Eminencia;
excelencia;
autoridades;
queridos hermanos y hermanas:
Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes del año litúrgico dedicadas a María santísima: la Asunción. Al terminar su vida terrena, María fue llevada en alma y cuerpo al cielo, es decir, a la gloria de la vida eterna, a la comunión plena y perfecta con Dios.
Este año se celebra el sexagésimo aniversario desde que el venerable Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, definió solemnemente este dogma, y quiero leer —aunque es un poco complicada— la forma de la dogmatización. Dice el Papa: «Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, por un solo y mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser elevada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos» (const. ap. Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 768-769).
Este es, por tanto, el núcleo de nuestra fe en la Asunción: creemos que María, como Cristo, su Hijo, ya ha vencido la muerte y triunfa ya en la gloria celestial en la totalidad de su ser, «en cuerpo y alma».
San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos ayuda a arrojar un poco de luz sobre este misterio partiendo del hecho central de la historia humana y de nuestra fe, es decir, el hecho de la resurrección de Cristo, que es «la primicia de los que han muerto». Inmersos en su Misterio pascual, hemos sido hechos partícipes de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte. Aquí está el secreto sorprendente y la realidad clave de toda la historia humana. San Pablo nos dice que todos fuimos «incorporados» en Adán, el primer hombre, el hombre viejo; todos tenemos la misma herencia humana, a la que pertenece el sufrimiento, la muerte y el pecado. Pero a esta realidad que todos podemos ver y vivir cada día añade algo nuevo: no sólo tenemos esta herencia del único ser humano, que comenzó con Adán, sino que hemos sido «incorporados» también en el hombre nuevo, en Cristo resucitado, y así la vida de la Resurrección ya está presente en nosotros. Por tanto, esta primera «incorporación» biológica es incorporación en la muerte, incorporación que genera la muerte. La segunda, nueva, que se nos da en el Bautismo, es «incorporación» que da la vida. Cito de nuevo la segunda lectura de hoy; dice san Pablo: «Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida» (1 Co 15, 21-23)».
Ahora bien, lo que san Pablo afirma de todos los hombres, la Iglesia, en su magisterio infalible, lo dice de María en un modo y sentido precisos: la Madre de Dios se inserta hasta tal punto en el Misterio de Cristo que es partícipe de la Resurrección de su Hijo con todo su ser ya al final de su vida terrena; vive lo que nosotros esperamos al final de los tiempos cuando sea aniquilado «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26); ya vive lo que proclamamos en el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».
Entonces podemos preguntarnos: ¿Cuáles son las raíces de esta victoria sobre la muerte anticipada prodigiosamente en María? Las raíces están en la fe de la Virgen de Nazaret, como atestigua el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 1, 39-56): una fe que es obediencia a la Palabra de Dios y abandono total a la iniciativa y a la acción divina, según lo que le anuncia el arcángel. La fe, por tanto, es la grandeza de María, como proclama gozosamente Isabel: María es «bendita entre las mujeres», «bendito es el fruto de su vientre» porque es «la madre del Señor», porque cree y vive de forma única la «primera» de las bienaventuranzas, la bienaventuranza de la fe. Isabel lo confiesa en su alegría y en la del niño que salta en su seno: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (v. 45). Queridos amigos, no nos limitemos a admirar a María en su destino de gloria, como una persona muy lejana de nosotros. No. Estamos llamados a mirar lo que el Señor, en su amor, ha querido también para nosotros, para nuestro destino final: vivir por la fe en la comunión perfecta de amor con él y así vivir verdaderamente.
A este respecto, quiero detenerme en un aspecto de la afirmación dogmática, donde se habla de asunción a la gloria celestial. Hoy todos somos bien conscientes de que con el término «cielo» no nos referimos a un lugar cualquiera del universo, a una estrella o a algo parecido. No. Nos referimos a algo mucho mayor y difícil de definir con nuestros limitados conceptos humanos. Con este término «cielo» queremos afirmar que Dios, el Dios que se ha hecho cercano a nosotros, no nos abandona ni siquiera en la muerte y más allá de ella, sino que nos tiene reservado un lugar y nos da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para nosotros. Para comprender un poco más esta realidad miremos nuestra propia vida: todos experimentamos que una persona, cuando muere, sigue subsistiendo de alguna forma en la memoria y en el corazón de quienes la conocieron y amaron. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo una parte de esa persona, pero es como una «sombra» porque también esta supervivencia en el corazón de los seres queridos está destinada a terminar. Dios, en cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor. Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra «sombra». Nuestra serenidad, nuestra esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios, en su pensamiento y en su amor; no sobrevive sólo una «sombra» de nosotros mismos, sino que en él, en su amor creador, somos conservados e introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, en la eternidad.
Es su amor lo que vence la muerte y nos da la eternidad, y es este amor lo que llamamos «cielo»: Dios es tan grande que tiene sitio también para nosotros. Y el hombre Jesús, que es al mismo tiempo Dios, es para nosotros la garantía de que ser-hombre y ser-Dios pueden existir y vivir eternamente uno en el otro. Esto quiere decir que de cada uno de nosotros no seguirá existiendo sólo una parte que, por así decirlo, nos es arrancada, mientras las demás se corrompen; quiere decir, más bien, que Dios conoce y ama a todo el hombre, lo que somos. Y Dios acoge en su eternidad lo que ahora, en nuestra vida, hecha de sufrimiento y amor, de esperanza, de alegría y de tristeza, crece y se va transformando. Todo el hombre, toda su vida es tomada por Dios y, purificada en él, recibe la eternidad. Queridos amigos, yo creo que esta es una verdad que nos debe llenar de profunda alegría. El cristianismo no anuncia sólo una cierta salvación del alma en un impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue precioso y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, «la vida del mundo futuro»: nada de lo que para nosotros es valioso y querido se corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios. Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados, dijo un día Jesús (cf. Mt 10, 30). El mundo definitivo será el cumplimiento también de esta tierra, como afirma san Pablo: «La creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). Se comprende, entonces, que el cristianismo dé una esperanza fuerte en un futuro luminoso y abra el camino hacia la realización de este futuro. Estamos llamados, precisamente como cristianos, a edificar este mundo nuevo, a trabajar para que se convierta un día en el «mundo de Dios», un mundo que sobrepasará todo lo que nosotros mismos podríamos construir. En María elevada al cielo, plenamente partícipe de la resurrección de su Hijo, contemplamos la realización de la criatura humana según el «mundo de Dios».
Oremos al Señor para que nos haga comprender cuán preciosa es a sus ojos toda nuestra vida, refuerce nuestra fe en la vida eterna y nos haga hombres de la esperanza, que trabajan para construir un mundo abierto a Dios, hombres llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del mundo futuro en medio de los afanes de la vida cotidiana y con esta certeza viven, creen y esperan.
Amén.