No hay nada tan desagradable como un esposo o esposa llenos de amargura que agreden y desvalorizan a su cónyuge. A la vez, nada es tan hermoso como una relación amorosa que responde al magnífico plan de Dios. Cerraremos con un ejemplo brillante de este amor divinamente inspirado. Lo escribió un cirujano que lo vivió. Quizás sus palabras lleguen a conmoverlo profundamente, como me sucedió a mí.
Estoy junto al lecho en que yace una joven mujer, el rostro propio de un postoperatorio, la boca torcida por la parálisis, grotesca. Una pequeña porción de su nervio facial, el que iba a los músculos de la boca, ha sido seccionado. Su rostro quedará así de ahora en adelante. El cirujano había seguido con fervor religioso la curva de tejido, se lo puedo asegurar. Sin embargo, para quitar el tumor de su mejilla, era inevitable cortar ese pequeño nervio.
Su joven esposo está en la habitación. Está del otro lado de la cama, y parecen estar juntos bajo la luz mortecina de la lámpara, ajenos a mi presencia, solos. ¿Quiénes son, me pregunto, él y esta boca torcida que he creado, que se miran y se acarician tan generosamente, con tanto anhelo? La joven esposa habla primero.
“¿Quedará siempre así mi boca?”, pregunta.
“Sí”, le respondo. “Quedará así porque cortamos el nervio”.
Ella asiente, en silencio. Pero el hombre joven sonríe.
“A mí me gusta”, dice, “es simpática”.
Sin dudarlo, se inclina y la besa en la boca torcida, y yo estoy tan cerca que puedo ver cómo tuerce sus propios labios para acomodarse a los de ella, para mostrarle que aún se pueden besar. Contengo el aliento, me lleno de asombro.*
Por el doctor James Dobson
*Richard Selzer, M.D., Mortal Lessons: Notes in the Art of Surgery (New York: Simon & Schuster, 1976), pp. 45-46