Domingo de Ramos, 5 de abril de 2009
Queridos amigos:
El próximo domingo de Ramos celebraremos en el ámbito
diocesano
La juventud, tiempo de esperanza
En Sydney, nuestra atención se centró en lo que el Espíritu
Santo dice hoy a los creyentes y, concretamente a vosotros, queridos jóvenes.
Durante
En búsqueda de la «gran esperanza»
La experiencia demuestra que las cualidades personales y los
bienes materiales no son suficientes para asegurar esa esperanza que el ánimo
humano busca constantemente. Como he escrito en la citada Encíclica Spe salvi,
la política, la ciencia, la técnica, la economía o cualquier otro recurso
material por sí solos no son suficientes para ofrecer la gran esperanza a la
que todos aspiramos. Esta esperanza «sólo puede ser Dios, que abraza el
universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos
alcanzar» (n. 31). Por eso, una de las consecuencias principales del olvido de
Dios es la desorientación que caracteriza nuestras sociedades, que se
manifiesta en la soledad y la violencia, en la insatisfacción y en la pérdida
de confianza, llegando incluso a la desesperación. Fuerte y clara es la llamada
que nos llega de
La crisis de esperanza afecta más fácilmente a las nuevas
generaciones que, en contextos socio-culturales faltos de certezas, de valores
y puntos de referencia sólidos, tienen que afrontar dificultades que parecen
superiores a sus fuerzas. Pienso, queridos jóvenes amigos, en tantos coetáneos
vuestros heridos por la vida, condicionados por una inmadurez personal que es
frecuentemente consecuencia de un vacío familiar, de opciones educativas
permisivas y libertarias, y de experiencias negativas y traumáticas. Para
algunos –y desgraciadamente no pocos–, la única salida posible es una huída
alienante hacia comportamientos peligrosos y violentos, hacia la dependencia de
drogas y alcohol, y hacia tantas otras formas de malestar juvenil. A pesar de
todo, incluso en aquellos que se encuentran en situaciones penosas por haber
seguido los consejos de «malos maestros», no se apaga el deseo del verdadero
amor y de la auténtica felicidad. Pero ¿cómo anunciar la esperanza a estos
jóvenes? Sabemos que el ser humano encuentra su verdadera realización sólo en
Dios. Por tanto, el primer compromiso que nos atañe a todos es el de una nueva
evangelización, que ayude a las nuevas generaciones a descubrir el rostro
auténtico de Dios, que es Amor. A vosotros, queridos jóvenes, que buscáis una
esperanza firme, os digo las mismas palabras que san Pablo dirigía a los cristianos
perseguidos en
San Pablo, testigo de la esperanza
Cuando se encontraba en medio de dificultades y pruebas de distinto tipo, Pablo escribía a su fiel discípulo Timoteo: «Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10). ¿Cómo había nacido en él esta esperanza? Para responder a esta pregunta hemos de partir de su encuentro con Jesús resucitado en el camino de Damasco. En aquel momento, Pablo era un joven como vosotros, de unos veinte o veinticinco años, observante de la ley de Moisés y decidido a combatir con todas sus fuerzas, incluso con el homicidio, contra quienes él consideraba enemigos de Dios (cf. Hch 9,1). Mientras iba a Damasco para arrestar a los seguidores de Cristo, una luz misteriosa lo deslumbró y sintió que alguien lo llamaba por su nombre: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Cayendo a tierra, preguntó: «¿Quién eres, Señor?». Y aquella voz respondió: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (cf. Hch 9,3-5). Después de aquel encuentro, la vida de Pablo cambió radicalmente: recibió el bautismo y se convirtió en apóstol del Evangelio. En el camino de Damasco fue transformado interiormente por el Amor divino que había encontrado en la persona de Jesucristo. Un día llegará a escribir: «Mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2,20). De perseguidor se transformó en testigo y misionero; fundó comunidades cristianas en Asia Menor y en Grecia, recorriendo miles de kilómetros y afrontando todo tipo de vicisitudes, hasta el martirio en Roma. Todo por amor a Cristo.
