Un psicólogo atendía una consulta en un hospital donde la mayoría de sus pacientes eran adolescentes. Un día le derivaron un joven de 14 años que desde hacía un año no pronunciaba palabra y estaba internado en un orfanato.
Cuando era muy pequeño, su padre murió. Vivió con su madre y abuelo hasta hacía un año; cuando tuvo 13 años muere su abuelo, y tres meses después su madre en un accidente. Sólo llegaba al consultorio y se sentaba mirando las paredes, sin hablar. Estaba pálido y nervioso.
El psicólogo no podía hacerlo hablar. Comprendió que el dolor del muchacho era tan grande que le impedía expresarse, y él, por más que le dijera algo, tampoco serviría de mucho.
Optó por sentarse y observarlo en silencio, acompañando su dolor. Después de la segunda consulta, cuando el muchacho se retiraba, el doctor le puso una mano en el hombro: "Ven la semana próxima si gustas... duele ¿verdad?. El muchacho lo miró, no se había sobresaltado ni nada; sólo lo miró y se fue.
Cuando volvió a la semana siguiente, el doctor lo esperaba con un juego de ajedrez. Así pasaron varios meses sin hablar, pero él notaba que David ya no parecía nervioso y su palidez había desaparecido.
Un día mientras el doctor miraba la cabeza del muchacho cuando él estudiaba agachado en el tablero de ajedrez, estaba pensando sobre lo poco que los hombre saben acerca del misterio del proceso de curación. De pronto David alzó la vista y lo miró y le dijo: "Le toca".
Ese día empezó a hablar, hizo amigos en la escuela, ingresó a un equipo de ciclismo y comenzó una nueva vida, su vida. Posiblemente el médico le dio algo, pero también aprendió mucho de él. Aprendió que el tiempo hace posible lo que parece dolorosamente insuperable; a estar presente cuando alguien lo necesita; a comunicarnos sin palabras.
Basta un abrazo, un hombro para llorar, una caricia; un corazón que escuche.