II
Los Ángeles
Lunes, 3 de octubre de 2011
Encuentro con los sacerdotes de lengua española
Santa Misa votiva a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote
Homilía del Cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero
[Is 52, 13 - 53, 12; Sal 39; Lc 22, 14-20]
Venerado hermano en el Episcopado,
queridísimos Sacerdotes y amigos:
Cuando me llegó la invitación a presidir esta Eucaristía, pedí que se pudiera celebrar la Santa Misa de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, típica del Misal español, que normalmente se celebra el jueves después de Pentecostés y que todavía no figura en el calendario litúrgico universal, pero creo que figurará pronto.
Se trata de una fiesta litúrgica que hunde sus raíces tanto en el Misterio Pascual como en su cumplimiento, que es Pentecostés; en efecto, precisamente entre estos dos grandes acontecimientos de la historia de la salvación, se sitúa nuestro ministerio sacerdotal.
El Sacerdocio ministerial, para el cual hemos sido configurados a Cristo, Cabeza de la Iglesia, en efecto, ofrece de nuevo los Sacramentos, en la Iglesia y para el mundo, tanto del Misterio pascual como de la perenne efusión del Espíritu en nuestros corazones y en todo el mundo.
El Sacerdocio propone de nuevo el Misterio pascual esencialmente en su dimensión eucarística y no es casualidad que el Señor haya querido instituir, conjuntamente, los dos Sacramentos.
Cualquier comprensión diferente del ministerio, aunque tienda a ilustrar aspectos relativos a éste, corre el riesgo de resultar una reducción substancial. El sacerdote es y debe ser principalmente el hombre de la Eucaristía, según el sentido amplio que tiene este gran Sacramento y, por lo tanto, ciertamente, no debe reducir el ministerio a una función cultual, sino que debe tomar de la Eucaristía todo su significado auténtico, profundo y capaz de orientar cada aspecto de la vida, moral, social e incluso política. En este sentido ya se han adquirido las conquistas de la teología de las virtudes y de la teología moral como “derivadas” de la vida sacramental.
En las décadas pasadas, probablemente a causa de una interpretación equivocada de la justa valoración del sacerdocio bautismal que dio el Concilio ecuménico Vaticano II, en particular con la Constitución dogmática Lumen gentium, a veces se afirmó desde distintas partes que los sacerdotes, sobre todo los seculares, no tienen otra espiritualidad sino la bautismal, es decir, la que deriva de la inmersión en el Misterio de la muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y de la participación en la Vida divina que ese Misterio implica. Sin embargo, una lectura así, que representa una fuerte llamada a descubrir el Bautismo, conlleva riesgos más bien graves, de los cuales es preciso guardarse para evitar bandazos peligrosos y ruinosos, tanto doctrinales como espirituales; ¡en cualquier caso, los segundos dependen siempre de los primeros!
La espiritualidad bautismal ciertamente dice que el sacerdote es un cristiano, un hombre configurado a Cristo por el Bautismo y, por consiguiente, dice una verdad, pero no dice todo del Misterio del sacerdote; detenerse únicamente en esta, además, podría implicar una fe no suficientemente madura en el Sacramento del Orden, tal como Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, lo instituyó.
Considero que es preciso superar todo equívoco al respecto, que presagia también graves consecuencias pastorales. Ciertamente, la espiritualidad sacerdotal incluye la bautismal, pero la supera. Al sacerdote, en efecto, se le pide mucho más que al simple laico, ¡porque al sacerdote se le da mucho más! Y no se trata de volver a formas de clericalismo, que en el pasado hirieron la comunión eclesial, sino de ponerse a la escucha de modo sencillo, honrado y fiel de lo que Cristo mismo estableció para Su Iglesia: el modo concreto que Él ha elegido para permanecer a lo largo de los siglos como Presencia salvífica al lado de los hombres.
Ahora bien, es cierto que para comprender qué es una realidad es más sencillo partir de lo que es propio y exclusivo de esa realidad que no de lo que tiene en común con muchas otras. He aquí que los dos pilares de la Celebración Eucarística y de la Administración del Sacramento de la Reconciliación representan ese proprium sacerdotal, del cual tomar nuestra identidad.
¡No puede haber nada, en el Sacerdote, que no haga referencia a la Redención!
Con este espíritu de total identificación, cada día pronunciamos, temblando, las palabras: «Este es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre… ¡Entregado en sacrificio por vosotros»!
La espiritualidad, la auténtica pastoralidad y la misma disciplina eclesiástica provienen de la claridad sobre la identidad sacerdotal, que es la clave de formación en los seminarios y durante toda la vida.
La adhesión motivada a nuestra identidad, que es la identificación con Cristo, es la garantía de nuestra realización, de nuestra paz, de nuestra alegría y de la fecundidad ministerial. ¡Y es, con la oración, el secreto para que florezcan las vocaciones!
La dimensión pascual y eucarística —decía— adquiere su fuerza, siempre renovada, del Espíritu Santo. El Paráclito, el Consolador es quien permitió nuestra configuración a Cristo Cabeza de la Iglesia en el día de nuestra Ordenación y en Él, Cristo Resucitado, sigue actuando eficazmente en el mundo, permitiendo cada día que nuestro ministerio sea eficaz.
Ante todo el Espíritu se nos da a nosotros, para que nosotros, a nuestra vez, podamos llevarlo a los hermanos. En esta dinámica de “fuerza de lo alto”, estamos llamados a dejarnos plasmar progresivamente por el Espíritu, para llegar a ser de modo cada vez más perfecto “imágenes vivas” de Cristo Buen Pastor. Esto es lo que espera el pueblo Santo de Dios de nosotros, esto es lo que espera el Señor de nosotros: que le hagamos presente en el mundo, a Él y su salvación.
¡El Sacerdote no puede menos que vivir en Cristo! ¡No puede sino concebirse en Él!
¡Nuestra promesa de castidad debemos leerla en Jesús perfectamente casto; nuestra promesa de obediencia en Él hecho obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz! (cf. Fil 21, 5-9); al igual que debemos vivir la substitución vicaria, como Jesús vivió la pasión por nosotros y por nuestros pecados: ¡del mismo modo nosotros debemos entregarnos cada día por nuestro pueblo y por toda la humanidad!
Solo Cristo es Sumo y eterno Sacerdote; sin embargo, por un misterioso y misericordioso designio de predilección, nos ha hecho partícipes de ese Sacerdocio. Una participación que, con frecuencia, es también participación en la dimensión de persecución y de Cruz que Jesús vivió. Las palabras del Profeta Isaías que describen al siervo que sufre: “Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento”, no son extrañas a nuestra experiencia. Pero esto, en lugar de entristecernos nos debe fortalecer, porque es el signo más potentemente reconocible de nuestra familiaridad con Cristo, de nuestro ser partícipes de su Sacerdocio.
Que la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, nos asista siempre en este camino pascual y neumático, de progresiva conformación espiritual a la objetiva configuración a Cristo que hemos recibido, para siempre, en el día de nuestra ordenación. La mayor gracia de obediencia que se pueda conceder a un hombre es poder hacer lo que el Señor pidió: "Este es mi cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en conmemoración mía".