Colonia - Explanada de Marienfeld
Queridos jóvenes:
Ante la sagrada Hostia, en la cual Jesús se ha hecho pan para nosotros, que interiormente sostiene y nutre nuestra vida (cf. Jn 6,35), hemos comenzado ayer tarde el camino interior de la adoración. En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser unión. Con la Celebración eucarística nos encontramos en aquella “hora” de Jesús, de la cual habla el Evangelio de Juan. Mediante la Eucaristía, esta “hora” suya se convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros. Junto con los discípulos Él celebró la cena pascual de Israel, el memorial de la acción liberadora de Dios que había guiado a Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos de Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y bendición. Sin embargo, sucede algo nuevo. Él da gracias a Dios non solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias por la propia exaltación que se realizará mediante la Cruz y la Resurrección, dirigiéndose a los discípulos también con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas: “Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre”. Y así distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo, les encarga la tarea de volver a decir y hacer siempre en su memoria aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento.
¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, Él anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15,28). Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede ser la última palabra. Ésta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porqué se entrega realmente a sí mismo.
Esta primera transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que a su vez nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consaguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el Totalmente otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en Él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la Última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra “adoración” en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra será posible solamente en el segundo paso que nos presenta la Última Cena. La palabra latina adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser.
Volvamos de nuevo a la Última Cena. La novedad que allí se verificó, estaba en la nueva profundidad de la antigua oración de bendición de Israel, que ahora se hacía palabra de transformación y nos concedía el poder participar en la hora de Cristo. Jesús no nos ha encargado la tarea de repetir la Cena pascual que, por otra parte, en cuanto aniversario, no es repetible a voluntad. Nos ha dado la tarea de entrar en su “hora”. Entramos en ella mediante la palabra del poder sagrado de la consagración, una transformación que se realiza mediante la oración de alabanza, que nos sitúa en continuidad con Israel y con toda la historia de la salvación, y al mismo tiempo nos concede la novedad hacia la cual aquella oración tendía por su íntima naturaleza. Esta oración, llamada por la Iglesia “oración eucarística”, hace presente la Eucaristía. Es palabra de poder, que transforma los dones de la tierra de modo totalmente nuevo en la donación de Dios mismo y que nos compromete en este proceso de transformación. Por esto llamamos a este acontecimiento Eucaristía, que es la traducción de la palabra hebrea beracha, agradecimiento, alabanza, bendición, y asimismo transformación a partir del Señor: presencia de su “hora”. La hora de Jesús es la hora en la cual vence el amor. En otras palabras: es Dios quien ha vencido, porque Él es Amor. La hora de Jesús quiere llegar a ser nuestra hora y lo será, si nosotros, mediante la celebración de la Eucaristía, nos dejamos arrastrar por aquel proceso de transformaciones que el Señor pretende. La Eucaristía debe llegar a ser el centro de nuestra vida. No se trata de positivismo o ansia de poder, cuando la Iglesia nos dice que la Eucaristía es parte del domingo. En la mañana de Pascua, primero las mujeres y luego los discípulos tuvieron la gracia de ver al Señor. Desde entonces supieron que el primer día de la semana, el domingo, sería el día de Él, de Cristo. El día del inicio de la creación sería el día de la renovación de la creación. Creación y redención caminan juntas. Por esto es tan importante el domingo. Es bonito que hoy, en muchas culturas, el domingo sea un día libre o, juntamente con el sábado, constituya el denominado “fin de semana” libre. Pero este tiempo libre permanece vacío si en él no está Dios. ¡Queridos amigos! A veces, en principio, puede resultar incómodo tener que programar en el domingo también la Misa. Pero si os empeñáis, constataréis más tarde que es exactamente esto lo que le da sentido al tiempo libre. No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla. Ciertamente, para que de esa emane la alegría que necesitamos, debemos aprender a comprenderla cada vez más profundamente, debemos aprender a amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale la pena! Descubramos la íntima riqueza de la liturgia de la Iglesia y su verdadera grandeza: no somos nosotros los que hacemos fiesta para nosotros, sino que es, en cambio, el mismo Dios viviente el que prepara una fiesta para nosotros. Con el amor a la Eucaristía redescubriréis también el sacramento de la Reconciliación, en el cual la bondad misericordiosa de Dios permite siempre iniciar de nuevo nuestra vida.
