DISCURSO PRONUNCIADO POR EL SUBSECRETARIO DEL PONTIFICIO CONSEJO PARA LOS LAICOS DE LA SANTA SEDE, GUZMÁN CARRIQUIRY LECOUR
Aug 27, 2008
A 60 años de la Declaración de los
Derechos del Hombre. La cuestión de los fundamentos: entre la tradición jusnaturalista
y el relativismo cultural
Palabras introductorias
Me siento muy agradecido por el “Doctorado Honoris Causa”
con el que la
Universidad FASTA de Mar de Plata ha querido honrarme. Mi
saludo se dirige ante todo al Ilustre Rector de esta Universidad, a todo su
cuerpo académico y a su estudiantado. Saludo y agradezco también a las
autoridades civiles, militares y eclesiásticas que han querido estar presentes
en este acto.
El alto reconocimiento que se me ha conferido me llega muy
hondo al corazón. Y ello, por tres motivos fundamentales. El primero es que
siempre me he definido y presentado como uruguayo-argentino, rioplatense,
sudamericano, latinoamericano, que, por desproporcionados designios de la Providencia, trabaja desde
hace más de 30 años en la
Santa Sede, centro de la catolicidad. En segundo lugar, porque
no obstante las muy absorbentes y delicadas responsabilidades en el servicio de
la Santa Sede
nunca he querido abandonar tareas docentes y de investigación como “profesor invitado”
en muy diversas Universidades de varios países. En tercer lugar, porque me une
una profunda amistad con FASTA, asociación internacional de fieles reconocida
por la Santa Sede,
y, en primer lugar, con su fundador, el Reverendo y querido Padre, Fr. Dr.
Aníbal Fósbery, forjada en una inquebrantable comunión eclesial.
El tema que he escogido para esta disertación tiene presente
que dentro de sólo cuatro meses se conmemorará el 60 aniversario de la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre, votada por la Asamblea General de
las Naciones Unidas el 19 de diciembre de 1948, documento altamente expresivo
de la conciencia ética de la humanidad contemporánea. 60 años después, la cuestión de los fundamentos de los
derechos humanos, entre la tradición jusnaturalista y el actual relativismo
cultural, nos introduce en temas fundamentales destacado spor el magisterio de
S.S. Benedicto XVI y, a la vez, congeniales a los horizontes de reflexión y
acción de la Fraternidad
de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino.
La primera batalla por la justicia en el Nuevo Mundo
La conciencia de la dignidad de la persona, que es la raíz
de los derechos humanos, está inscrita dramáticamente en la gestación de los
nuevos pueblos indo-ibero-americanos, al alba de la modernidad, en una dialéctica
contradictoria entre evangelización y conquista, dominación y fraternidad.
Sólo 12años después del desembarco de Cristóbal Colón en la
isla de Guahananí, el testamento de la reina Isabel, la Católica, suplicaba que
no se admita ni permita “que los indígenas de las islas y de tierra firme,
conquistadas o por conquistar, sufran el menor daño en sus personas y en sus
bienes y, por contrario, mando que sean tratados con justicia y humanidad, y
que sean reparados todos los daños que hayan podido sufrir”, aboliendo en todo
caso su esclavitud1. Apenas7 años más tarde, en la Navidad de 1511,
interpelando proféticamente a los primeros colonos españoles asentados en la
isla La Española,
se levantaba el clamor de la primera predicación documentada en tierras del
Nuevo Mundo, la del dominico Fray Antonio de Montesinos: “(...) Todos estáis en
pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con
estas inocentes gentes (...). Éstos, ¿no son hombres?, ¿no tienen ánimas
racionales?, ¿no sois obligados a amarlos como vosotros mismos?”2.
Ante la lógica de hierro de la conquista y de la explotación de la mano de obra
indígena, se desatará entonces lo que el historiador Lewis Hancke llama “la
primera gran batalla por la justicia en América”3. Sus “adelantados”
y protagonistas serán, sobre todo, multitudes de misioneros, entre los que
descollará la gesta infatigable y apasionada de Fray Bartolomé de las Casas.
