Queridos Hermanos Obispos,
Querido Padre Custodio:
Os saludo con gran alegría, Ordinarios de Tierra Santa, en este Cenáculo en el que, de acuerdo a la Tradición, el Señor abrió su corazón a sus discípulos y celebró el Misterio Pascual, y donde el Espíritu Santo el día de Pentecostés inspiró a los primeros discípulos a salir y predicar la Buena Nueva. Agradezco al Padre Pizzaballa por sus amables palabras de bienvenida que me ha dirigido a nombre de ustedes; que representan a las comunidades católicas de Tierra Santa que, en su fe y devoción, son como velas encendidas que iluminan los santos lugares cristianos, que fueron en un tiempo honrados por la presencia de Jesús, nuestro Dios viviente. Este privilegio particular les da a ustedes y a su pueblo un lugar especial en mi corazón como Sucesor de Pedro.
"Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Juan 13,1). El Cenáculo recuerda la Última Cena de nuestro Señor con Pedro y los demás apóstoles e invita a la Iglesia a una contemplación orante. Con ese ánimo nos encontramos juntos, el Sucesor de Pedro con los sucesores de los apóstoles, en este mismo lugar en el que Jesús reveló en la ofrenda de su cuerpo y su sangre las nuevas profundidades de la alianza de amor establecida entre Dios y su pueblo. En el Cenáculo el misterio de la gracia y salvación de la que somos destinatarios y también heraldos y ministros puede expresarse sólo en términos de amor. Ya que Él nos amó primero y sigue amándonos, tenemos que responder con amor. Nuestra vida como cristianos no es sólo un esfuerzo humano por vivir las exigencias del Evangelio impuestas a nosotros como deberes. La Eucaristía nos introduce en el misterio del amor divino. Nuestras vidas se convierten en una aceptación agradecida, dócil y activa del poder de un amor que se nos ha dado. Este amor que transforma, que es gracia y verdad, nos lleva como individuos y como comunidad a superar la tentación de encerrarnos en nosotros mismos en el egoísmo, la indolencia o el aislamiento, en el prejuicio o el miedo y a entregarnos con generosidad al Señor y a los demás. Nos lleva como comunidad cristiana a ser fieles a nuestra misión con franqueza y valor. En el Buen Pastor, que da su vida por su grey, en el Maestro que lava los pies a sus discípulos, mis queridos hermanos, encontráis el modelo de vuestro ministerio al servicio de nuestro Dios que promueve amor y comunión.
La invitación a la comunión de mente y de corazón asume un relieve particular en Tierra Santa. Las diversas Iglesias cristianas que se encuentran aquí representan un patrimonio espiritual rico y variado y son signo de las múltiples formas de interacción entre el Evangelio y las diversas culturas. Nos recuerdan también que la misión de la Iglesia es predicar el amor universal de Dios y de reunir a todos los que están llamados por Él, de forma que, con sus tradiciones y sus talentos formen la única familia de Dios. Un nuevo impulso espiritual hacia la comunión en la diversidad en la Iglesia católica y una nueva conciencia ecuménica han caracterizado nuestro tiempo, especialmente a partir del Concilio Vaticano II. El Espíritu conduce dulcemente nuestros corazones hacia la humildad y la paz, hacia la aceptación recíproca, la comprensión y la cooperación. Esta disposición interior a la unidad bajo el impulso del Espíritu Santo es decisiva para que los cristianos puedan realizar su misión en el mundo.
En la medida en se acepta el don del amor y éste crece en la Iglesia, la presencia cristiana en Tierra Santa y en las regiones cercanas estará viva. Esa presencia es de una importancia vital para el bien de la sociedad en conjunto. Las claras palabras de Jesús sobre los íntimos lazos entre el amor de Dios y el prójimo, sobre la misericordia y la compasión, la mansedumbre, la paz y el perdón; son levadura capaz de transformar los corazones y plasmar las acciones. Los cristianos de Medio Oriente, junto a otras personas de buena voluntad, están contribuyendo como ciudadanos fieles y responsables, pese a las dificultades y las restricciones a la promoción y consolidación de un clima de paz en la diversidad. Quiero repetirles lo que afirmé en mi Mensaje de Navidad del 2006 a los católicos en Medio Oriente: "os manifiesto con afecto mi cercanía personal en la situación de inseguridad humana, de sufrimiento diario, de temor y de esperanza que estáis viviendo. A vuestras comunidades repito, ante todo, las palabras del Redentor: 'No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino' (Lucas 12, 32)".
Queridos hermanos obispos, cuentan con mi apoyo y aliento a la hora de hacer todo lo que esté en vuestras manos para ayudar a nuestros hermanos y hermanas cristianos a permanecer y a afirmarse aquí, en la tierra de sus antepasados y a ser mensajeros y promotores de paz. Aprecio vuestros esfuerzos por ofrecerles, como a ciudadanos maduros y responsables, asistencia espiritual, valores y principios que les ayuden a desempeñar su papel en la sociedad. Mediante la educación, la preparación profesional y otras iniciativas sociales y económicas, su condición podrá ser apoyada y mejorada. Por mi parte renuevo el llamamiento a nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo para que sostengan y recuerden en sus oraciones a las comunidades cristianas de Tierra Santa y Oriente Medio. En este contexto, deseo expresar mi consideración por el servicio ofrecido a muchos peregrinos y visitantes que vienen a Tierra Santa en búsqueda de inspiración y renovación siguiendo las huellas de Jesús. La historia del Evangelio, cuando se contempla en su ambiente histórico y geográfico, cobra vida, riqueza y color, y permite lograr una comprensión más clara del significado de las palabras y gestos del Señor. Muchas experiencias memorables de peregrinos de Tierra Santa han sido posibles gracias a vuestra hospitalidad y guía fraterna, especialmente de los hermanos de la Custodia Franciscana. Por este servicio, quiero asegurarles el aprecio y la gratitud de la Iglesia universal; también expreso el deseo que, en un futuro, venga un mayor número de peregrinos.
Queridos hermanos, al dirigir juntos nuestra gozosa oración a María, Reina del Cielo, encomendemos con confianza en sus manos el bienestar y la renovación espiritual de todos los cristianos en Tierra Santa, de manera que, bajo la guía de sus pastores, puedan crecer en la fe, en la esperanza y en la caridad, y perseveren en su misión de promotores de comunión y de paz.