Hemiciclo Santa Bernardita, Lourdes
Domingo 14 de septiembre de 2008
Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado:
Ésta es la primera vez desde el comienzo de mi Pontificado que tengo la alegría de encontraros a todos juntos. Saludo cordialmente a vuestro Presidente, Cardenal André Vingt-Trois, y le agradezco las palabras amables y profundas que me ha dirigido en vuestro nombre. También saludo con mucho gusto a los Vicepresidentes y al Secretario General y sus colaboradores. Saludo cordialmente a cada uno de vosotros, Hermanos en el Episcopado, venidos desde todos los rincones de Francia y de ultramar (incluyendo a Monseñor François Garnier, Arzobispo de Cambrai, que celebra hoy en Valenciennes el milenio de Notre-Dame du Saint-Cordón).
Me alegra estar aquí esta tarde con vosotros en el hemiciclo «Santa Bernadette», lugar ordinario de vuestras plegarias y reuniones, donde exponéis vuestras preocupaciones y esperanzas, lugar de vuestros debates y reflexiones. La sala está situada en un lugar privilegiado, cerca de la gruta y las basílicas marianas. Por supuesto, las visitas ad limina permiten reuniros periódicamente con el Sucesor de Pedro en Roma, pero en este momento que estamos viviendo, se nos da la gracia de reafirmar los estrechos vínculos que nos unen al compartir el mismo sacerdocio procedente directamente del de Cristo redentor. Os animo a seguir trabajando en unidad y confianza, en plena comunión con Pedro, que ha venido a confirmar vuestra fe. Como ha dicho Su Eminencia, hora tenéis, y tenemos, muchas preocupaciones. Me consta que os tomáis a pecho trabajar en el nuevo marco definido por la reorganización del mapa de las provincias eclesiásticas, y me alegra profundamente. Quisiera aprovechar esta oportunidad para reflexionar con vosotros sobre algunos temas que sé que son centro de vuestra atención.
La Iglesia –Una, Santa, Católica y Apostólica– os ha hecho nacer por el Bautismo. Os ha llamado a su servicio; a él habéis dedicado la vida, primero como diáconos y sacerdotes, después como obispos. Os manifiesto toda mi estima por esta entrega personal: a pesar de la magnitud de la tarea, que subraya el honor que comporta –honor, onus–, cumplís con fidelidad y humildad la triple función que os es propia con respecto a la grey que se os ha encomendado: enseñar, gobernar, santificar, a la luz de la Constitución Lumen gentium (nn. 25-28) y del Decreto Christus Dominus. Sucesores de los Apóstoles, representáis a Cristo al frente de las diócesis que se os han confiado, y os esforzáis por plasmar la imagen de Obispo dibujada por san Pablo; habéis de crecer continuamente en este sentido, para ser siempre «hospitalarios, amigos de lo bueno, de sanos principios, justos, fieles, dueños de sí, apegados a la doctrina cierta y a la enseñanza sana» (cf. Tt 1,8-9). El pueblo cristiano debe teneros afecto y respeto. La tradición cristiana ha hecho hincapié desde el principio en este punto: «Los que son de Dios y de Jesucristo, están con el Obispo», decía san Ignacio de Antioquía (Ad Phil., 3,2), que añadía también: «A quien el dueño de la casa haya mandado para la administración de la casa, hay que recibirlo como al que lo ha mandado (Ad Ef. 6, 1). Vuestra misión, espiritual sobre todo, consiste, pues, en crear las condiciones necesarias para que los fieles, citando de nuevo a san Ignacio, puedan «cantar al unísono por Jesucristo un himno al Padre» (ibíd., 4, 2) y hacer así de su vida una ofrenda a Dios.
