Señor Presidente,
Excelencias,
Señoras y Señores
Me complace vivamente tener la oportunidad de encontrarme con las autoridades políticas y civiles de la República, así como con los miembros de la comunidad diplomática, en mi viaje apostólico a Chipre. Agradezco al Señor Presidente Christofias las amables palabras con las que me ha saludado en vuestro nombre y a las que correspondo gustoso con mis mejores deseos para vuestro importante trabajo.
Acabo de hacer una ofrenda floral en memoria del difunto Arzobispo Makarios, primer Presidente de la República de Chipre. Como él, cada uno de vosotros, servidores públicos, se esfuerza por servir al bien común de la sociedad, ya sea en el ámbito local, nacional o internacional. Esta es una noble vocación que la Iglesia aprecia. Desempeñado con fidelidad, el servicio público os permite crecer en sabiduría, integridad y realización personal. Platón, Aristóteles y los estoicos daban una gran importancia a esta realización -eudemonia- como objetivo de la vida humana, y veían en la dimensión moral la vía para lograr esta meta. Para ellos, así como para los grandes filósofos árabes y cristianos que siguieron sus huellas, la práctica de la virtud consistía en actuar conforme a la recta razón, en la búsqueda de todo lo que es verdadero, bueno y bello.
Desde una perspectiva religiosa, somos miembros de una única familia humana creados por Dios y llamados a favorecer la unidad y a construir un mundo más justo y fraterno basado en valores permanentes. En la medida en que cumplimos con nuestro deber, servimos a los demás y cumplimos lo que es justo, nuestra mente se abre más a las verdades más profundas y nuestra libertad se robustece adhiriéndose a lo que es bueno. Mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, escribió que la obligación moral nunca debería ser vista como una ley impuesta desde fuera y que reclama obediencia, sino como una expresión de la sabiduría misma de Dios, a la que la libertad humana se somete con solicitud (cf. Veritatis Splendor, 41). Como todos los seres humanos, nosotros encontramos nuestra realización última en relación a esta Realidad Absoluta, cuyo reflejo lo encontramos a menudo en nuestra conciencia como una invitación apremiante a servir a la verdad, la justicia y el amor.
Como servidores públicos, conocéis de primera mano la importancia de la verdad, la integridad y el respeto en las relaciones con los demás. Con frecuencia, las relaciones interpersonales son el primer paso para construir auténticos y, en su momento, sólidos vínculos de amistad entre los individuos, los pueblos y las naciones. Esto es parte esencial de vuestra tarea tanto de políticos como de diplomáticos. En países con una delicada situación política, dicha honestidad y apertura a las relaciones personales puede ser el inicio de un bien mayor para las sociedades y los pueblos. Animo a todos los que estáis hoy aquí a aprovechar las oportunidades que se os ofrecen, tanto en el ámbito personal como institucional, para cultivar estas relaciones y, de esta manera, promover el mayor bien del conjunto de las naciones, así como el auténtico bien de aquellas a las que representáis.
Los antiguos filósofos griegos nos enseñan también que el servicio al bien común se da precisamente a través de la influencia de gente dotada de una clara profundidad moral y de arrojo. Así, la política se ve purificada de intereses personales y de presiones partidistas, poniendo en su lugar unas bases más sólidas. De este modo, las aspiraciones legítimas de aquellos a quienes representamos son protegidas y favorecidas. La rectitud moral y el respeto imparcial por los demás y su bienestar son esenciales para el bien de la sociedad, ya que crean un clima de confianza en el que los intercambios humanos, ya sean religiosos, económicos, sociales o culturales, civiles o políticos, adquieren fuerza y vigor.
Pero, ¿qué significa en la práctica el respeto y la promoción de la verdad moral en el mundo de la política y la diplomacia nacional e internacional? ¿Cómo puede la búsqueda de la verdad traer una mayor armonía a las regiones más probadas de la tierra? Pienso que esto se puede lograr por tres vías.
En primer lugar, promover la verdad moral significa actuar de manera responsable partiendo del conocimiento de los hechos. Como diplomáticos, sabéis por experiencia que este conocimiento os ayuda a identificar las injusticias y ofensas, así como a considerar de manera desapasionada los intereses de todas las partes involucradas en una determinada disputa. Cuando las partes superan sus propios puntos de vista sobre lo ocurrido, adquieren una visión objetiva y completa. Quienes deben resolver dichos conflictos son capaces de tomar decisiones justas y promover una auténtica reconciliación, cuando admiten y reconocen la verdad completa sobre una determinada cuestión.
Una segunda vía para promover la verdad moral consiste en poner al descubierto las ideologías políticas que pretenden suplantar la verdad. Las trágicas experiencias vividas durante el siglo veinte han desenmascarado la inhumanidad que resulta de la supresión de la verdad y la dignidad humana. En nuestros días, asistimos a continuos intentos de fomentar supuestos valores bajo la apariencia de paz, desarrollo y derechos humanos. En este sentido, dirigiéndome a la Asamblea General de las Naciones Unidas, llamaba la atención sobre una determinada tendencia a reinterpretar la Declaración Universal de los Derechos Humanos con el objetivo de satisfacer intereses particulares, que comprometerían la coherencia interna de la propia Declaración, apartándose de su intención original (Cf. Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 18 de abril de 2008).
En tercer lugar, la promoción de la verdad moral en la vida pública requiere un esfuerzo constante para fundamentar la ley positiva sobre los principios éticos de la ley natural. Esta exigencia, en el pasado, fue considerada como algo evidente, sin embargo, la corriente positivista en las teorías legales contemporáneas está pidiendo la recuperación de este axioma fundamental. Individuos, comunidades y estados, sin la guía de verdades morales objetivas, se volverían egoístas y sin escrúpulos, y el mundo sería un lugar más peligroso para vivir. En cambio, respetando los derechos de las personas y los pueblos se protege y promueve la dignidad humana. Cuando las políticas que propugnamos se encuentran en armonía con la ley natural, que pertenece a nuestra común condición humana, nuestras acciones se vuelven más sensatas y contribuyen al desarrollo de la comprensión, la justicia y la paz.
Señor Presidente, queridos amigos, con estas reflexiones les renuevo mi estima y la de la Iglesia por vuestro importante servicio a la sociedad y a la construcción de un porvenir seguro para nuestro mundo. Invoco sobre todos ustedes los dones celestiales de la sabiduría, la fortaleza y la perseverancia para el cumplimiento de vuestra misión. Muchas gracias.