Distinguidas señoras, ilustres señores,
queridos hermanos y hermanas
¡Schalom lêchém! Tras la elección como sucesor del apóstol Pedro, deseaba ardientemente, con ocasión de mi primera visita a Alemania, encontrarme con la comunidad hebrea de Colonia y los representantes del judaísmo alemán. Quisiera enlazar esta visita con lo ocurrido el 17 de noviembre de 1980, cuando mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, en su primer viaje a Alemania, se encontró en Maguncia con el Comité Central Hebreo en Alemania y la Conferencia Rabínica. Deseo confirmar también en esta circunstancia mi intención de continuar el camino hacia una mejora de las relaciones y de la amistad con el pueblo hebreo, en el que el Papa Juan Pablo II ha dado pasos decisivos (cf. A la Delegación del International Jewish Committee on Interreligious Consultations, 9 junio 2005: L’Osservatore Romano, 10 junio 2005, p. 5).
La comunidad judía de Colonia puede sentirse realmente «en casa» en esta ciudad. En efecto, ésta es la sede más antigua de una comunidad hebrea en territorio alemán: se remonta a la Colonia de la época romana. La historia de las relaciones entre la comunidad hebrea y la comunidad cristiana es compleja y a menudo dolorosa. Ha habido periodos de buena convivencia, aunque también se ha producido la expulsión de los judíos de Colonia en el año 1424. Después, en el siglo XX, en el tiempo más oscuro de la historia alemana y europea, una demencial ideología racista, de matriz neopagana, dio origen al intento, planeado y realizado sistemáticamente por el régimen, de exterminar el judaísmo europeo: se produjo así lo que ha pasado a la historia como la Shoá. Sólo en Colonia, las víctimas conocidas por su nombre de este crimen inaudito, y hasta aquel momento también inimaginable, se elevan a 7.000; en realidad, seguramente fueron muchas más. No se reconocía la santidad de Dios, y por eso se menospreció también la sacralidad de la vida humana.
Este año se celebra el 60º aniversario de la liberación de los campos de concentración nazis, en los que millones de judíos – hombres, mujeres y niños – fueron llevados a la muerte en las cámaras de gas e incinerados en los hornos crematorios. Hago mías las palabras escritas por mi venerado Predecesor con ocasión del 60º aniversario de la liberación de Auschwitz y digo también: «Me inclino ante todos los que experimentaron aquella manifestación del mysterium iniquitatis». Los acontecimientos terribles de entonces han de «despertar incesantemente las conciencias, extinguir los conflictos y exhortar a la paz» (Mensaje por la liberación de Auschwitz, 15 enero 2005). Hemos de recordarnos a la vez de Dios y de su sabio proyecto para el mundo por Él creado: Él, advierte el Libro de la Sabiduría, es «amante de la vida» (11, 26).
Se cumple también este año el 40° aniversario de la promulgación de la Declaración Nostra aetate, del Concilio Ecuménico Vaticano II, que ha abierto nuevas perspectivas en las relaciones judeocristianas en un clima de diálogo y solidaridad. Esta Declaración, en el capítulo cuarto, recuerda nuestras raíces comunes y el rico patrimonio espiritual que comparten judíos y cristianos. Tanto los judíos como los cristianos reconocen en Abraham a su padre común en la fe (cf. Ga 3,7; Rm 4,11s.), y hacen referencia a las enseñanzas de Moisés y los profetas. La espiritualidad de los judíos, al igual que los cristianos, se alimenta de los Salmos. Con el apóstol Pablo, los cristianos están convencidos que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29; cf, 9,6.11; 11,1s). Teniendo en cuenta la raíz hebrea del cristianismo (cf. Rm 11,16.24), mi venerado Predecesor, confirmando un juicio de los Obispos alemanes, dijo: «Quién encuentra a Jesucristo encuentra al hebraísmo» (Insegnamenti, vol. III/2, 1980, p. 1272).