Esa legión de misioneros recibió de la “primera
escolástica”, la de San Anselmo, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, y
del tomismo renacentista ibérico, o “segunda escolástica”, la de Cayetano,
Vitoria, Soto, Fonseca y Cano, especialmente por medio de la “escuela de
Salamanca”, un legado fecundo y una teorización académica muy profunda sobre el
derecho natural, apoyado teológicamente en la ley eterna de Dios y configurado
como “derecho de gentes” en tiempos del primer salto de globalización
ecuménica, que los mismos misioneros aplicaron proféticamente a la situación
histórica de los indios americanos. Es la “escuela de Salamanca”, al desatar la
vasta polémica de los “justos títulos”, que pone en cuestión la legitimidad de
la conquista, conmoviendo a la
Corona española. Cuando la conquista se convierte en hecho
consumado, es esa batalla teórica y práctica por la justicia que impone el
reconocimiento de los indios en su condición humana de seres racionales y
libres, en su dignidad de personas, creadas a imagen y semejanza de Dios,
llamadas a ser hijos de Dios por el bautismo y libres vasallos de la Corona en el territorio del
Nuevo Mundo. Fueron considerados, pues, sujetos de derechos inherentes a toda
persona humana, como el derecho a la vida, a la libertad de conciencia, a la
libertad de residencia, a la propiedad de sus bienes, dominios y señoríos, a la
convivencia pacífica, ala libertad de trabajo y al justo salario, a la
administración de la justicia conforme a la ley, a la libre organización de sus
comunidades y autoridades políticas. No podía imponérseles la fe cristiana por
la fuerza, ni cabía el derecho de hacerles la guerra o convertirlos en esclavos
por rebelión, rescate, idolatría, ni por cualquier otro motivo4. La Bula del papa Pablo III, Sublimis
Deus, del 15375 y las “leyes nuevas de Indias” del 15426son
dos cartas magnas de derechos humanos.
Si bien la dura realidad de la conquista y la explotación de
los indígenas prevaleció sobre las disposiciones de la ley – que, como
afirmaban los colonizadores, “se acata pero no se cumple” – y sobre las
persistentes denuncias y reivindicaciones de los misioneros, esa conciencia de
dignidad de la persona y de sus derechos naturales quedará sembrada en el ethos
de los pueblos iberoamericanos y re-emergerá periódicamente como tremenda
crítica de toda reducción de la persona a cosa, instrumento, fuerza bruta de
trabajo, mercancía, partícula de la naturaleza o elemento anónimo de la
sociedad.
La genealogía de los derechos humanos
Es fundamental recordar ese debate que conmovió a los
mejores hombres de España y América porque se trató de un tiempo denso y
privilegiado, propulsor del proceso de gestación de los derechos humanos en
América Latina, que confluirá luego en la formación del pensamiento jurídico
europeo y universal.
“La idea del derecho natural – escribe Jacques Maritain en
su estudio sobre Los derechos humanos y la ley natural7 – es
una herencia del pensamiento cristiano y del pensamiento clásico. Ella no
proviene de la filosofía del siglo XVIII que más o menos la deformó; procede
antes de Grocius, y antes de él, de Suárez y Francisco de Vitoria y, más lejos,
de S. Tomás de Aquino, de S: Agustín y de los Padres de la Iglesia, y de San Pablo;
y, más lejos todavía, de Cicerón, de los Estoicos, de los grandes moralistas de
la antigüedad y de sus grandes poetas, de Sófocles en particular. Antífona es
la heroína eterna del derecho natural, la que los Antiguos llamaban ‘ley no
escrita’, nombre éste que mejor le conviene”.
