SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Sábado 29 de junio de 1996
Amadísimo hermanos y hermanas:
1. La solemnidad de san Pedro y san Pablo nos invita a revivir la fe de estos dos Apóstoles, columnas de la Iglesia, que hicieron de Cristo la pasión de su vida. Pedro, con la palabra y con la sangre, lo confesó «Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Pablo, una vez que se hubo convertido y trasformado en apóstol de los gentiles, fue conquistado por él hasta el punto de exclamar: «¡Para mí la vida es Cristo!» (Flp 1, 21). Su recuerdo nos impulsa al compromiso de una fidelidad cada vez mayor y una unidad cada vez más profunda.
Hace exactamente un año, en la solemnidad de san Pedro y san Pablo, tuve la alegría de encontrarme con el hermano de Constantinopla, el patriarca Barolomé I. Juntos dirigimos la palabra al pueblo de Dios, como prefigurando la belleza de la plena comunión, que ambos anhelamos.
El encuentro tuvo lugar un mes después de la publicación de la carta apostólica Orientale lumen, en la que puse de relieve las riquezas de la tradición cristiana oriental. Durante los meses siguientes, en varias ocasiones, volvimos a tratar ese tema. Me refiero, en particular, a la conmemoración de las Uniones de Brest y Užhorod, en las que algunos hermanos y comunidades de las Iglesias orientales restablecieron la plena comunión con la Sede de Pedro. Esta serie de circunstancias, especialmente en el horizonte de la preparación para el gran jubileo del año 2000, aumenta el deseo de unidad de todos los cristianos, por la cual Cristo oró en la última cena, y nos impulsa a comprometernos cada vez más a promoverla con toda nuestras fuerzas.
2. Se trata de un anhelo que suscita el Espíritu de Dios. Él es quien nos impulsa a acortar las distancias, a renunciar a los prejuicios y a conocernos más de cerca, recordando el clima de entendimiento que caracterizó los mejores momentos de las relaciones entre la Iglesia de Occidente y la de Oriente, sobre todo en el primer milenio. La Iglesia vive aún de las riquezas doctrinales, espirituales, culturales y humanas, que se intercambiaron sobre todo los grandes santos de la época patrística. Esas riquezas siguen siendo un patrimonio común, que es preciso redescubrir y valorar, para que la Iglesia pueda volver a respirar con sus dos pulmones, el oriental y el occidental. En este sentido, en la Orientale lumen invité a los católicos a conocer la tradición de las Iglesias orientales, «para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad» (n.1).
Hoy, solemnidad de san Pedro y san Pablo, renuevo esta invitación. Como hijo de un pueblo eslavo, siento personalmente una llamada especial del Señor a trabajar por esta causa. En las próximas citas dominicales, me referiré a algunos aspectos del gran patrimonio cristiano de Oriente, para mostrar su vitalidad también en relación con los grandes interrogantes que en nuestro tiempo se plantean a la fe.
3. Encomendemos la causa de la plena comunión entre las Iglesias de Oriente y Occidente a la Virgen santísima, contemplándola, como nos la presenta el libro de los Hechos, con los Apóstoles en el cenáculo en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14). María es el icono de la unidad, en que debemos inspirarnos siempre. Que la Madre de la Iglesia sostenga nuestros esfuerzos y apresure nuestro camino para que «ante el gran jubileo nos podamos presentar, si no del todo unidos, al menos mucho más próximos a superar las divisiones del segundo milenio» (Tertio millennio adveniente, 34).