Había una vez un hombre que tenía la fama de ser el más santo de su pueblo, puesto que se pasaba el día leyendo la Biblia y rezando. Un día se atrevió a preguntarle a Dios si, efectivamente, era él el más santo de ese pueblo, como la gente decía. Y Dios le respondió que no; que había un hombre que era más santo que él, y le indicó quién era y dónde vivía.
Nuestro buen hombre, movido por la curiosidad, se dirigió hasta el lugar que Dios le había indicado, una cabaña en las afueras del pueblo, y decidió observar de lejos a este gran hombre que según Dios, era más santo que él. El hombre en cuestión era un pobre leñador, con esposa y cuatro hijos que mantener. La observación no resultó muy entretenida, puesto que el hombre se pasó todo el día cortando leña sin parar, excepto para comer algo a media mañana, a la hora del almuerzo y a media tarde, previamente dando gracias a Dios por el trabajo y la comida que le daba. La otra pausa que hizo, fue para ayudar a otro campesino que pasando por ahí, rompió una rueda de su carreta. Eso fue todo lo que pudo observar.
De regreso a su casa le reclamó a Dios : "¿Cómo puede ser, Señor, que digas que ese hombre es más santo que yo? Si es un pobre ignorante, que apuesto que jamás leyó la Biblia porque hasta analfabeto es. ¡Y lo único que hizo es pasarse el día cortando leña!". Dios lo hizo callar, y le ordenó que para probar su fidelidad, llenase un plato con leche, y recorriese las calles del pueblo sin derramar nada. Nuestro hombre, deseoso de demostrar su fidelidad, obedeció al instante. Los habitantes del pueblo lo miraban con curiosidad y más de uno dejó escapar una carcajada al ver a nuestro amigo en tan extraña labor, pero él iba tan absorto en su tarea que podría haberle pasado un camión por encima y no se iba a dar cuenta. Al terminar su recorrido, orgulloso de no haber derramado ni una sola gota, esperó con satisfacción un reconocimiento divino, pero Dios sin decir más nada le preguntó: "Dime, ¿cuántas veces te acordaste de mí mientras caminabas?" . Y el hombre respondió: "¿Cómo iba a tener tiempo de pensar en algo? Estuve todo el tiempo tan concentrado cuidando de no derramar ni una gota de leche que no podía distraerme en otra cosa".
"¿Y así quieres ser el más santo del mundo? Ese pobre campesino tuvo que trabajar todo el día para alimentar a su familia, pero sin embargo tuvo tiempo de acordarse tres veces de mí, y de ayudar a otro a reparar su carreta. En cambio tú, en todo el tiempo que llevaste ese plato de leche, no te acordaste ni una vez de mí, y ni siquiera viste a ese niño que te pidió una moneda ni a la anciana que tropezó en la calle y te necesitaba para que la ayudases a levantarse. Si de veras quieres ser santo, debes aprender a cumplir con tus obligaciones diarias, sin dejarte absorber por ellas, dándote tiempo para acordarte de mí y prestar atención a los que te rodean y necesitan de ti."
Para el cristiano, y en especial para el misionero, no basta con "hacer cosas". Es necesario que todo lo que hagamos lo hagamos conscientes de por qué lo hacemos, mejor dicho por Quién lo hacemos, y cómo lo hacemos. No tiene sentido deslomarse en una misión visitando casas, jugando con chicos y preparando celebraciones, si no somos plenamente conscientes que lo hacemos por Cristo, para que su Reino llegue hasta los confines de la tierra "más allá de las fronteras".