Venerados hermanos;
queridos hermanos y hermanas:
Os saludo a todos con afecto al final de la tradicional velada mariana con la que se concluye el mes de mayo en el Vaticano. Este año ha adquirido un valor muy especial, pues coincide con la vigilia de Pentecostés. Al reuniros aquí, congregados espiritualmente en torno a la Virgen María y contemplando los misterios del santo rosario, habéis revivido la experiencia de los primeros discípulos, reunidos en el Cenáculo con "la madre de Jesús", "perseverando todos en la oración con un mismo espíritu" a la espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14). También nosotros, en esta penúltima tarde de mayo, desde la colina del Vaticano invocamos la efusión del Espíritu Paráclito sobre nosotros, sobre la Iglesia que está en Roma y sobre todo el pueblo cristiano.
La gran fiesta de Pentecostés nos invita a meditar en la relación entre el Espíritu Santo y María, una relación muy íntima, privilegiada e indisoluble. La Virgen de Nazaret fue elegida para convertirse en la Madre del Redentor por obra del Espíritu Santo: en su humildad halló gracia a los ojos de Dios (cf. Lc 1, 30). De hecho, en el Nuevo Testamento vemos que la fe de María, por decirlo así, "atrajo" el don del Espíritu Santo. Ante todo en la concepción del Hijo de Dios, misterio que el mismo arcángel Gabriel explicó así: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1, 35). Inmediatamente después María fue a ayudar a Isabel, y cuando llegó a su casa y la saludó, el Espíritu Santo hizo que el niño saltara de gozo en el seno de su anciana prima (cf. Lc 1, 44); y todo el diálogo entre las dos madres fue inspirado por el Espíritu de Dios, sobre todo el cántico de alabanza con el que María expresó sus sentimientos profundos, el Magníficat. Todos los acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús y con sus primeros años de vida estuvieron dirigidos de manera casi palpable por el Espíritu Santo, aunque no siempre se le nombre. El corazón de María, en perfecta sintonía con su Hijo divino, es templo del Espíritu de verdad, donde cada palabra y cada acontecimiento son conservados en la fe, en la esperanza y en la caridad (cf. Lc 2, 19.51).
Así podemos tener la certeza de que el corazón santísimo de Jesús en todo el arco de su vida oculta en Nazaret encontró en el corazón inmaculado de su Madre un "hogar" siempre encendido de oración y de atención constante a la voz del Espíritu. Un testimonio de esta singular sintonía entre la Madre y el Hijo, buscando la voluntad de Dios, es lo que aconteció en las bodas de Caná. En una situación llena de símbolos de la alianza, como es el banquete nupcial, la Virgen Madre intercede y provoca, por decirlo así, un signo de gracia sobreabundante: el "vino bueno" que hace referencia al misterio de la Sangre de Cristo.
Esto nos remite directamente al Calvario, donde María está al pie de la cruz junto con las demás mujeres y con el apóstol san Juan. La Madre y el discípulo recogen espiritualmente el testamento de Jesús: sus últimas palabras y su último aliento, en el que comienza a derramar el Espíritu; y recogen el grito silencioso de su Sangre, derramada totalmente por nosotros (cf. Jn 19,25-34). María sabía de dónde venía esa sangre, pues se había formado en ella por obra del Espíritu Santo, y sabía que ese mismo "poder" creador resucitaría a Jesús, como él mismo había prometido.
Así, la fe de María sostuvo la de los discípulos hasta el encuentro con el Señor resucitado, y siguió acompañándolos incluso después de su Ascensión al cielo, a la espera del "bautismo en el Espíritu Santo" (cf. Hch 1, 5). En Pentecostés, la Virgen Madre aparece de nuevo como Esposa del Espíritu, para una maternidad universal con respecto a todos los que son engendrados por Dios mediante la fe en Cristo. Precisamente por eso María es para todas las generaciones imagen y modelo de la Iglesia, que juntamente con el Espíritu camina en el tiempo invocando la vuelta gloriosa de Cristo: "¡Ven, Señor Jesús!" (cf. Ap 22, 17.20).
Queridos amigos, siguiendo el ejemplo de María, aprendamos también nosotros a reconocer la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, a escuchar sus inspiraciones y a seguirlo dócilmente. Él nos hace crecer según la plenitud de Cristo, según los frutos buenos que el apóstol san Pablo enumera en la carta a los Gálatas: "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22).
Os deseo que seáis colmados de estos dones y que caminéis siempre con María según el Espíritu y, a la vez que os agradezco y os felicito por vuestra participación en esta celebración vespertina, os imparto de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.