1. Como ya había anunciado el miércoles pasado, he decidido retomar en las catequesis el comentario a los salmos y cánticos que forman parte de las Vísperas, utilizando los textos preparados por mi predecesor, Juan Pablo II.
El Salmo 120 que hoy meditamos, forma parte de la colección de «cánticos de las ascensiones», es decir, de la peregrinación hacia el encuentro con el Señor en el templo de Sión. Es un Salmo de confianza, pues en él resuena en seis ocasiones el verbo hebreo «shamar», «custodiar», «proteger». Dios, cuyo nombre se evoca repetidamente, aparece como el «guardián» siempre despierto, atento y lleno de atenciones, el centinela que vela por su pueblo para defenderlo de todo riesgo y peligro. El canto comienza con una mirada del orante dirigida hacia lo alto, «a los montes», es decir, las colinas sobre las que se alza Jerusalén: desde allí arriba viene la ayuda, pues allí vive el Señor en su templo santo (Cf. versículos 1-2). Ahora bien, los «montes» pueden hacer referencia también a los lugares en los que surgen los santuarios idólatras, las así llamadas «alturas», condenadas con frecuencia por el Antiguo Testamento (Cf. 1 Reyes 3,2; 2 Reyes 18,4). En este caso, se daría un contraste: mientras el peregrino avanza hacia Sión, sus ojos se fijan en los templos paganos, que constituyen una gran tentación. Pero su fe es firme y tiene una certeza: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Salmo 120, 2).
2. Esta confianza es ilustrada en el Salmo con la imagen del guardián y del centinela que, vigilan y protegen. Se alude también al pie que no resbala (Cf. versículo 3) en el camino de la vida y quizá al pastor que en la pausa nocturna vela por su grey sin dormirse (cfr v. 4). El pastor divino no descansa en el cuidado de su pueblo.
Aparece después otro símbolo, el de la «sombra», que implica la reanudación del viaje durante el día soleado (Cf. versículo 5). Viene a la mente la histórica marcha en el desierto del Sinaí, donde el Señor camina al frente de Israel «de día en columna de nube para guiarlos por el camino» (Éxodo 13, 21). En el Salterio con frecuencia se reza de este modo: «a la sombra de tus alas escóndeme...» (Salmo 16, 8; Cf. Salmo 90, 1).
3. Tras la vigilia y la sombra, aparece un tercer símbolo, el del Señor que «está a la derecha» de su fiel (Cf. Salmo 120,5). Es la posición del defensor, tanto militar como en un proceso: es la certeza de no quedar abandonados en el momento de la prueba, del asalto del mal, de la persecución. Al llegar a este punto, el salmista retoma la idea del viaje durante el día caliente en el que Dios nos protege del sol incandescente.
Pero al día le sigue la noche. En la antigüedad se creía que los rayos lunares también eran nocivos, causa de fiebre o de ceguera, o incluso de locura. Por este motivo, el Señor nos protege también en la noche (Cf. versículo 6).
El Salmo llega al final con una declaración sintética de confianza: Dios nos custodiará con amor en todo instante, guardando nuestra vida humana de todo mal (Cf. versículo 7). Cada una de nuestras actividades, resumida con los verbos extremos de «entrar» y «salir», se encuentra bajo la mirada vigilante del Señor, cada uno de nuestros actos y todo nuestro tiempo, «ahora y por siempre» (versículo 8).
4. Queremos comentar ahora esta última declaración de confianza con un testimonio espiritual de la antigua tradición cristiana. De hecho, en el «Epistolario» de Barsanufio de Gaza (fallecido hacia la mitad del siglo VI), asceta de gran fama, al que se dirigían monjes, eclesiásticos y laicos por la sabiduría de su discernimiento, se recuerda en varias ocasiones el versículo del Salmo: «El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma». De este modo, quería consolar a quienes compartían con él sus propias fatigas, las pruebas de la vida, los peligros, las desgracias.
En una ocasión Barsanufio respondió a un monje que le pedía rezar por él y por sus compañeros incluyendo en su augurio este versículo: «Hijos míos amados, os abrazo en el Señor, suplicándole que os guarde de todo mal y que os dé la fuerza para soportar como a Job, la gracia como a José, la mansedumbre como a Moisés, el valor en los combates como a Josué, el hijo de Nun, el dominio de los pensamientos como a los jueces, el sometimiento de los enemigos como a los reyes David y Salomón, la fertilidad de la tierra como a los israelitas… Que os conceda la remisión de vuestros pecados con la curación del cuerpo como al paralítico. Que os salve de las olas como a Pedro, que os saque de la tribulación como a Pablo y a los demás apóstoles. Que os guarde de todo mal, como a sus verdaderos hijos y os conceda lo que le pide vuestro corazón para el bien del alma y del cuerpo en su nombre. Amén» (Barsanufio y Juan de Gaza,« Epistolario», 194: «Collana di Testi Patristici», XCIII, Roma 1991, pp. 235-236).