Queridos seminaristas:
Os saludo a todos con gran afecto, agradeciendo vuestra jovial acogida y, sobre todo, el que hayáis venido a este encuentro desde numerosos Países de los cinco continentes. Me dirijo ante todo al Seminarista, al Sacerdote y al Obispo que nos han ofrecido su testimonio personal. Gracias de corazón. Estoy contento de tener este encuentro con vosotros. He querido que, en el programa de estos días en Colonia, hubiera un encuentro especial con los jóvenes seminaristas, para resaltar de manera más explícita y vigorosa la dimensión vocacional que tienen siempre las Jornadas Mundiales de la Juventud. Seguramente, estáis viviendo esta experiencia con una intensidad muy particular, precisamente porque sois seminaristas, es decir, jóvenes que se encuentran en un tiempo fuerte de búsqueda de Cristo y de encuentro con Él, en vista de una misión importante en la Iglesia. Esto es el seminario: no tanto un lugar, sino un tiempo significativo en la vida de un discípulo de Jesús. Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior las palabras del lema de esta vigésima Jornada mundial – «Hemos venido a adorarlo» – y todo el relato evangélico de los Magos, del que se ha tomado el lema. Este pasaje tiene un valor singular para vosotros, precisamente porque estáis realizando un proceso de discernimiento y comprobación de la llamada al sacerdocio. Sobre esto quisiera detenerme a reflexionar con vosotros.
¿Por qué los Magos fueron a Belén desde países lejanos? La respuesta está en relación con el misterio de la «estrella» que vieron «salir» y que identificaron como la estrella del «Rey de los Judíos», es decir, como la señal del nacimiento del Mesías (cf. Mt 2,2). Por tanto, su viaje fue motivado por una fuerte esperanza, que luego tuvo en la estrella su confirmación y guía hacia el "Rey de los Judíos", hacia la realeza de Dios mismo. Los Magos marcharon porque tenían un deseo grande que los indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como si hubieran esperado siempre aquella estrella. Como si aquel viaje hubiera estado siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumple. Queridos amigos, esto es el misterio de la llamada, de la vocación; misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejar todo para seguirlo más de cerca. El seminarista vive la belleza de la llamada en el momento que podríamos definir de «enamoramiento». Su ánimo, henchido de asombro, le hace decir en la oración: Señor, ¿por qué precisamente a mí? Pero el amor no tiene un «por qué», es un don gratuito al que se responde con la entrega de sí mismo.
El seminario es un tiempo destinado a la formación y al discernimiento. La formación, como bien sabéis, tiene varias dimensiones que convergen en la unidad de la persona: esa comprende el ámbito humano, espiritual y cultural. Su objetivo más profundo es el de hacer conocer íntimamente aquel Dios que en Jesucristo nos ha mostrado su rostro. Por esto es necesario un estudio profundo de la Sagrada Escritura como también de la fe y de la vida de la Iglesia, en la cual la Escritura permanece como palabra viva. Todo esto debe enlazarse con las preguntas de nuestra razón y, por tanto, con el contexto de la vida humana de hoy. Este estudio, a veces, puede parecer pesado, pero constituye una parte insustituible de nuestro encuentro con Cristo y de nuestra llamada a anunciarlo. Todo contribuye a desarrollar una personalidad coherente y equilibrada, capaz de asumir válidamente la misión presbiteral y llevarla a cabo después responsablemente. El papel de los formadores es decisivo: la calidad del presbiterio en una Iglesia particular depende en buena parte de la del seminario y, por tanto, de la calidad de los responsables de la formación. Queridos seminaristas, precisamente por eso rezamos hoy con viva gratitud por todos vuestros superiores, profesores y educadores, que sentimos espiritualmente presentes en este encuentro. Pidamos a Dios que desempeñen lo mejor posible la tarea tan importante que se les ha confiado. El seminario es un tiempo de camino, de búsqueda, pero sobre todo de descubrimiento de Cristo. En efecto, sólo si tiene una experiencia personal de Cristo, el joven puede comprender en verdad su voluntad y por lo tanto la propia vocación. Cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su misterio; cuanto más lo encuentras, más fuerte es el deseo de buscarlo. Es un movimiento del espíritu que dura toda la vida, y que en el seminario pasa como una estación llena de promesas, su «primavera».
Al llegar a Belén, los Magos «entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). He aquí por fin el momento tan esperado: el encuentro con Jesús. «Entraron en la casa»: esta casa representa en cierto modo la Iglesia. Para encontrar al Salvador hay que entrar en la casa, que es la Iglesia. Durante el tiempo del seminario se produce una maduración particularmente significativa en la conciencia del joven seminarista: ya no ve a la Iglesia «desde fuera», sino la siente, por así decir, «en su interior», como «su casa», porque es casa de Cristo, donde «habita» María, su madre. Y es justo la Madre quien le muestra a Jesús, su Hijo, quien se lo presenta; en cierto modo lo hace ver, tocar, tomarlo en sus brazos. María le enseña a contemplarlo con los ojos del corazón y a vivir de Él. En todos los momentos de la vida en el seminario se puede experimentar esta afectuosa presencia de la Virgen, que introduce a cada uno al encuentro con Cristo en el silencio de la meditación, en el oración y en la fraternidad. María ayuda a encontrar al Señor sobre todo en la Celebración eucarística, cuando en la Palabra y en el Pan consagrado se hace nuestro alimento espiritual cotidiano.
«Y cayendo de rodillas lo adoraron...; le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2,11-12). Con esto culmina todo el itinerario: el encuentro se convierte en adoración, dando lugar a un acto de fe y amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo de Dios hecho hombre. ¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos la fe de Simón Pedro y de los Apóstoles, la fe de Pablo y de todos los santos, en particular de los santos seminaristas y sacerdotes que han marcado los dos mil años de historia de la Iglesia? El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su voluntad. «Cristo es todo para nosotros», decía San Ambrosio; y San Benito exhortaba a no anteponer nada al amor de Cristo. Que Cristo sea todo para vosotros. Especialmente vosotros, queridos seminaristas, ofrecedle a Él lo más precioso que tenéis, como sugería el venerado Juan Pablo II en su Mensaje para esta Jornada Mundial: el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo (cf. n. 4).
El seminario es un tiempo de preparación para la misión. Los Magos «se marcharon a su tierra», y ciertamente dieron testimonio del encuentro con el Rey de los Judíos. También vosotros, después del largo y necesario itinerario formativo del seminario, seréis enviados para ser los ministros de Cristo; cada uno de vosotros volverá entre la gente como alter Christus. En el viaje de retorno, los Magos tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios, desorientación, dudas...¡ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con la memoria constante de Cristo, de su Rostro santo, de su Amor inefable. ¡Queridos seminaristas! Si Dios quiere, también vosotros un día, consagrados por el Espíritu Santo, iniciaréis vuestra misión. Recordad siempre las palabras de Jesús: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Si permanecéis en Cristo, daréis mucho fruto. No lo habéis elegido vosotros a Él, sino que Él os ha elegido a vosotros (cf. Jn 15,16). ¡He aquí el secreto de vuestra vocación y de vuestra misión! Está guardado en el corazón inmaculado de María, que vela con amor materno sobre cada uno de vosotros. Recurrid frecuentemente a Ella con confianza. Yo os aseguro mi afecto y mi oración cotidiana, y os bendigo de corazón.