Queridos hermanos y hermanas:
Con alegría me uno a vosotros en oración a los pies de la Virgen santísima, que hoy contemplamos en la fiesta de la Visitación. Saludo y doy las gracias al señor cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la basílica de San Pedro, a los cardenales y a los obispos presentes, y a todos vosotros que os habéis reunido aquí esta noche. Como conclusión del mes de mayo, queremos unir nuestra voz a la voz de María, en su mismo cántico de alabanza; con ella queremos alabar al Señor por las maravillas que sigue obrando en la vida de la Iglesia y de cada uno de nosotros. En particular, ha sido y sigue siendo para todos motivo de gran alegría y gratitud haber comenzado este mes mariano con la memorable beatificación de Juan Pablo II. ¡Qué gran don de gracia ha sido, para toda la Iglesia, la vida de este gran Papa! Su testimonio sigue iluminando nuestra vida y nos impulsa a ser discípulos auténticos del Señor, a seguirlo con la valentía de la fe y a amarlo con el mismo entusiasmo con que él entregó al Señor la propia vida.
Al meditar hoy la Visitación de María, reflexionamos precisamente sobre esta valentía de la fe. Aquella a quien acoge Isabel en su casa es la Virgen que «creyó» al anuncio del ángel y respondió con fe aceptando con valentía el proyecto de Dios para su vida y acogiendo de esta forma en sí misma la Palabra eterna del Altísimo. Como puso de relieve mi beato predecesor en la encíclica Redemptoris Mater, María pronunció su fiat por medio de la fe, «se confió a Dios sin reservas y “se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo”» (n. 13; cf. Lumen gentium, 56). Por ello Isabel, al saludarla, exclama: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). María creyó verdaderamente que «para Dios nada hay imposible» (v. 37) y, firme en esta confianza, se dejó guiar por el Espíritu Santo en la obediencia diaria a sus designios. ¿Cómo no desear para nuestra vida el mismo abandono confiado? ¿Cómo podríamos renunciar a esta bienaventuranza que nace de una relación tan íntima y profunda con Jesús? Por ello, dirigiéndonos hoy a la «llena de gracia», le pedimos que obtenga también para nosotros, de la divina Providencia, poder pronunciar cada día nuestro «sí» a los planes de Dios con la misma fe humilde y pura con la cual ella pronunció su «sí». Ella que, acogiendo en sí la Palabra de Dios, se abandonó a él sin reservas, nos guíe a una respuesta cada vez más generosa e incondicional a sus proyectos, incluso cuando en ellos estamos llamados a abrazar la cruz.
En este tiempo pascual, mientras invocamos del Resucitado el don de su Espíritu, encomendamos a la Iglesia y al mundo entero a la intercesión maternal de la Virgen. María santísima, que en el Cenáculo invocó con los Apóstoles el Consolador, obtenga para cada bautizado la gracia de una vida iluminada por el misterio del Dios crucificado y resucitado, el don de saber acoger cada vez más en la propia vida el señorío de Aquel que con su resurrección ha vencido a la muerte. Queridos amigos, sobre cada uno de vosotros, sobre vuestros seres queridos, en particular sobre cuantos sufren, imparto de corazón la bendición apostólica.