Se hallaba un sacerdote sentado en su escritorio junto a la ventana, preparando un sermón sobre la providencia. De pronto oyó algo como una explosión, y a continuación vio cómo la gente corría enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una presa, que el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.
El sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya la calle en la que él vivía y tuvo cierta dificultad en no dejarse dominar por el pánico. Pero consiguió decirse a sí mismo: "Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia y se me ofrece la oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir como los demás, sino quedarme aquí y confiar en que la providencia de Dios me ha de salvar."
Cuando el agua llegaba ya a la altura de su ventana, pasó por allí una lancha llena de gente: "Suba Padre", le gritaron. "No, hijos míos", respondió el sacerdote lleno de confianza, "yo confío en que me salve la providencia de Dios."
El sacerdote subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra lancha que volvió a insistirle en que subiera, pero él volvió a negarse. Entonces se subió a lo alto del campanario, y cuando el agua le llegaba ya a las rodillas, llegó un helicóptero y ofreció llevarlo. "Muchas gracias", contestó el sacerdote sonriendo tranquilamente, "pero yo confío en que Dios en su infinita providencia me salvará."
Cuando el sacerdote se ahogó y fue al cielo, lo primero que hizo fue reclamarle a Dios: "Yo confiaba en ti. ¿Por qué no hiciste nada para salvarme?".
"Bueno", le contestó Dios, "la verdad es que te mandé dos lanchas y un helicóptero. ¿no lo recuerdas?".