1. El salmo que acabamos de escuchar y saborear como una oración es uno de los «Cánticos de las subidas» más bellos y apasionados. Se trata del Salmo 121, una celebración viva y de gran participación en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben los peregrinos.
De hecho, inmediatamente, en la introducción, se funden dos momentos vividos por el fiel: el del día en el que acogió la invitación de ir «a la casa del Señor» (versículo 1) y el de la llegada gozosa a los «umbrales» de Jerusalén (Cf. versículo 2); ahora los pies pisan finalmente esa tierra santa y amada. Precisamente entonces los labios se abren para entonar un canto festivo en honor de Sión, entendida en su profundo significado espiritual.
2. «Fundada como ciudad bien compacta» (versículo 3), símbolo de seguridad y de estabilidad, Jerusalén es el nexo de la unidad de las doce tribus de Israel, que convergen hacia ella como centro de su fe y culto. Suben a ella para «celebrar el nombre del Señor» (versículo 4), en el lugar que la «costumbre de Israel» (Deuteronomio 12, 13-14; 16, 16) ha establecido como único santuario legítimo y perfecto.
En Jerusalén hay otra realidad relevante, que también es signo de la presencia de Dios en Israel: los tronos de la casa de David, (Cf. Salmo 121,5), es decir, el gobierno de la dinastía davídica, expresión de la acción divina en la historia, que confluiría en el Mesías (2 Samuel 7, 8-16).
3. Los tronos de la casa de David son llamados también «los tribunales de justicia» (Cf. Salmo 121, 5), pues el rey también era el juez supremo. De este modo, Jerusalén, capital política, era también la sede judicial más elevada, donde se resolvían en última instancia las controversias: de este modo, al salir de Sión, los peregrinos judíos regresaban a sus pueblos más justos y pacificados.
El salmo traza de este modo un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es levadura de justicia y de solidaridad. A la comunión con Dios le sigue necesariamente la comunión de los hermanos entre sí.
4. Llegamos a la invocación final (Cf. versículos 6-9). Su ritmo está marcado por la palabra hebrea «shalom», «paz», considerada tradicionalmente como la base del mismo nombre de la ciudad santa, «Jerushalajim», interpretada como «ciudad de la paz».
Como es sabido, «shalom» hace alusión a la paz mesiánica, que abarca en sí alegría, prosperidad, bien, abundancia. Es más, en la despedida final que el peregrino dirige al templo, a la «casa del Señor, nuestro Dios», se añade a la paz el «bien»: «te deseo todo bien» (versículo 9). Se enuncia de manera anticipada el saludo franciscano: «¡Paz y bien!». Es un auspicio de bendición para los fieles que aman la ciudad santa, para su realidad física de murallas y edificios en los que palpita la vida de un pueblo, para todos los hermanos y amigos De este modo, Jerusalén se convertirá en hogar de armonía y paz.
5. Concluyamos nuestra meditación sobre el Salmo 121 con una reflexión sugerida por los padres de la Iglesia para quienes la antigua Jerusalén era signo de otra Jerusalén, que también «está fundada como ciudad bien compacta». Esta ciudad --recuerda san Gregorio Magno en las «Homilías sobre Ezequiel»-- «erige su gran edificio con las costumbres de los santos. En una casa una piedra sostiene la otra, pues se pone una piedra sobre otra, y quien sostiene a otro a su vez es sostenido por otro. De este modo, precisamente de este modo, en la santa Iglesia cada quien sostiene y es sostenido. Los más cercanos se sostienen mutuamente y a través de ellos se erige el edificio de la caridad. Por este motivo, Pablo advierte: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Gálatas 6, 2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: "La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Romanos 13,10). Si no me esfuerzo por aceptaros como sois, y si vosotros no os esforzáis por aceptarme como soy, no se puede levantar el edificio de la caridad entre nosotros, que estamos ligados por amor recíproco y paciente». Y para completar la imagen, no hay que olvidar que «hay un cimiento que soporta todo el peso de la construcción, nuestro Redentor, quien por sí solo sostiene en su conjunto las costumbres de todos nosotros. El apóstol dice de él: "nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Corintios 3, 11). El fundamento sostiene las piedras pero no es sostenido por las piedras; es decir, nuestro Redentor carga con el peso de nuestras culpas, pero en él no ha habido ninguna culpa que soportar» (2,1,5: «Obras de Gregorio Magno» --«Opere di Gregorio Magno»--, III/2, Roma 1993, pp. 27.29).