Quien a descubierto a Cristo debe llevar a otros hacia Él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo. Es necesario transmitirla. En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin Él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar: ¡No es posible que la vida sea así! Verdaderamente no. Y de este modo, junto a olvido de Dios existe como un boom de lo religioso. No quiero desacreditar todo lo que se sitúa en este contexto. Puede darse también la alegría sincera del descubrimiento. Pero exagerando demasiado, la religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que place, y algunos saben también sacarle provecho. Pero la religión buscada a la “medida de cada uno” a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte. Ayudad a los hombres a descubrir la verdadera estrella que indica el camino: ¡Jesucristo! Tratemos nosotros mismos de conocerlo siempre mejor para poder guiar también, de modo convincente, a los demás hacia Él. Por esto es tan importante el amor a la Sagrada Escritura y, en consecuencia, conocer la fe de la Iglesia que nos muestra el sentido de la Escritura. Es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia en su fe creciente y la ha hecho y hace penetrar cada vez más en las profundidades de la verdad (cf. Jn 16,13). El Papa Juan Pablo II nos ha dejado una obra maravillosa, en la cual la fe secular se explica sintéticamente: el Catecismo de la Iglesia Católica. Yo mismo, recientemente, he podido presentar el Compendio de tal Catecismo, que ha sido elaborado a petición del difunto Papa. Son dos libros fundamentales que querría recomendaros a todos vosotros.
Obviamente, los libros por sí solos no bastan. ¡Construid comunidades basadas en la fe! En los últimos decenios han nacido movimientos y comunidades en los cuales la fuerza del Evangelio se deja sentir con vivacidad. Buscad la comunión en la fe como compañeros de camino que juntos van siguiendo el itinerario de la gran peregrinación que primero nos señalaron los Magos de Oriente. La espontaneidad de las nuevas comunidades es importante, pero es asimismo importante conservar la comunión con el Papa y con los Obispos. Son ellos los que garantizan que no se están buscando senderos particulares, sino que a su vez se está viviendo en aquella gran familia de Dios que el Señor ha fundado con los doce Apóstoles.
Aún, una vez más, debo volver a la Eucaristía. “Porque aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” dice san Pablo (1 Cor 10,17). Con esto quiere decir: puesto que recibimos al mismo Señor y Él nos acoge y nos atrae hacia sí, seamos también una sola cosa entre nosotros. Esto debe manifestarse en la vida. Debe mostrase en la capacidad de perdón. Debe manifestarse en la sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Debe manifestarse en la disponibilidad para compartir. Debe manifestarse en el compromiso con el prójimo, tanto con el cercano como con el externamente lejano, que, sin embargo, nos mira siempre de cerca. Existen hoy formas de voluntariado, modelos de servicio mutuo, de los cuales justamente nuestra sociedad tiene necesidad urgente. No debemos, por ejemplo, abandonar a los ancianos en su soledad, no debemos pasar de largo ante los que sufren. Si pensamos y vivimos en virtud de la comunión con Cristo, entonces se nos abren los ojos. Entonces no nos adaptaremos más a seguir viviendo preocupados solamente por nosotros mismos, sino que veremos donde y como somos necesarios. Viviendo y actuando así nos daremos cuenta bien pronto que es mucho más bello ser útiles y estar a disposición de los demás que preocuparse solo de las comodidades que se nos ofrecen. Yo sé que vosotros como jóvenes aspiráis a cosas grandes, que queréis comprometeros por un mundo mejor. Demostrádselo a los hombres, demostrádselo al mundo, que espera exactamente este testimonio de los discípulos de Jesucristo y que, sobre todo mediante vuestro amor, podrá descubrir la estrella que como creyentes seguimos.
¡Caminemos con Cristo y vivamos nuestra vida como verdaderos adoradores de Dios! Amén.