Juan Pablo II, Audiencia general, 13 sep 2000
1. En el Cenáculo, en la última noche de su
vida terrena, Jesús promete cinco veces el don del Espíritu
Santo (cf. Juan 14, 16-17; 14, 26; 15, 26-27; 16, 7-11; 16, 12-15).
En el mismo lugar, en la tarde de Pascua, el Resucitado se presenta
ante los apóstoles e infunde el Espíritu prometido,
con el gesto simbólico del hálito y con las palabras:
«¡Recibid el Espíritu Santo!» (Juan 20, 22). Cincuenta
días después, otra vez en el Cenáculo, el
Espíritu Santo irrumpe con su potencia transformando los
corazones y la vida de los primeros testigos del Evangelio.
Desde entonces, toda la historia de la Iglesia, en sus dinámicas más profundas, está impregnada por la presencia de la acción del Espíritu, «entregado sin medida» a los que creen en Cristo (cf. Juan 3, 34). El encuentro con Cristo comporta el don del Espíritu Santo que, como decía el gran padre de la iglesia, Basilio, «se difunde en todos sin que experimente disminución alguna, está presente en cada uno de los que son capaces de recibirlo como si fueran los únicos, y en todos difunde la gracia suficiente y completa» («De Spiritu Sancto», IX, 22).
Desde los primeros instantes de vida cristiana
2. El apóstol Pablo, en el pasaje de la Carta a los Gálatas que acabamos de escuchar (cf. 5, 16-18. 22-25), delinea «el fruto del Espíritu» (5, 22) haciendo la lista de una gama de virtudes que hace florecer en la existencia del fiel. El Espíritu Santo se encuentra en la raíz de la experiencia de fe. De hecho, en el Bautismo, nos convertimos en hijos de Dios gracias precisamente al Espíritu: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gálatas 4, 6).
En el manantial mismo de la existencia cristiana, cuando nacemos como criaturas nuevas, se encuentra el soplo del Espíritu, que nos haces hijos en el Hijo y nos hace «caminar» por los caminos de justicia y salvación (cf. Gálatas 5, 16).
El Espíritu en la prueba
3. Toda la aventura del cristiano tendrá que desarrollarse, por tanto, bajo el influjo del Espíritu. Cuando Él nos vuelve a presentar la Palabra de Cristo, resplandece en nuestro interior la luz de la verdad, como había prometido Jesús: «el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Juan 14, 26; cf. 16,12-15). El Espíritu está junto a nosotros en el momento de la prueba, convirtiéndose en nuestro defensor y apoyo: «Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros» (Mateo 10, 19-20). El Espíritu se encuentra en las raíces de la libertad cristiana, que libera del yugo del pecado. Lo dice claramente el apóstol Pablo: «La ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Romanos 8, 2). La vida moral --como nos recuerda san Pablo-- por el hecho de ser irradiada por el Espíritu produce frutos de «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gálatas 5, 22).
El Espíritu y la comunidad
4. El Espíritu anima a toda la comunidad de los creyentes en Cristo. Ese mismo apóstol celebra a través de la imagen del cuerpo la multiplicidad y la riqueza, así como la unidad de la Iglesia, como obra del Espíritu Santo. Por un lado, Pablo hace una lista de la variedad de carismas, es decir, de los dones particulares ofrecidos a los miembros de la Iglesia (cf. 1Corintios 12, 1-10); por otro, confirma que «todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (1Corintios 12, 11). De hecho, «en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Corintios 12, 13). El Espíritu y nuestro destino Por último, le debemos al Espíritu el poder alcanzar nuestro destino de gloria. San Pablo utiliza en este sentido la imagen del «sello» y la «prenda»: «fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria» (Efesios 1, 13-14; cf. 2Corintios 1, 22; 5,5). En síntesis: toda la vida del cristiano, desde los orígenes hasta su última meta, está bajo la bandera y la obra del Espíritu Santo.
Mensaje del Jubileo
5. Me gusta recordar, en el transcurso de este año jubilar, lo que afirmaba en la encíclica dedicada al Espíritu Santo: «El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la "ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús", descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto --como escribe san Pablo-- "donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad"» (Dominum et vivificantem, n. 60). Pongámonos, por tanto, en manos de la acción liberadora del Espíritu, haciendo nuestra la sorpresa de Simeón el Nuevo Teólogo, quien se dirige a la tercera persona divina en estos términos»: «Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas» (Himnos II, 19-27; cf. Exhortación apostólica post-sinodal «Vita consecrata», n. 20).