Estáis convencidos con razón de que la catequesis es de fundamental importancia para acrecentar en cada bautizado el gusto de Dios y la comprensión del sentido de la vida. Los dos principales instrumentos que tenéis a disposición, el Catecismo de la Iglesia Católica y el Catecismo de los Obispos de Francia son valiosas bazas. Dan una síntesis armoniosa de la fe católica y permiten anunciar el Evangelio con una fidelidad correspondiente a su riqueza. La catequesis no es tanto una cuestión de método, sino de contenido, como indica su propio nombre: se trata de una comprensión orgánica (kat-echein) del conjunto de la revelación cristiana, capaz de poner a disposición de la inteligencia y el corazón la Palabra de Aquel que dio su vida por nosotros. Así, la catequesis hace resonar en el corazón de todo ser humano una sola llamada siempre renovada: «Sígueme» (Mt 9,9). Una esmerada preparación de los catequistas permitirá la transmisión íntegra de la fe, a ejemplo de san Pablo, el más grande catequista de todos los tiempos, al que miramos con admiración particularmente en este segundo milenio de su nacimiento. En medio de sus preocupaciones apostólicas, exhortaba de este modo: «Vendrá un tiempo en que la gente no soportará la doctrina sana, sino que, para halagarse el oído, se rodearán de maestros a la medida de sus deseos; y, apartado el oído de la verdad, se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4). Conscientes del gran realismo de sus previsiones, os esforzáis con humildad y perseverancia en hacer caso a sus recomendaciones: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y destiempo [...] con toda paciencia y deseo de instruir» (ibíd., 4, 2).
Para llevar a cabo eficazmente esta tarea, necesitáis colaboradores. Por eso se han de alentar más que nunca las vocaciones sacerdotales y religiosas. He sido informado sobre las iniciativas emprendidas animosamente en este campo, y quisiera dar todo mi apoyo a quienes, como Cristo, no tienen miedo de invitar a los jóvenes o menos jóvenes a ponerse al servicio del Maestro que está ahí y llama (cf. Jn 11, 28). Quisiera agradecer cordialmente y alentar a todas las familias, parroquias, comunidades cristianas y movimientos de la Iglesia que son la tierra fértil que da el buen fruto de las vocaciones (cf. Mt 13, 8). En este contexto, no deseo omitir mi agradecimiento por las innumerables oraciones de los verdaderos discípulos de Cristo y de su Iglesia, entre los que se hallan: sacerdotes, religiosos y religiosas, ancianos o enfermos, también reclusos, que durante décadas han elevado sus plegarias a Dios para cumplir el mandato de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). El Obispo y las comunidades de fieles deben, por lo que les concierne, favorecer y acoger las vocaciones sacerdotales y religiosas, apoyándose en la gracia otorgada por el Espíritu Santo para el necesario discernimiento. Sí, queridos Hermanos en el Episcopado, seguid llamando al sacerdocio y a la vida religiosa, como Pedro echó las redes por orden del Maestro, tras pasar una noche de pesca sin obtener nada (cf. Lc 5,5).
Nunca se repetirá bastante que el sacerdocio es esencial para la Iglesia, por el bien mismo del laicado. Los sacerdotes son un don de Dios para la Iglesia. No pueden delegar sus funciones a los fieles en lo que se refiere a las misiones que les son propias. Queridos Hermanos en el Episcopado, os invito a seguir solícitos para ayudar a vuestros sacerdotes a vivir en íntima unión con Cristo. Su vida espiritual es el fundamento de su vida apostólica. Exhortadles con dulzura a la oración cotidiana y a la celebración digna de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación, como lo hacía San Francisco de Sales con sus sacerdotes. Todo sacerdote debe poder sentirse dichoso de servir a la Iglesia. A ejemplo del cura de Ars, hijo de vuestra tierra y patrono de todos los párrocos del mundo, no dejéis de reiterar que un hombre no puede hacer nada más grande que dar a los fieles el cuerpo y la sangre de Cristo, y perdonar los pecados. Tratad de estar atentos a su formación humana, intelectual y espiritual, y a sus recursos para vivir. Pese a la carga de vuestras gravosas ocupaciones, intentad encontraros con ellos regularmente, sabiéndolos acoger como hermanos y amigos (cf. Lumen gentium, 28; Christus Dominus, 16). Los sacerdotes necesitan vuestro afecto, vuestro aliento y solicitud. Estad a su lado y tened una atención especial con los que están en dificultad, los enfermos o de edad avanzada (cf. Christus Dominus, 16). No olvidéis que, como dice el Concilio Vaticano II usando una espléndida expresión de san Ignacio de Antioquía a los Magnesios, son «la corona espiritual del Obispo» (Lumen gentium, 41).
