de la lengua vernácula en la Sagrada Liturgia es un instrumento de suma importancia para expresar más abiertamente la catequesis del Misterio, contenida en la celebración, el Concilio Vaticano II advirtió también que debían ponerse en práctica algunas prescripciones del Tridentino no en todas partes acatadas, como la homilía los domingos y los días festivos,[17] y la posibilidad de intercalar moniciones dentro de los mismos ritos sagrados.[18]
Con mayor interés aún, el Concilio Vaticano II al recomendar especialmente que “la participación más perfecta es aquella por la cual los fieles, después de la Comunión del sacerdote, reciben el Cuerpo del Señor, consagrado en la misma Misa”[19] exhorta a llevar a la práctica otro deseo de los Padres del Tridentino, a saber, que para participar más plenamente en la Eucaristía, “no se contenten los fieles presentes con comulgar espiritualmente, sino que reciban sacramentalmente la comunión eucarística.”[20]
14. Movido por el mismo espíritu e interés pastoral, el Concilio Vaticano II pudo examinar, con una nueva consideración, lo establecido por el Tridentino acerca de la Comunión que se recibe bajo las dos especies. Puesto que hoy nadie pone en duda los principios doctrinales del valor pleno de la Comunión en la que se recibe la Eucaristía bajo la única especie del pan, permitió algunas veces la Comunión bajo las dos especies, cuando, de hecho, por la forma más clara del signo sacramental se ofrezca a los fieles una oportunidad especial para captar más profundamente el misterio en el que participan.[21]
15. De esta manera, la Iglesia, mientras permanece fiel a su misión de maestra de la verdad, custodiando “lo antiguo”, es decir, el depósito de la tradición, cumple también con su deber de examinar y emplear prudentemente “lo nuevo” (cfr. Mt 13,52).
Así, de manera más abierta, una parte del nuevo Misal, ordena las oraciones de la Iglesia a las necesidades de nuestro tiempo; tales son, principalmente, las Misas rituales y por diversas necesidades, en las que oportunamente se combinan lo tradicional y lo nuevo. Y así, mientras que algunas expresiones provenientes de la más antigua tradición de la Iglesia han permanecido intactas, como lo descubre el mismo Misal Romano, editado tantas veces, otras muchas han sido acomodadas a las actuales necesidades y circunstancias; otras, por el contrario, como las oraciones por la Iglesia, por los laicos, por la santificación del trabajo humano, por la comunidad de las naciones y por algunas necesidades propias de nuestro tiempo, han sido elaboradas íntegramente, tomando los pensamientos y muchas veces hasta las mismas expresiones de los recientes documentos conciliares.
Al usar textos de tan antiquísima tradición, valorando la nueva situación del mundo actual, pareció que no se hacía agravio a tan venerable tesoro si se cambiaban ciertas expresiones, con el fin de adaptarlas convenientemente al lenguaje teológico de nuestro tiempo y para que respondieran de verdad a la condición presente de la disciplina de la Iglesia. De aquí que algunas expresiones relativas al juicio y al uso de los bienes terrenos, fueron modificadas, y también algunas otras que se refieren a formas externas de penitencia, propias de la Iglesia de otras épocas.
Es así, entonces, como las normas litúrgicas del Concilio de Trento han sido razonablemente completadas y perfeccionadas en varias partes por las normas del Vaticano II, que llevó a término los esfuerzos por acercar más a los fieles a la Liturgia, esfuerzos realizados durante cuatro siglos, y especialmente en los últimos tiempos, debido principalmente al interés que por la Liturgia suscitaron San Pío X y sus sucesores.
IMPORTANCIA Y DIGNIDAD DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
16. La celebración de la Misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, tanto universal, como local, y para cada uno de los fieles.[22] Pues en ella se tiene la cumbre, tanto de la acción por la cual Dios, en Cristo, santifica al mundo, como la del culto que los hombres tributan al Padre, adorándolo por medio de Cristo, Hijo de Dios, en el Espíritu Santo.[23] Además, en ella se renuevan en el transcurso del año los misterios de la redención, para que en cierto modo se nos hagan presentes.[24] Las demás acciones sagradas y todas las obras de la vida cristiana están vinculadas con ella, de ella fluyen y a ella se ordenan.[25]
17. Por esto, es de suma importancia que la celebración de la Misa, o Cena del Señor, se ordene de tal modo que los ministros y los fieles, que participan en ella según su condición, obtengan de ella con más plenitud los frutos,[26] para conseguir los cuales Cristo nuestro Señor instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre como memorial de su pasión y resurrección y lo confió a la Iglesia, su amada Esposa.[27]
18. Esto se podrá conseguir apropiadamente si, atendiendo a la naturaleza y a las circunstancias de cada asamblea litúrgica, toda la celebración se dispone de modo que lleve a la consciente, activa y plena participación de los fieles, es decir, de cuerpo y alma, ferviente en la fe, la esperanza y la caridad, que es la que la Iglesia desea ardientemente, la que exige la misma naturaleza de la celebración, y a la que el pueblo cristiano tiene el derecho y que constituye su deber, en virtud del Bautismo.[28]
19. Aunque en algunas ocasiones no se puede tener la presencia y la participación activa de los fieles, las cuales manifiestan más claramente la naturaleza eclesial de la acción sagrada,[29] la celebración eucarística siempre está dotada de su eficacia y dignidad, ya que es un acto de Cristo y de la Iglesia, en el cual el sacerdote lleva a cabo su principal ministerio y obra siempre por la salvación del pueblo.
A él, pues, se le recomienda que, en cuanto pueda, celebre cotidianamente el sacrificio eucarístico.[30]
20. Puesto que la celebración de la Eucaristía, como toda la Liturgia, se realiza por medio de signos sensibles, por los cuales se alimenta, se robustece y se expresa la fe,[31] procúrese al máximo seleccionar y ordenar aquellas formas y elementos propuestos por la Iglesia que, teniendo en cuenta las circunstancias de personas y lugares, favorezcan mejor la participación activa y plena, y respondan más idóneamente al aprovechamiento espiritual de los fieles.
21. Así, pues, esta Instrucción se propone dar, tanto los lineamientos generales con los cuales se ordene idóneamente la celebración de la Eucaristía, como exponer las normas para la disposición de cada forma de celebración.[32]
22. Es de suma importancia la celebración de la Eucaristía en la Iglesia particular.
Efectivamente, el Obispo diocesano es el primer dispensador de los misterios de Dios en la Iglesia particular a él encomendada, es el moderador, el promotor y el custodio de la vida litúrgica.[33] En las celebraciones que se realizan, presididas por él, pero principalmente en la celebración eucarística celebrada por él mismo y con la participación del presbiterio, de los diáconos y del pueblo, se manifiesta el misterio de la Iglesia. Por esto mismo, la celebración de las Misas solemnes debe ser ejemplo para toda la diócesis.
Y así, él debe empeñarse en que los presbíteros, los diáconos y los fieles laicos comprendan siempre más profundamente el genuino sentido de los ritos y de los textos litúrgicos y, de esta manera, alcancen una activa y fructuosa celebración de la Eucaristía. Para el mismo fin vigile celosamente que sea cada vez mayor la dignidad de dichas celebraciones, para lo cual servirá muchísimo que promueva la belleza del lugar sagrado, de la música y del arte.
23. Además, para que la celebración responda más plenamente a las prescripciones y al espíritu de la Sagrada Liturgia y para que crezca su eficacia pastoral, en esta Instrucción General y en el Ordinario de la Misa, se proponen algunas acomodaciones y adaptaciones.
24. Estas adaptaciones, que consisten solamente en la elección de algunos ritos o textos, es decir, de cantos, lecturas, oraciones, moniciones y gestos, para que respondan mejor a las necesidades, a la preparación y a la índole de los participantes, se encomiendan a cada sacerdote celebrante. Sin embargo, recuerde el sacerdote que él es servidor de la Sagrada Liturgia y que a él no le está permitido agregar, quitar o cambiar algo por su propia iniciativa[34] en la celebración de la Misa.
25. Además, en el Misal, en su sitio, se indican algunas adaptaciones que, según la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, corresponden o al Obispo diocesano o a la Conferencia de los Obispos[35] (cfr. más adelante núms. 387; 388-393).
