Queridos hermanos y hermanas:
Christus resurrexit! - ¡Cristo ha resucitado!
La gran Vigilia de esta noche nos ha hecho revivir el acontecimiento decisivo y siempre actual de la Resurrección, misterio central de la fe cristiana. En las iglesias se han encendido innumerables cirios pascuales para simbolizar la luz de Cristo que ha iluminado e ilumina a la humanidad, venciendo para siempre las tinieblas del pecado y del mal. Y hoy resuenan con fuerza las palabras que asombraron a las mujeres que habían ido la madrugada del primer día de la semana al sepulcro donde habían puesto el cuerpo de Cristo, bajado apresuradamente de la cruz. Tristes y desconsoladas por la pérdida de su Maestro, encontraron apartada la gran piedra y, al entrar, no hallaron su cuerpo. Mientras estaban allí, perplejas y confusas, dos hombres con vestidos resplandecientes les sorprendieron, diciendo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 5-6) «Non est hic, sed resurrexit» (Lc 24, 6). Desde aquella mañana, estas palabras siguen resonando en el universo como anuncio perenne, e impregnado a la vez de infinitos y siempre nuevos ecos, que atraviesa los siglos.
«No está aquí... ha resucitado». Los mensajeros celestes comunican ante todo que Jesús «no está aquí»: el Hijo de Dios no ha quedado en el sepulcro, porque no podía permanecer bajo el dominio de la muerte (cf. Hch 2, 24) y la tumba no podía retener «al que vive» (Ap 1, 18), al que es la fuente misma de la vida. Porque, del mismo modo que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo, también Cristo crucificado quedó sumido en el seno de la tierra (cf. Mt 12, 40) hasta terminar un sábado. Aquel sábado fue ciertamente «un día solemne», como escribe el evangelista Juan (19, 31), el más solemne de la historia, porque, en él, el «Señor del sábado» (Mt 12, 8) llevó a término la obra de la creación (cf. Gn 2, 1-4a), elevando al hombre y a todo el cosmos a la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21).
Cumplida esta obra extraordinaria, el cuerpo exánime ha sido traspasado por el aliento vital de Dios y, rotas las barreras del sepulcro, ha resucitado glorioso. Por esto los ángeles proclaman «no está aquí»: ya no se le puede encontrase en la tumba. Ha peregrinado en la tierra de los hombres, ha terminado su camino en la tumba, como todos, pero ha vencido a la muerte y, de modo absolutamente nuevo, por un puro acto de amor, ha abierto la tierra de par en par hacia el Cielo.
Su resurrección, gracias al Bautismo que nos "incorpora" a Él, es nuestra resurrección. Lo había preanunciado el profeta Ezequiel: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os
> traeré a la tierra de Israel» (Ez 37, 12). Estas palabras proféticas adquieren un valor singular en el día de Pascua, porque hoy se cumple la promesa del Creador; hoy, también en esta época nuestra marcada por la inquietud y la incertidumbre, revivimos el acontecimiento de la resurrección, que ha cambiado el rostro de nuestra vida, ha cambiado la historia de la humanidad. Cuantos permanecen todavía bajo las cadenas del sufrimiento y la muerte, aguardan, a veces de modo inconsciente, la esperanza de Cristo resucitado.
Que el espíritu del Resucitado traiga consuelo y seguridad, particularmente, a África a las poblaciones de Dafur, que atraviesan una dramática situación humanitaria insostenible; a las de las regiones de los Grandes Lagos, donde muchas heridas aún no han cicatrizado; a los pueblos del Cuerno de África, de Costa de Marfil, de Uganda, de Zimbabwe y de otras naciones que aspiran a la reconciliación, a la justicia y al desarrollo. Que en Irak prevalezca finalmente la paz sobre la trágica violencia, que continúa causando víctimas despiadadamente. También deseo ardientemente la paz para los afectados por el conflicto de Tierra Santa, invitando a todos a un diálogo paciente y perseverante que elimine los obstáculos antiguos y nuevos. Que la comunidad internacional, que reafirma el justo derecho de Israel a existir en paz, ayude al pueblo palestino a superar las precarias condiciones en que vive y a construir su futuro encaminándose hacia la constitución de un auténtico y propio Estado. Que el Espíritu del Resucitado suscite un renovado dinamismo en el compromiso de los Países de latinoamérica, para que se mejoren las condiciones de vida de millones de ciudadanos y consoliden las instituciones democráticas, en espíritu de concordia y de solidaridad activa. Por lo que respecta a las crisis internacionales vinculadas a la energía nuclear, que se llegue a una salida honrosa para todos mediante negociaciones serias y leales, y que se refuerce en los responsables de las Naciones y de las Organizaciones Internacionales la voluntad de lograr una convivencia pacífica entre etnias, culturas y religiones, que aleje la amenaza del terrorismo. Éste es el camino de la paz para el bien de toda la humanidad.
Que el Señor Resucitado haga sentir por todas partes su fuerza de vida, de paz y de libertad. Las palabras con las que el ángel confortó los corazones atemorizados de las mujeres en la mañana de Pascua, se dirigen a todos: «¡No tengáis miedo!...No está aquí. Ha resucitado» (Mt 28,5-6). Jesús ha resucitado y nos da la paz; Él mismo es la paz. Por eso la Iglesia repite con firmeza: «Cristo ha resucitado - Christós anésti». Que la humanidad del tercer milenio no tenga miedo de abrirle el corazón. Su Evangelio sacia plenamente el anhelo de paz y de felicidad que habita en todo corazón humano. Cristo ahora está vivo y camina con nosotros. ¡Inmenso misterio de amor! Christus resurrexit, quia Deus caritas est! Alleluia!