El culto litúrgico es la expresión suprema de la vida sacerdotal y episcopal, como también de la enseñanza catequética. Queridos Hermanos, vuestro oficio de santificar a los fieles es esencial para el crecimiento de la Iglesia. Me he sentido impulsado a precisar en el “Motu proprio” Summorum Pontificum las condiciones para ejercer esta responsabilidad por lo que respecta a la posibilidad de utilizar tanto el misal del Beato Juan XXIII (1962) como el del Papa Pablo VI (1970). Ya se han dejado ver los frutos de estas nuevas disposiciones, y espero el necesario apaciguamiento de los espíritus que, gracias a Dios, se está produciendo. Tengo en cuenta las dificultades que encontráis, pero no me cabe la menor duda de que podéis llegar, en un tiempo razonable, a soluciones satisfactorias para todos, para que la túnica inconsútil de Cristo no se desgarre todavía más. Nadie está de más en la Iglesia. Todos, sin excepción, han de poder sentirse en ella “como en su casa”, y nunca rechazados. Dios, que ama a todos los hombres y no quiere que ninguno se pierda, nos confía esta misión haciéndonos Pastores de su grey. Sólo nos queda darle gracias por el honor y la confianza que Él nos otorga. Por tanto, esforcémonos por ser siempre servidores de la unidad.
¿Qué otros temas requieren mayor atención? Las respuestas pueden variar de una diócesis a otra, pero hay sin duda un problema particularmente urgente que aparece en todas partes: la situación de la familia. Sabemos que el matrimonio y la familia se enfrentan ahora a verdaderas borrascas. Las palabras del evangelista sobre la barca en la tempestad en medio del lago se pueden aplicar a la familia: «Las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua» (Mc 4,37). Los factores que han llevado a esta crisis son bien conocidos y, por tanto, no me demoraré en enumerarlos. Desde hace algunas décadas, las leyes han relativizado en diferentes países su naturaleza de célula primordial de la sociedad. A menudo, las leyes buscan acomodarse más a las costumbres y a las reivindicaciones de personas o de grupos particulares que a promover el bien común de la sociedad. La unión estable entre un hombre y una mujer, ordenada a construir una felicidad terrenal, con el nacimiento de los hijos dados por Dios, ya no es, en la mente de algunos, el modelo al que se refiere el compromiso conyugal. Sin embargo, la experiencia enseña que la familia es el pedestal sobre el que descansa toda la sociedad. Además, el cristiano sabe que la familia es también la célula viva de la Iglesia. Cuanto más impregnada esté la familia del espíritu y de los valores del Evangelio, tanto más la Iglesia misma se enriquecerá y responderá mejor a su vocación. Por otra parte, conozco y aliento ardientemente los esfuerzos que hacéis para dar vuestro apoyo a las diferentes asociaciones dedicadas a ayudar a las familias. Tenéis razón en mantener, incluso a costa de ir contracorriente, los principios que son la fuerza y la grandeza del Sacramento del Matrimonio. La Iglesia quiere seguir siendo indefectiblemente fiel al mandato que le confió su Fundador, nuestro Maestro y Señor Jesucristo. Nunca deja de repetir con Él: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6). La Iglesia no se ha inventado esta misión, sino que la ha recibido. Ciertamente, nadie puede negar que ciertos hogares atraviesan pruebas, a veces muy dolorosas. Habrá que acompañar a los hogares en dificultad, ayudarles a comprender la grandeza del matrimonio y animarlos a no relativizar la voluntad de Dios y las leyes de vida que Él nos ha dado. Una cuestión particularmente dolorosa, lo sabemos bien, es la de los divorciados y vueltos a casar. La Iglesia, que no puede oponerse a la voluntad de Cristo, mantiene con firmeza el principio de la indisolubilidad del matrimonio, rodeando siempre del mayor afecto a quienes, por los más variados motivos, no llegan a respetarla. No se pueden aceptar, pues, las iniciativas que tienden a bendecir las uniones ilegítimas. La Exhortación Apostólica Familiaris consortio ha indicado el camino abierto por una concepción respetuosa de la verdad y de la caridad.
Queridos Hermanos, sé bien que los jóvenes están en el centro de vuestras preocupaciones. Les dedicáis mucho tiempo, y hacéis bien. Como bien sabéis, acabo de encontrarme con una multitud de ellos en Sidney, durante la Jornada Mundial de la Juventud. He apreciado su entusiasmo y su capacidad para dedicarse a la oración. Incluso viviendo en un mundo que les halaga y estimula sus bajos instintos, cargando ellos también el lastre bien pesado de herencias difíciles de asumir, los jóvenes conservan una lozanía de espíritu que me ha admirado. He hecho un llamamiento a su sentido de responsabilidad, invitándoles a apoyarse siempre en la vocación que Dios les concedió el día de su Bautismo. “Nuestra fuerza es lo que Cristo quiere de nosotros”, decía el Cardenal Jean-Marie Lustiger. Durante su primer viaje a Francia, mi venerado Predecesor transmitió a los jóvenes de vuestro País un mensaje que no ha perdido nada de su actualidad, y que fue acogido entonces con un fervor inolvidable. “La permisividad moral no hace feliz al hombre”, proclamó en el Parque de los Príncipes entre aplausos atronadores. El buen sentido que inspiró esa sana reacción de su auditorio, no ha muerto. Ruego al Espíritu Santo que hable al corazón de todos los fieles y, en general, al de todos vuestros compatriotas, para darles -o hacerles ver- el gusto de llevar una vida según los criterios de una felicidad verdadera.
En el Elíseo, mencioné el otro día la originalidad de la situación francesa, que la Santa Sede desea respetar. En efecto, estoy convencido de que las Naciones nunca deben aceptar que desaparezcan lo que forma su identidad propia. En una familia, sus miembros, aun teniendo el mismo padre y la misma madre, no son sujetos indiferenciados, sino personas con su propia individualidad. Esto vale también para los Países, que han de estar atentos a salvaguardar y desarrollar su propia cultura, sin dejarse absorber nunca por otras o ahogarse en una insulsa uniformidad. “La nación es, en efecto -retomando las palabras del Papa Juan Pablo II- la gran comunidad de los hombres qué están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura. La nación existe ‘por’ la cultura y ‘para’ la cultura, y así es ella la gran educadora de los hombres para que puedan ‘ser más’ en la comunidad” (Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 14). En esta perspectiva, resaltar las raíces cristianas de Francia permitirá a cada uno de los habitantes de este País comprender mejor de dónde viene y adónde va. Por tanto, en el marco institucional vigente y con el máximo respeto por las leyes en vigor, habrá que encontrar una nueva manera de interpretar y vivir en lo cotidiano los valores fundamentales sobre los que se ha edificado la identidad de la Nación. Vuestro Presidente ha hecho alusión a esta posibilidad. Los presupuestos sociopolíticos de la antigua desconfianza o incluso de hostilidad se desvanecen paulatinamente. La Iglesia no reivindica el puesto del Estado. No quiere sustituirle. La Iglesia es una sociedad basada en convicciones, que se sabe responsable de todos y no puede limitarse a sí misma. Habla con libertad y dialoga con la misma libertad con el deseo de alcanzar la libertad común. Gracias a una sana colaboración entre la comunidad política y la Iglesia, realizada con la conciencia y el respeto de la independencia y de la autonomía de cada una en su propio campo, se lleva a cabo un servicio al ser humano con miras a su pleno desarrollo personal y social. Diversos puntos, primicias de otros que podrán añadirse según sea necesario, han sido ya examinados y resueltos en el ámbito de la “Comisión de Diálogo entre la Iglesia y el Estado”. De ésta forma parte naturalmente, en virtud de la misión que le es propia y en nombre de la Santa Sede, el Nuncio Apostólico, que está llamado a seguir activamente la vida de la Iglesia y su situación en la sociedad.
