ACI Digital
Evangelio para cada día
Jueves 2 de noviembre
Evangelio según San Juan, capítulo 17, versículos del 24 al 26
24 Padre, aquellos que Tú me diste quiero que estén conmigo en donde Yo esté, para que vean la gloria mía, que Tú me diste, porque me amabas antes de la creación del mundo. 25 Padre Justo, si el mundo no te ha conocido, te conozco Yo, y éstos han conocido que eres Tú el que me enviaste; 26 y Yo les hice conocer tu nombre, y se lo haré conocer para que el amor con que me has amado sea en ellos y Yo en ellos".
Comentario
24. Que estén conmigo: Literalmente: que sean conmigo. Es el complemento de lo que vimos en 14, 2 ss. y nota. Este Hermano mayor no concibe que El pueda tener, ni aún ser, algo que no tengamos o seamos nosotros. Es que en eso mismo ha hecho consistir su gloria el propio Padre (v. 2 y nota). De ahí que las palabras: para que vean la gloria mía quieren decir: para que la compartan, esto es, la tengan igual que Yo. San Juan usa aquí el verbo theoreo, como en 8, 51, donde ver significa gustar, experimentar, tener. En efecto, Jesús acaba de decirnos (v. 22) que El nos ha dado esa gloria que el Padre le dio para que lleguemos a ser uno con El y su Padre, y que Este nos ama lo mismo que a El (v. 23). Aquí, pues, no se trata de pura contemplación sino de participación de la misma gloria de Cristo, cuyo Cuerpo somos. Esto está dicho por el mismo S. Juan en I Juan 3, 2; por S. Pablo, respecto de nuestro cuerpo (Filip. 3, 21), y por S. Pedro aun con referencia a la vida presente, donde ya somos "copartícipes de la naturaleza divina" (II Pedr. 1, 4; cf. I Juan 3, 3). Esta divinización del hombre es consecuencia de que, gracias al renacimiento que nos da Cristo (cf. 3, 2 ss.), El nos hace "nacer de Dios" (1, 13) como hijos verdaderos del Padre lo mismo que El (I Juan 3, 1). Por eso El llama a Dios "mi Padre y vuestro Padre", y a nosotros nos llama "hermanos" (20, 17). Este v. vendría a ser, así, como el remate sumo de la Revelación, la cúspide insuperable de las promesas bíblicas, la igualdad de nuestro destino con el del propio Cristo (cf. 12, 26; 14, 2; Ef. 1, 5; I Tes. 4, 17; Apoc. 14, 4). Nótese que este amor del Padre al Hijo "antes de la creación del mundo" existió también para nosotros desde entonces, como lo enseña S. Pablo al revelar el gran "Misterio" escondido desde todos los siglos. Véase Ef. 1, 4; 3, 9 y notas.
25. Notemos el tono dulcísimo con que habla aquí a su Padre como un hijo pequeño y fiel que quisiera consolarlo de la ingratitud de los demás.
26. Aquí vemos compendiada la misión de Cristo: dar a conocer a los hombres el amor del Padre que los quiere por hijos, a fin de que, por la fe en este amor y en el mensaje que Jesús trajo a la tierra, puedan poseer el Espíritu de adopción, que habitará en ello con el Padre y el Hijo. La caridad más grande del Corazón de Cristo ha sido sin duda alguna este deseo de que su Padre nos amase tanto como a El (v. 24). Lo natural en el hombre es la envidia y el deseo de conservar sus privilegios. Y más aún en materia de amor, en que queremos ser los únicos. Jesús, al contrario de nosotros, se empeña en dilapidar el tesoro de la divinidad que trae a manos llenas (v. 22) y nos invita a vivir de Él esa plenitud de vida divina (1, 16; 15, 1 ss.) como El la vive del Padre (6, 58). Todo está en creer que El no nos engaña con tanta grandeza (cf. 6, 29).
Estos comentarios corresponden a la versión electrónica de la Biblia y Comentario de Mons. Juan Straubinger, cortesía de VE Multimedios