Queridos voluntarios
Al concluir los actos de esta inolvidable Jornada Mundial de la Juventud, he querido detenerme aquí, antes de regresar a Roma, para daros las gracias muy vivamente por vuestro inestimable servicio. Es un deber de justicia y una necesidad del corazón. Deber de justicia, porque, gracias a vuestra colaboración, los jóvenes peregrinos han podido encontrar una amable acogida y una ayuda en todas sus necesidades. Con vuestro servicio habéis dado a la Jornada Mundial el rostro de la amabilidad, la simpatía y la entrega a los demás.
Mi gratitud es también una necesidad del corazón, porque no solo habéis estado atentos a los peregrinos, sino también al Papa. En todos los actos en los que he participado, allí estabais vosotros: unos visiblemente y otros en un segundo plano, haciendo posible el orden requerido para que todo fuera bien. No puedo tampoco olvidar el esfuerzo de la preparación de estos días.
Cuántos sacrificios, cuánto cariño. Todos, cada uno como sabía y podía, puntada a puntada, habéis ido tejiendo con vuestro trabajo y oración el maravillo cuadro multicolor de esta Jornada.
Muchas gracias por vuestra dedicación. Os agradezco este gesto entrañable de amor. Muchos de vosotros habéis debido renunciar a participar de un modo directo en los actos, al tener que ocuparos de otras tareas de la organización. Sin embargo, esa renuncia ha sido un modo hermoso y evangélico de participar en la Jornada: el de la entrega a los demás de la que habla Jesús.
En cierto sentido, habéis hecho realidad las palabras del Señor: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Tengo la certeza de que esta experiencia como voluntarios os ha enriquecido a todos en vuestra vida cristiana, que es fundamentalmente un servicio de amor. El Señor trasformará vuestro cansancio acumulado, las preocupaciones y el agobio de muchos momentos en frutos de virtudes cristianas: paciencia, mansedumbre, alegría en el darse a los demás, disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios.
Amar es servir y el servicio acrecienta el amor. Pienso que es este uno de los frutos más bellos de vuestra contribución a la Jornada Mundial de la Juventud. Pero esta cosecha no la recogéis solo vosotros, sino la Iglesia entera que, como misterio de comunión, se enriquece con la aportación de cada uno de sus miembros.
Al volver ahora a vuestra vida ordinaria, os animo a que guardéis en vuestro corazón esta gozosa experiencia y a que crezcáis cada día más en la entrega de vosotros mismos a Dios y a los hombres. Es posible que en muchos de vosotros se haya despertado tímida o poderosamente una pregunta muy sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es su designio sobre mi vida? ¿Me llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No podría yo gastar mi vida entera en la misión de anunciar al mundo la grandeza de su amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio?
Si ha surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como voluntarios al servicio de Aquel que «no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). Vuestra vida alcanzará una plenitud insospechada. Quizás alguno esté pensando: el Papa ha venido a darnos las gracias y se va pidiendo. Sí, así es. Ésta es la misión del Papa, Sucesor de Pedro. Y no olvidéis que Pedro, en su primera carta, recuerda a los cristianos el precio con que han sido rescatados: el de la sangre de Cristo (cf. 1P 1, 18-19).
Quien valora su vida desde esta perspectiva sabe que al amor de Cristo solo se puede responder con amor, y eso es lo que os pide el Papa en esta despedida: que respondáis con amor a quien por amor se ha entregado por vosotros. Gracias de nuevo y que Dios vaya siempre con vosotros.