Como sabéis, mis Predecesores, el Beato Juan XXIII, que fue Nuncio en París, y el Papa Pablo VI, instituyeron Secretariados que, en 1988, se convirtieron en el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y en el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. Pronto se añadieron la Comisión para las Relaciones con el Hebraísmo y la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Musulmanes. Estas estructuras son una especie de reconocimiento institucional y conciliar de un sinnúmero de iniciativas y actividades anteriores. Comisiones o consejos similares existen ya en vuestra Conferencia Episcopal y en vuestras diócesis. Su existencia y su funcionamiento demuestran la voluntad de la Iglesia de continuar desarrollando el diálogo bilateral. La reciente Asamblea plenaria del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso ha puesto de relieve que el verdadero diálogo requiere, como condición fundamental, una buena formación en quienes lo promueven y un discernimiento clarificador para avanzar poco a poco en el descubrimiento de la Verdad. El objetivo del diálogo ecuménico e interreligioso, diferentes obviamente por su naturaleza y finalidad respectivas, es la búsqueda y la profundización de la Verdad. Se trata de una tarea noble y obligatoria para todo hombre de fe, pues Cristo mismo es la Verdad. Construir puentes entre las grandes tradiciones eclesiales cristianas y el diálogo con otras tradiciones religiosas, exige un esfuerzo real de conocimiento recíproco, porque la ignorancia destruye más que construye. Además, no es más que la Verdad la que permite vivir auténticamente el doble mandamiento del amor que nos dejó nuestro Salvador. Ciertamente, hemos de seguir con atención las diversas iniciativas emprendidas y discernir las que favorecen el conocimiento y el respeto recíproco, así como la promoción del diálogo, y evitar las que llevan a callejones sin salida. No basta la buena voluntad. Creo que es bueno comenzar por escuchar, pasar después a la discusión teológica, para llegar finalmente al testimonio y al anuncio de la misma fe (Cf. Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización, 3 de diciembre de 2007. n. 12). Que el Espíritu Santo os conceda el discernimiento que debe caracterizar a todo Pastor. San Pablo recomienda: “Examinadlo todo, quedándoos con lo bueno” (1 Ts 5,21). La sociedad globalizada, multicultural y multirreligiosa en que vivimos, es una oportunidad que el Señor nos da para proclamar la Verdad y llevar a la práctica el Amor, con el fin de llegar a todo ser humano sin distinción, más allá incluso de los límites de la Iglesia visible.
El año anterior a mi elección a la Sede de Pedro tuve la alegría de venir a vuestro País para presidir las ceremonias conmemorativas del sexagésimo aniversario del desembarco en Normandía. Pocas veces como entonces, sentí el apego de los hijos e hijas de Francia por la tierra de sus antepasados. Francia celebraba entonces su liberación temporal, tras una guerra cruel que se cobró muchas víctimas. Lo que conviene ahora es lograr una auténtica liberación espiritual. El hombre necesita siempre verse libre de sus temores y de sus pecados. El hombre debe aprender o reaprender constantemente que Dios no es su enemigo, sino su Creador lleno de bondad. Necesita saber que su vida tiene un sentido y que, al final de su recorrido sobre la tierra, le espera participar por siempre en la gloria de Cristo en el cielo. Vuestra misión es llevar a la porción del Pueblo de Dios confiada a vuestro cuidado al reconocimiento de este final glorioso. Quisiera que vierais aquí mi admiración y gratitud por todo lo que hacéis por avanzar en esta dirección. Estad seguros de mi oración cotidiana por cada uno de vosotros. Y creedme si os digo que nunca dejo de pedir al Señor y a su Madre que os guíen en vuestro camino.
Queridos Hermanos en el Episcopado, con alegría y emoción os encomiendo a Nuestra Señora de Lourdes y a Santa Bernadette. El poder de Dios se ha manifestado siempre en la debilidad. El Espíritu Santo ha lavado siempre la suciedad, regado lo árido, enderezado lo torcido. Cristo Salvador, que ha tenido a bien convertirnos en instrumentos para transmitir su amor a los hombres, nunca dejará de haceros crecer en la fe, la esperanza y la caridad, para daros el gozo de llevar a Él un número creciente de hombres y mujeres de nuestro tiempo. A la vez que os confío a su fuerza de Redentor, os imparto a todos y de corazón una afectuosa Bendición Apostólica.
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