Un día apareció un hombre que tocaba la flauta de manera tan exquisita que encantaba a todo ser animado que escuchaba el dulce acento de sus melodías.
A escucharlo acudían todo tipo de personas y animales, y se agolpaban en la plaza para escuchar, el divino y sonoro, pero oculto mensaje de la música del flautista.
Un día un joven, que conocía a un anciano del pueblo que era sordo y que pedía limosna en las afueras del pueblo, quedó sorprendido de que día a día, aquel anciano acudiera a la plaza para ‘oír’ al flautista. No aguantando la curiosidad, escribió unas preguntas al pordiosero: ¿Qué vienes a hacer si tu no puedes escuchar? ¿Qué te extasía tanto si tu no puedes apreciar lo que él toca?
Aquel pordiosero, con dificultad en el hablar contestó:
- Mira el centro de la plaza, alza la vista, ¿qué ves?
- Una cruz, respondió el joven.
Es la cruz de Cristo que se alza sobre la cúpula de la vieja Iglesia, me extasía no escuchar nada y soñar que algún día, la música de la verdad crucificada, fascine y cautive a los hombres. Cuando se reúnen en la plaza, sueño que venzan su sordera espiritual y su ceguera, y que la música del mundo no los encante como serpientes y sean capaces de dejarse conquistar por la música del cielo.
Sordo no es el que no percibe sonidos, sino el que no es capaz de percibir y soportar la música del amor y la verdad. Ustedes oyen, los que oyen utilizan el tímpano; yo escucho, los que escuchamos utilizamos el corazón».