Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, en la solemnidad de la Asunción de la Madre de Dios al cielo, celebramos el paso de la condición terrena a la bienaventuranza celestial de Aquella que engendró en la carne y acogió en la fe al Señor de la vida. La veneración a la Virgen María acompaña el camino de la Iglesia desde sus inicios y ya desde el siglo IV aparecen fiestas marianas: en algunas se exalta el papel de la Virgen en la historia de la salvación, y en otras se celebran los momentos principales de su existencia terrena. El significado de la fiesta de hoy está contenido en las palabras finales de la definición dogmática, proclamada por el venerable Pío XII el 1 de noviembre de 1950 y de la que este año se celebra el 60° aniversario: «La Inmaculada siempre Virgen María, Madre de Dios, terminado el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial» (const. ap. Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 770).
Artistas de todas las épocas han pintado y esculpido la santidad de la Madre del Señor adornando iglesias y santuarios. Poetas, escritores y músicos han tributado honor a la Virgen con himnos y cantos litúrgicos. De Oriente a Occidente la Toda Santa es invocada como Madre celestial, que sostiene al Hijo de Dios en los brazos y bajo cuya protección encuentra amparo toda la humanidad, con la antiquísima oración: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; antes bien, líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita». Y en el Evangelio de la solemnidad de hoy san Lucas describe el cumplimiento de la salvación a través de la Virgen María. Ella, en cuyo seno se hizo pequeño el Todopoderoso, después del anuncio del ángel, sin vacilación alguna, se dirige de prisa a casa de su pariente Isabel para llevarle al Salvador del mundo. Y, de hecho, «en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno... [y] quedó llena de Espíritu Santo» (Lc 1, 41); reconoció a la Madre de Dios en «la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45). Las dos mujeres, que esperaban el cumplimiento de las promesas divinas, gustan ya anticipadamente el gozo de la venida del reino de Dios, la alegría de la salvación.
Queridos hermanos y hermanas, confiemos en Aquella que, como afirma el siervo de Dios Pablo VI, «asunta al cielo no ha abandonado su misión de intercesión y salvación» (ex. ap. Marialis cultus, 18: AAS 66 [1974] 130). A ella, guía de los Apóstoles, apoyo de los mártires, luz de los santos, dirigimos nuestra oración, suplicándole que nos acompañe en esta vida terrena, que nos ayude a mirar al cielo y que nos acoja un día junto a su Hijo Jesús.
Después del Ángelus
Saludo con afecto a los fieles de lengua española, en particular al grupo de pastoral juvenil de Pamplona y Zizur Mayor. Que la celebración de la Asunción de la Virgen María a los cielos, en la que podemos contemplar la plenitud de vida a la que estamos todos llamados, fortalezca nuestra esperanza con la certeza de que la Madre de Dios sigue velando con amor sobre cada uno de nosotros. Que Dios os bendiga.