Era pequeño para entender nada.¡Si no sabía hablar, qué iba a entender! De repente, recibía un albor de luz que se colaba por entre las cortinas color canela y sol que púdicamente cubrían la madera pintada de blanco descascarillado de los postigos que vedaban el balcón, detenido en la frontera de orgullosos barrotes de hierro oxidado. Entonces, sentía que era la hora de levantarse y despertaba regocijándose con la jornada de besos y carantoñas que le aguardaba. Bueno y, quizá alguna amorosa regañina. Saltaba del lecho y corría hambriento a desayunarse los besos de su madre. Ésta, la pobre, se repartía entre su otros cinco hijos, los desvelos de su cuidado y algún trabajillo ajeno para, de vez en cuando, darles un postre batido de azúcar y nata de leche. La vida más de una vez había querido despedazarla porque ¡A ver, hija, a algunos les regala sonrisas y a otros les clava los colmillos! Pero a pesar de las dentelladas no se había descorazonado y había sellado las fauces del sino con las miradas límpidas y enormes de sus hijos y una Esperanza con letra grande. Sus niños todos sabían dónde guardaba su madre las estampitas que piadosamente besaba todos los días y todos - porque todos eran niños de su madre -, de vez en cuando las veneraban con devoción y gravedad. Pero el pequeño… Ah, el pequeño. El pequeño se extasiaba. Con su boquita morena, su lengüetilla rosa, sus pestañazas negras, las miraba y remiraba. Como no sabía hablar pugnaba por decirlo y por fin conseguía balbucir un “¿Jeszú?”.
Un día, a su madre alguien le dio una estampita de un Cristo maniatado chorreando sangre por donde el látigo atroz había mordido su carne sagrada .El chiquillo cuando lo vio se puso muy triste y un livianísimo velo cubrió sus pupilas. Y preguntó a su madre: - ¿Duele?
- Sí, hijo mío, sí. Y todos tenemos un poquito la culpa. Todos menos tú y tus ángeles compañeros.
El querubín morenote le dedicó desde entonces sus más tiernos cuidados. Al amanecer ya no iba corriendo lo primero a su madre, sino que ahora iniciaba sus días con su visita al pobre “Jeszú” al que tanto daño habían causado. Una de aquellas ocasiones, de tanto mirarlo, conoció la pena y, chupándose las muñecas y las palmas de las manos, las pasaba una y otra vez por las heridas de su Señor de la estampita al tiempo que sin darse cuenta derramaba gruesos lagrimones sobre su imagen querida. Por fin, agobiado por la angustia , quedó dormido.
Al rato, su madre oyó por el pasillo sembrado de arabescos las corretadas que de sobra conocía, pero que esta vez anunciaban premura .Sin saber por qué, corrió desmadejada y algo asustada para recibir a su hijito abalanzándose sobre ella. No parecía su pequeñín. El semblante distinto, resplandeciente, los ojos refulgentes, sus gritos de alborozo y, en sus manos todavía regordetas, apretadas contra su jovencísimo pecho abierto ya por el primer traspaso de amor, el Cristo del dibujo sin sangre, las heridas restañadas, la vestidura alba de luz y, en su Santa Faz una sonrisa que aún nadie ha podido explicar.
Moraleja: El amor no pensado podría curar las heridas del mundo, si fuésemos capaces de creer en los milagros, como cuando éramos niños.
Mª Capilla de Torres.