DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS OBISPOS DE SRI LANKA EN VISITA "AD LIMINA"

May 7, 2005
Queridos hermanos en el episcopado: 

1. En estos primeros días de mi pontificado, me alegra daros la bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en Sri Lanka, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, la primera que tiene lugar después de mi elección. Os agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre mons. Joseph Vianney Fernando, presidente de vuestra Conferencia episcopal. Venís de un continente particularmente marcado por su riqueza de culturas, lenguas y tradiciones (cf. Ecclesia in Asia, 50), y dais testimonio de la profunda fe de vuestro pueblo en Jesucristo, el único Redentor del mundo. Ruego para que vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo renueve vuestro compromiso de servir y anunciar con convicción a Cristo, para que vuestro pueblo crezca en el conocimiento y el amor a Aquel que vino para que "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).

2. En diciembre del año pasado, junto con otras innumerables personas en todo el mundo, me sentí profundamente conmovido al observar los efectos devastadores del maremoto que se cobró un gran número de víctimas sólo en Sri Lanka, y dejó a cientos de miles de personas sin hogar. Os ruego que transmitáis mis más sentidas condolencias y las de los católicos del mundo entero a todos los que han soportado tan terribles pérdidas. En el rostro de las personas afligidas por la muerte de un ser querido o que han perdido sus bienes no podemos menos de reconocer el rostro sufriente de Cristo, y, de hecho, es a él a quien servimos cuando mostramos nuestro amor y compasión a los necesitados (cf. Mt 25, 40).

La comunidad cristiana tiene la obligación particular de cuidar de los niños que han perdido a sus padres a causa del desastre natural. El reino de los cielos pertenece a estos miembros más vulnerables de la sociedad (cf. Mt 19, 14), pero, muy a menudo, se los olvida simplemente o se los explota sin escrúpulos como soldados, trabajadores o víctimas inocentes del tráfico de seres humanos. No hay que escatimar ningún esfuerzo para instar a las autoridades civiles y a la comunidad internacional a combatir estos abusos y brindar a los niños la protección  legal  que merecen justamente.

Incluso en los momentos más oscuros de nuestra vida, sabemos que Dios jamás está ausente. San Pablo nos recuerda que "en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8, 28), y esto ha resultado evidente en la generosidad sin precedentes de la respuesta humanitaria al maremoto. Quiero elogiaros a todos por el modo excepcional como la Iglesia en Sri Lanka se ha esforzado por afrontar las necesidades materiales, morales, psicológicas y espirituales de las víctimas. Podemos reconocer más signos de la bondad de Dios en la participación y colaboración de sectores tan diversos de la sociedad en el esfuerzo por prestar ayuda. Ha sido alentador ver a miembros de diferentes religiones y de diversos grupos étnicos en Sri Lanka y de toda la comunidad mundial reunirse para mostrar su solidaridad con las personas afectadas y redescubrir los vínculos fraternos que los unen. Estoy seguro de que encontraréis los medios para hacer aún más fecundos los resultados de esta cooperación, procurando especialmente que se preste gratuitamente ayuda a todos los necesitados.

3. La Iglesia en Sri Lanka es joven -un tercio de la población de vuestro país tiene menos de quince años-, y esto da gran esperanza para el futuro. Por tanto, la educación religiosa en las escuelas debe ser una de las principales prioridades. Cualesquiera que sean las dificultades que encontréis en este sector, no debéis desistir de cumplir vuestra responsabilidad. Del mismo modo, los seminarios requieren una atención particular por parte de los obispos (cf. Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, 84-91), y os exhorto a velar siempre para que se imparta una sana formación espiritual y teológica a vuestros seminaristas. Necesitan ser estimulados a ejercer su futuro apostolado de un modo que atraiga a los demás hacia Cristo. Cuanto más santos, más alegres y más entusiastas sean en su ministerio sacerdotal, tanto más fructuoso será (cf. Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves santo de 2005, n. 7). Es gratificante saber que vuestro país ya ha sido bendecido con un gran número de vocaciones sacerdotales, y ruego para que muchos otros jóvenes reconozcan la llamada de Dios a entregarse completamente a sí mismos por amor al Reino y respondan a ella.

4. Para concluir mis reflexiones con vosotros hoy, os presento la imagen de los discípulos de Emaús, recordada recientemente por mi amado predecesor para guiarnos en este Año de la Eucaristía. Cristo mismo los acompañó en su viaje. Les abrió los ojos a la verdad contenida en las Escrituras, reavivó su esperanza y se reveló a sí mismo a ellos en la fracción del pan (cf. Mane nobiscum Domine, 1). Él os acompaña también cuando guiáis a vuestro pueblo a lo largo del camino del seguimiento de Cristo. Renovad vuestra confianza en él. Abridle vuestro corazón.
Pedidle, en unión con toda la Iglesia en el mundo:  "Mane nobiscum, Domine".

Encomendándoos a vosotros y a vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles laicos a la intercesión de María, Mujer de la Eucaristía, de corazón os imparto mi bendición apostólica como prenda de gracia y fortaleza en su Hijo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

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