La Declaración conciliar Nostra aetate, por tanto, «deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de que han sido objeto los judíos de cualquier tiempo y por parte de cualquier persona» (n. 4). Dios nos ha creado a todos «a su imagen» (cf. Gn 1,27), honrándonos así con una dignidad trascendente. Ante Dios, todos los hombres tienen la misma dignidad, a cualquier pueblo, cultura o religión que pertenezcan. Por esta razón la Declaración Nostra aetate también habla con gran consideración de los musulmanes (cf. n. 3), y de los pertenecientes a otras religiones (cf. n. 2). Fundándose en la dignidad humana común a todos, la Iglesia católica «reprueba, como ajena al espíritu de Cristo, cualquier discriminación o vejación por motivos de raza o color, de condición o religión» (ibíd., n. 5). La Iglesia es consciente del deber que tiene de trasmitir, tanto en la catequesis como en cada aspecto de su vida, esta doctrina a las nuevas generaciones que no han visto los terribles acontecimientos ocurridos antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Es una tarea especialmente importante porque, desafortunadamente, hoy resurgen nuevos signos de antisemitismo y aparecen diversas formas de hostilidad generalizada hacia los extranjeros. ¿Cómo no ver en eso un motivo de preocupación y cautela? La Iglesia católica se compromete – lo reafirmo también esta ocasión – en favor de la tolerancia, el respeto, la amistad y la paz entre todos los pueblos, las culturas y las religiones.
En los cuarenta años transcurridos desde la Declaración conciliar Nostra aetate, tanto en Alemania como en el ámbito internacional se ha hecho mucho para mejorar y ahondar las relaciones entre judíos y cristianos. Además de las relaciones oficiales, y gracias sobre todo a la colaboración entre los especialistas en ciencias bíblicas, se han entablado muchas amistades. A este propósito, recuerdo las diversas declaraciones de la Conferencia Episcopal alemana y la actividad benéfica de la «Sociedad para la colaboración cristiano-hebrea de Colonia», que ha contribuido a que la comunidad hebrea, a partir del año 1945, pudiera sentirse nuevamente «en su casa» en Colonia y se estableciera una buena convivencia con las comunidades cristianas. Pero queda aún mucho por hacer. Hemos de conocernos recíprocamente mucho más y mejor. Por eso aliento a un diálogo sincero y confiado entre judíos y cristianos: sólo de este modo será posible llegar a una interpretación compartida sobre cuestiones históricas aún discutidas y, sobre todo, avanzar en la valoración, desde el punto de vista teológico, de la relación entre hebraísmo y cristianismo. Este diálogo, para ser sincero, no debe ocultar o minimizar las diferencias existentes: también en lo que, por nuestras íntimas convicciones de fe, nos distinguen unos de otros, y precisamente en ello, hemos de respetarnos recíprocamente.
Finalmente, no debemos mirar sólo hacia atrás, hacia el pasado, sino también hacia delante, hacia las tareas de hoy y de mañana. Nuestro rico patrimonio común y nuestra relación fraterna inspirada en una confianza creciente, nos obligan a dar conjuntamente un testimonio todavía más concorde, colaborando prácticamente en favor de la defensa y la promoción de los derechos del hombre y el carácter sagrado de la vida humana, de los valores de la familia, de la justicia social y de la paz en el mundo. El Decálogo (cf. Ex 20; Dt 5) es nuestro patrimonio y compromiso común. Los diez mandamientos no son una carga, sino la indicación del camino hacia una vida en plenitud. Lo son particularmente para los jóvenes que encuentro en estos días y que tengo muy presentes en el corazón. Es mi deseo que sepan reconocer en el Decálogo la lámpara para sus pasos, la luz en su camino (cf. Sal 118,105). Los adultos tienen la responsabilidad de pasar a los jóvenes la antorcha de la esperanza que fue entregada por Dios tanto a los judíos como a los cristianos, para que las fuerzas del mal «nunca más» prevalezcan, y las generaciones futuras, con la ayuda de Dios, puedan construir un mundo más justo y pacífico en el que todos los hombres tengan el mismo derecho de ciudadanía.
Concluyo con las palabras del Salmo 29, que son un deseo y también una oración: «El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz».