En la verdad, la paz
1. Con el tradicional Mensaje para
2. Antes de nada, quisiera rendir un homenaje agradecido a mis amados Predecesores, los grandes Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, inspirados artífices de paz. Animados por el espíritu de las Bienaventuranzas, supieron leer en los numerosos acontecimientos históricos que marcaron sus respectivos Pontificados la intervención providencial de Dios, que nunca olvida la suerte del género humano. Como incansables mensajeros del Evangelio, invitaron repetidamente a todos a reemprender desde Dios la promoción de una convivencia pacífica en todas las regiones de la tierra. Mi primer Mensaje para
3. El tema de reflexión de este año —« En la verdad, la paz »— expresa la convicción de que, donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz.
4. La paz, concebida de este modo, es un don celestial y una gracia divina, que exige a todos los niveles el ejercicio de una responsabilidad mayor: la de conformar —en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor— la historia humana con el orden divino. Cuando falta la adhesión al orden trascendente de la realidad, o bien el respeto de aquella « gramática » del diálogo que es la ley moral universal, inscrita en el corazón del hombre; [5] cuando se obstaculiza y se impide el desarrollo integral de la persona y la tutela de sus derechos fundamentales; cuando muchos pueblos se ven obligados a sufrir injusticias y desigualdades intolerables, ¿cómo se puede esperar la consecución del bien de la paz? En efecto, faltan los elementos esenciales que constituyen la verdad de dicho bien. San Agustín definía la paz como « tranquillitas ordinis »,[6] la tranquilidad del orden, es decir, aquella situación que permite en definitiva respetar y realizar por completo la verdad del hombre.
5. Entonces, ¿quién y qué puede impedir la consecución de la paz? A este propósito,
6. La paz es un anhelo imborrable en el corazón de cada persona, por encima de las identidades culturales específicas. Precisamente por esto, cada uno ha de sentirse comprometido en el servicio de un bien tan precioso, procurando que ningún tipo de falsedad contamine las relaciones. Todos los hombres pertenecen a una misma y única familia. La exaltación exasperada de las propias diferencias contrasta con esta verdad de fondo. Hay que recuperar la conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última instancia, para poder valorar mejor las propias diferencias históricas y culturales, buscando la coordinación, en vez de la contraposición, con los miembros de otras culturas. Estas simples verdades son las que hacen posible la paz; y son fácilmente comprensibles cuando se escucha al propio corazón con pureza de intención. Entonces la paz se presenta de un modo nuevo: no como simple ausencia de guerra, sino como convivencia de todos los ciudadanos en una sociedad gobernada por la justicia, en la cual se realiza en lo posible, además, el bien para cada uno de ellos. La verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer la vía del perdón y la reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la palabra dada. En concreto, el discípulo de Cristo, que se ve acechado por el mal y por eso necesitado de la intervención liberadora del divino Maestro, se dirige a Él con confianza, consciente de que « Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca » (1 P 2,22; cf. Is 53,9). En efecto, Jesús se presentó como
7. La verdad de la paz ha de tener un valor en sí misma y hacer valer su luz beneficiosa, incluso en las situaciones trágicas de guerra. Los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II, en
8. Pienso con gratitud en las Organizaciones Internacionales y en todos los que trabajan con esfuerzo constante para aplicar el derecho internacional humanitario. ¿Cómo podría olvidar, a este respecto, a tantos soldados empeñados en delicadas operaciones para controlar los conflictos y restablecer las condiciones necesarias para lograr la paz? A ellos deseo recordar también las palabras del Concilio Vaticano II: « Los que, destinados al servicio de la patria, se encuentran en el ejército, deben considerarse a sí mismos como servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos, y mientras desempeñan correctamente esta función, contribuyen realmente al establecimiento de la paz ».[8] En esta apremiante perspectiva se sitúa la acción pastoral de los Obispados castrenses de
9. Hoy en día, la verdad de la paz sigue estando en peligro y negada de manera dramática por el terrorismo que, con sus amenazas y acciones criminales, es capaz de tener al mundo en estado de ansiedad e inseguridad. Mis Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II intervinieron en muchas ocasiones para denunciar la terrible responsabilidad de los terroristas y condenar la insensatez de sus planes de muerte. En efecto, estos planes se inspiran con frecuencia en un nihilismo trágico y sobrecogedor, que el Papa Juan Pablo II describió con estas palabras: « Quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo ».[9] Pero no sólo el nihilismo, sino también el fanatismo religioso, que hoy se llama frecuentemente fundamentalismo, puede inspirar y alimentar propósitos y actos terroristas.
Intuyendo desde el principio el peligro destructivo que representa el fundamentalismo fanático, Juan Pablo II lo denunció enérgicamente, llamando la atención sobre quienes pretenden imponer con la violencia la propia convicción acerca de la verdad, en vez de proponerla a la libre aceptación de los demás. Y añadía: « Pretender imponer a otros con la violencia lo que se considera como la verdad, significa violar la dignidad del ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es imagen ».[10]
10. Bien mirado, tanto el nihilismo como el fundamentalismo mantienen una relación errónea con la verdad: los nihilistas niegan la existencia de cualquier verdad, los fundamentalistas tienen la pretensión de imponerla con la fuerza. Aun cuando tienen orígenes diferentes y sus manifestaciones se producen en contextos culturales distintos, el nihilismo y el fundamentalismo coinciden en un peligroso desprecio del hombre y de su vida y, en última instancia, de Dios mismo. En efecto, en la base de tan trágico resultado común está, en último término, la tergiversación de la plena verdad de Dios: el nihilismo niega su existencia y su presencia providente en la historia; el fundamentalismo fanático desfigura su rostro benevolente y misericordioso, sustituyéndolo con ídolos hechos a su propia imagen. En el análisis de las causas del fenómeno contemporáneo del terrorismo es deseable que, además de las razones de carácter político y social, se tengan en cuenta también las más hondas motivaciones culturales, religiosas e ideológicas.
11. Ante los riesgos que vive la humanidad en nuestra época, es tarea de todos los católicos intensificar en todas las partes del mundo el anuncio y el testimonio del « Evangelio de la paz », proclamando que el reconocimiento de la plena verdad de Dios es una condición previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Dios es Amor que salva, Padre amoroso que desea ver cómo sus hijos se reconocen entre ellos como hermanos, responsablemente dispuestos a poner los diversos talentos al servicio del bien común de la familia humana. Dios es fuente inagotable de la esperanza que da sentido a la vida personal y colectiva. Dios, sólo Dios, hace eficaz cada obra de bien y de paz. La historia ha demostrado con creces que luchar contra Dios para extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad, temerosa y empobrecida, hacia opciones que no tienen futuro. Esto ha de impulsar a los creyentes en Cristo a ser testigos convincentes de Dios, que es verdad y amor al mismo tiempo, poniéndose al servicio de la paz, colaborando ampliamente en el ámbito ecuménico, así como con las otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad.
12. Al observar el actual contexto mundial, podemos constatar con agrado algunas señales prometedoras en el camino de la construcción de la paz. Pienso, por ejemplo, en la disminución numérica de los conflictos armados. Ciertamente, se trata todavía de pasos muy tímidos en el camino de la paz, pero que permiten vislumbrar ya un futuro de mayor serenidad, en particular para las poblaciones tan castigadas de Palestina, la tierra de Jesús, y para los habitantes de algunas regiones de África y de Asia, que esperan desde hace años una conclusión positiva de los procesos de pacificación y reconciliación emprendidos. Son signos consoladores, que necesitan ser confirmados y consolidados mediante una acción concorde e infatigable, sobre todo por parte de
13. No obstante, todo esto no debe inducir a un optimismo ingenuo. En efecto, no se puede olvidar que, por desgracia, existen todavía sangrientas contiendas fratricidas y guerras desoladoras que siembran lágrimas y muerte en vastas zonas de la tierra. Hay situaciones en las que el conflicto, encubierto como el fuego bajo la ceniza, puede estallar de nuevo causando una destrucción de imprevisible magnitud. Las autoridades que, en lugar de hacer lo que está en sus manos para promover eficazmente la paz, fomentan en los ciudadanos sentimientos de hostilidad hacia otras naciones, asumen una gravísima responsabilidad: ponen en peligro, en zonas ya de riesgo, los delicados equilibrios alcanzados a costa de laboriosas negociaciones, contribuyendo así a hacer más inseguro y sombrío el futuro de la humanidad. ¿Qué decir, además, de los gobiernos que se apoyan en las armas nucleares para garantizar la seguridad de su país? Junto con innumerables personas de buena voluntad, se puede afirmar que este planteamiento, además de funesto, es totalmente falaz. En efecto, en una guerra nuclear no habría vencedores, sino sólo víctimas. La verdad de la paz exige que todos —tanto los gobiernos que de manera declarada u oculta poseen armas nucleares, como los que quieren procurárselas— inviertan conjuntamente su orientación con opciones claras y firmes, encaminándose hacia un desarme nuclear progresivo y concordado. Los recursos ahorrados de este modo podrían emplearse en proyectos de desarrollo en favor de todos los habitantes y, en primer lugar, de los más pobres.
15. Los primeros beneficiarios de una valiente opción por el desarme serán los países pobres que, después de tantas promesas, reclaman justamente la realización concreta del derecho al desarrollo. Este derecho también ha sido reafirmado solemnemente en la reciente Asamblea General de
16. Al concluir este mensaje, quiero dirigirme de modo particular a los creyentes en Cristo, para renovarles la invitación a ser discípulos atentos y disponibles del Señor. Escuchando el Evangelio, queridos hermanos y hermanas, aprendemos a fundamentar la paz en la verdad de una existencia cotidiana inspirada en el mandamiento del amor. Es necesario que cada comunidad se entregue a una labor intensa y capilar de educación y de testimonio, que ayude a cada uno a tomar conciencia de que urge descubrir cada vez más a fondo la verdad de la paz. Al mismo tiempo, pido que se intensifique la oración, porque la paz es ante todo don de Dios que se ha de suplicar continuamente. Gracias a la ayuda divina, resultará ciertamente más convincente e iluminador el anuncio y el testimonio de la verdad de la paz. Dirijamos con confianza y filial abandono la mirada hacia María,
Vaticano, 8 de diciembre de 2005.
BENEDICTO PP. XVI
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Notas
[1] Llamamiento a los Jefes de los pueblos beligerantes (1 agosto 1917): AAS 9 (1917) 423.
[2] N. 77.
[3] Ibíd. 78.
[4] Juan Pablo II, Mensaje para
[5] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la 50a Asamblea General de las Naciones Unidas, 5 octubre 1995, 3.
[6] De civitate Dei, XIX, 13.
[7] N. 79.
[8] Ibíd.
[9] Mensaje para Jornada mundial de
[10] Ibíd.