La gran esperanza está en Cristo
Para Pablo, la esperanza no es sólo un ideal o un
sentimiento, sino una persona viva: Jesucristo, el Hijo de Dios. Impregnado en
lo más profundo por esta certeza, podrá decir a Timoteo: «Hemos puesto nuestra
esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10). El «Dios vivo» es Cristo resucitado y
presente en el mundo. Él es la verdadera esperanza: Cristo que vive con
nosotros y en nosotros y que nos llama a participar de su misma vida eterna. Si
no estamos solos, si Él está con nosotros, es más, si Él es nuestro presente y
nuestro futuro, ¿por qué temer? La esperanza del cristiano consiste por tanto
en aspirar «al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra,
poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en
nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo»
(Catecismo de
El camino hacia la gran esperanza
Jesús, del mismo modo que un día encontró al joven Pablo,
quiere encontrarse con cada uno de vosotros, queridos jóvenes. Sí, antes que un
deseo nuestro, este encuentro es un deseo ardiente de Cristo. Pero alguno de
vosotros me podría preguntar: ¿Cómo puedo encontrarlo yo, hoy? O más bien, ¿de
qué forma Él viene hacia mí?
Dad espacio en vuestra vida a la oración. Está bien rezar
solos, pero es más hermoso y fructuoso rezar juntos, porque el Señor nos ha
asegurado su presencia cuando dos o tres se reúnen en su nombre (cf. Mt 18,20).
Hay muchas formas para familiarizarse con Él; hay experiencias, grupos y
movimientos, encuentros e itinerarios para aprender a rezar y de esta forma
crecer en la experiencia de fe. Participad en la liturgia en vuestras
parroquias y alimentaos abundantemente de
Actuar según la esperanza cristiana
Si os alimentáis de Cristo, queridos jóvenes, y vivís
inmersos en Él como el apóstol Pablo, no podréis por menos que hablar de Él, y
haréis lo posible para que vuestros amigos y coetáneos lo conozcan y lo amen.
Convertidos en sus fieles discípulos, estaréis preparados para contribuir a
formar comunidades cristianas impregnadas de amor como aquellas de las que
habla el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Queridos amigos, como Pablo, sed testigos del Resucitado. Dadlo a conocer a quienes, jóvenes o adultos, están en busca de la «gran esperanza» que dé sentido a su existencia. Si Jesús se ha convertido en vuestra esperanza, comunicadlo con vuestro gozo y vuestro compromiso espiritual, apostólico y social. Alcanzados por Cristo, después de haber puesto en Él vuestra fe y de haberle dado vuestra confianza, difundid esta esperanza a vuestro alrededor. Tomad opciones que manifiesten vuestra fe; haced ver que habéis entendido las insidias de la idolatría del dinero, de los bienes materiales, de la carrera y el éxito, y no os dejéis atraer por estas falsas ilusiones. No cedáis a la lógica del interés egoísta; por el contrario, cultivad el amor al prójimo y haced el esfuerzo de poneros vosotros mismos, con vuestras capacidades humanas y profesionales al servicio del bien común y de la verdad, siempre dispuestos a dar respuesta «a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 P 3,15). El auténtico cristiano nunca está triste, aun cuando tenga que afrontar pruebas de distinto tipo, porque la presencia de Jesús es el secreto de su gozo y de su paz.
María, Madre de la esperanza
San Pablo es para vosotros un modelo de este itinerario de
vida apostólica. Él alimentó su vida de fe y esperanza constantes, siguiendo el
ejemplo de Abraham, del cual escribió en
María, Estrella del mar, guía a los jóvenes de todo el mundo al encuentro con tu divino Hijo Jesús, y sé tú la celeste guardiana de su fidelidad al Evangelio y de su esperanza.
Al mismo tiempo que os aseguro mi recuerdo cotidiano en la oración por cada uno de vosotros, queridos jóvenes, os bendigo de corazón junto a vuestros seres queridos.
Vaticano, 22 de febrero de 2009