26. Sin embargo, por cuanto se refiera a cambios y a adaptaciones más profundas que tengan que ver con tradiciones y con la índole de pueblos y regiones que, según el espíritu del artículo 40 de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, deban introducirse por utilidad o por necesidad, obsérvese lo que se expone en la Instrucción “La Liturgia Romana y la inculturación”[36] y más adelante (núms. 395-399).
Notas
[1] Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XXII, día 17 de septiembre de 1562: Denz.-Schönm. 1738-1759.
[2] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm.47; cfr. Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, núms. 3. 28; Decreto sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros, Presbyterorum ordinis, núms. 2, 4, 5.
[3] Misa vespertina en la Cena del Señor, oración sobre las ofrendas; cfr. Sacramentario Veronense, ed. L.C. Mohlberg, núm. 93.
[4] Cfr. Plegaria Eucarística III.
[5] Cfr. Plegaria Eucarística IV.
[6] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núms. 7, 47; Decreto sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros, Presbyterorum ordinis, núms. 5, 18.
[7] Cfr. Pío XII, Carta Encíclica Humani generis, día 12 de agosto de 1950: A.A.S. 42 (1950) págs. 570-571; Pablo VI, Carta Encíclica Mysterium Fidei, día 3 de septiembre de 1965: A.A.S. 57 (1965) págs. 762-769; Solemne Profesión de fe, 30 de junio de 1968 núms. 24-26: A.A.S. 60 (1968) págs. 442-443; Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum Mysterium, día 25 de mayo de 1967, núms. 3 f, 9: A.A.S. 59 (1967) págs. 543. 547.
[8] Cfr. Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XIII, día 11 de octubre de 1551: Denz-Schönm. 1635-1661.
[9] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros, Presbyterorum ordinis, núm. 2.
[10] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 11.
[11] Cfr. Ibíd. , núm. 50
[12] Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XXII, Doctrina sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa, capítulo 8: Denz-Schönm. 1749.
[13] Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XXII, Doctrina sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa, capítulo 9: Denz-Schönm. 1759.
[14] Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XXII, Doctrina sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa, capítulo 8: Denz-Schönm. 1749.
[15] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 33.
[16] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 36.
[17] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 52.
[18] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 35,3.
[19] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 55.
[20] Concilio Ecuménico Tridentino, Sesión XXII, Doctrina sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa, capítulo 6: Denz-Schönm. 1747.
[21] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 55.
[22] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 41; Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, núm.11; Decreto sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros, Presbyterorum ordinis, núms. 2. 5. 6; Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, Christus Dominus, núm. 30; Decreto sobre el Ecumenismo, Unitatis redintegratio, núm. 15; Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, día 25 de mayo de 1967, núms. 3 e. 6: A.A.S. 59 (1967) págs. 542. 544-545.
[23] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 10.
[24] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 102.
[25] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 10; Decreto sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros, Presbyterorum ordinis, núm. 5.
[26] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núms. 14. 19. 26. 28. 30.
[27] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 47.
[28] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 14.
[29] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 41.
[30] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros, Presbyterorum ordinis, núm. 13. Código de Derecho Canónico, canon 904.
[31] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 59.
[32] Obsérvese lo que está estatuido acerca de las celebraciones especiales: cfr. para las Misas en grupos particulares: Sagrada Congregación para el Culto Divino, Instrucción Actio pastoralis, día 15 de mayo de 1969: A.A.S. 61 (1969) págs.806-811; para las Misas con niños: Directorio de Misas con niños, día 1 de noviembre de 1973: A.A.S. 66 (1974) págs. 30-46; sobre la manera de unir las Horas del Oficio con la Misa: Instrucción general de Liturgia Horarum, núms. 93-98; sobre la manera de unir algunas bendiciones y la coronación de una imagen de la bienaventurada Virgen María con la Misa: Ritual Romano: Bendicional, Praenotanda núm.28; Ritual de coronación de una imagen de la bienaventurada Virgen María, núms. 10 y 14.
[33] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, Christus Dominus, núm. 15;Cfr. también Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 41
[34] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 22.
[35] Cfr. también el Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núms. 38. 40; Pablo VI Constitución Apostólica Missale Romanum, págs. XXX.
[36] Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Varietates legitimae, día 25 de enero de 1994: A.A.S. 87 (1995) págs. 288-314