1. Hemos escuchado la primera parte del Salmo 131, un himno que la Liturgia de las Vísperas nos presenta en dos momentos diferentes. Muchos expertos creen que este canto resonó en la celebración solemne del traslado del arca del Señor, signo de la presencia divina en medio del pueblo de Israel, a Jerusalén, la nueva capital escogida por David.
En la narración de este acontecimiento, tal y como nos es referido por la Biblia, se lee que el rey David «danzaba con todas sus fuerzas ante el Señor, ceñido de un efod de lino. David y toda la casa de Israel hacían subir el arca del Señor entre clamores y resonar de cuernos» (2 Samuel 6, 14-15).
Otros expertos, por el contrario, enmarcan el Salmo 131 en una celebración conmemorativa de aquel acontecimiento antiguo, tras la institución del culto en el santuario de Sión por obra de David.
2. Nuestro himno parece suponer una dimensión litúrgica: probablemente era utilizado en una procesión, con la presencia de sacerdotes y fieles y con la participación de un coro.
Siguiendo la Liturgia de las Vísperas, nos detendremos en los primeros diez versículos del Salmo, que se acaban de proclamar. En el corazón de este pasaje, se encuentra el juramento solemne pronunciado por David. Se dice que --dejando atrás el agudo enfrentamiento con su predecesor, el rey Saúl-- «juró al Señor e hizo voto al Fuerte de Jacob» (Salmo 131, 2). El significado de este compromiso solemne queda expresado en los versículos 3 a 5, es claro: el rey no pisará el palacio real de Jerusalén, no podrá descansar tranquilo, si antes no ha encontrado una morada para el arca del Señor.
En el mismo centro de la vida social debe estar, por tanto, una presencia que evoca el misterio de Dios trascendente. Dios y hombre caminan juntos en la historia, y el templo tiene la tarea de señalar de manera visible esta comunión.
3. Tras las palabras de David, se abre camino, quizá a través de las palabras de un coro litúrgico, el recuerdo del pasado. Se evoca, de hecho, el hallazgo del arca en los campos de Jaar, en la región de Efrata (Cf. versículo 6): allí se había quedado durante mucho tiempo, después de haber sido restituida por los filisteos a Israel, que la perdió durante una batalla (Cf. 1 Samuel 7, 1; 2 Samuel 6, 2. 11). Por este motivo, desde la provincia fue llevada a la futura ciudad santa y nuestro pasaje concluye con una celebración festiva que presenta, por un lado, al pueblo en adoración (Cf. Salmo 131, 7.9), es decir, la asamblea litúrgica, y por otro, al Señor que vuelve a hacerse presente y a actuar con el signo del arca colocada en Sión (Cf. versículo 8).
El alma de la liturgia está en este cruce entre sacerdotes y fieles, por un lado, y el Señor con su potencia, por otro.
4. Como sello de la primera parte del Salmo 131 resuena una aclamación implorante a favor de los reyes sucesores de David: «Haré germinar el vigor de David, enciendo una lámpara para mi Ungido» (versículo 17).
Es fácil intuir una dimensión mesiánica en esta súplica, destinada en un primer momento a impetrar apoyo para el rey judío en las pruebas de la vida. El término «Ungido» traduce el término hebreo «Mesías»: la mirada de quien ora se dirige de este modo más allá de las vicisitudes del reino de Judá y se proyecta hacia la gran espera del «Ungido» perfecto, el Mesías que será siempre grato a Dios, pues éste le ama y bendice.
5. Esta interpretación mesiánica dominará en la relectura cristiana y se extenderá por todo el salmo.
Por ejemplo, es significativa la aplicación que hará del versículo 8 a la encarnación de Cristo Esiquio de Jerusalén, un presbítero de la primera mitad del siglo V. En su «Segunda homilía sobre la Madre de Dios», se dirige a la Virgen con estas palabras: «David no deja de celebrarte con la cítara a ti a y quien nació de ti: "Levántate, Señor, ven a tu mansión, ven con el arca de tu poder" (Salmo 131, 8)». ¿Quién es «el arca de tu poder»? Esiquio responde: «Evidentemente la Virgen, la Madre de Dios. Dado que eres tú la perla, ella es el arca; si tú eres el sol, necesariamente la Virgen será llamada cielo; y si tú eres la flor incontaminada, la Virgen será entonces planta incorrupta, paraíso de inmortalidad» («Textos marianos del primer milenio» --«Testi mariani del primo millennio»--, I, Roma 1988, pp. 532-533).