A la luz de esa tradición, la “segunda escolástica” fue el
pensamiento rector de las numerosas universidades fundadas en las colonias
hispano-americanas desde las primeras décadas del “siglo de oro” español8.
En ella se formaron generaciones de los patriciados hispano-americanos, si bien
comienza a languidecer a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Francisco Suárez
fue la culminación barroca de la segunda escolástica ejerciendo, junto con
Gabriel Vázquez, la mayor influencia entre maestros y estudiantes, sobre todo
en el virreinato del Río de la
Plata9.La filosofía política de Suárez consideraba
el pueblo como depositario del poder por disposición divina: omnis potestas
a Deo, per populum. De tal modo, cuando la monarquía española se vuelve
acéfala por la invasión de España por las tropas napoleónicas, los juristas y
próceres de las Juntas de auto-gobierno americano, con las que comienza el
proceso de independencia, recurren a las teorías de Suárez para legitimar la
reasunción de la soberanía por parte de los pueblos americanos.
Un honesto iluminista contemporáneo, como Jürgen Habermas,
reconoce esta tradición, discutiéndola juntamente con Joseph Ratzinger. En un
momento del diálogo que los dos intelectuales tuvieron en Munich (Baviera), a
principios de 2004, Habermas habla del liberalismo político y de los
fundamentos normativos del Estado democrático, observando que “la historia de
la teología cristiana en el Medioevo, especialmente la tardía escolástica
española, se encuadra ciertamente en la genealogía de los derechos humanos”.
Ratzinger le responden hablando de la gestación del jusgentium, desde la tradición
del derecho natural, precisamente en el tiempo en que el mundo
europeo-cristiano traspasa sus propias fronteras y encuentra otros pueblos10.
Ha sido, además, muy significativo que el Papa Benedicto XVI haya querido
recordar explícitamente a Francisco de Vitoria en su muy reciente discurso a la Asamblea General
de las Naciones Unidas, como “precursor de la idea de las Naciones Unidas”
a la luz “de la razón natural compartida por todas las naciones (...)”11.
Habermas, que representa la más alta tradición iluminista en el mundo
contemporáneo, reconoce la importancia del derecho natural en la definición de
los derechos humanos yen la gestación de la democracia y, por lo tanto,
legitima una posible concordia con la tradición cristiana.
En la continuidad de la tradición jusnaturalista
Los próceres del proceso de emancipación y de la formación
de los nuevos Estados independientes en América Latina no tuvieron mayores
dificultades en pasar de la tradición jusnaturalista - que venía de Santo
Tomás, pasaba por Francisco de Vitoria y culminaba en Francisco Suárez -, a
John Locke, Puffendorf, Montesquieu y Rousseau, bajo la difusión de estas
corrientes de pensamiento en el “siglo de las luces”.
La revolución francesa tuvo en tierras ibero-americanas
fuertes influjos intelectuales (despojada de su jacobinismo) y la revolución
americana fuerte atracción e influencias políticas12. La ilustración
católica, que tiene vigencia en los mundos hispano-americanos desde 1750 a 1840 y que intentó ser
un movimiento de actualización histórica y de reformas modernizadoras del rezagado
Imperio español, facilitó ese pasaje13. El gramático y constitucionalista
Andrés Bello, chileno, venezolano, americano, autor de los “Principios de
Derecho Internacional” que entre 1837 y 1844 fue publicado en Caracas, Bogotá,
Lima y Valparaíso, entre otros centros, es la personificación más ilustrativa
de ese pasaje, con las ambigüedades de un pensamiento ecléctico, oscilante
entre cierta filiación a la concepción jusnaturalista del derecho y una cierta
apertura a las corrientes racionalistas y positivistas de la época.
En efecto, desde el nacimiento del constitucionalismo
moderno, en el siglo XVIII, fue común comenzar con una Declaración de Derechos
(parte dogmática), como documento solemne antepuesto a la parte de las
Constituciones escritas que regulan la actividad de los órganos estatales
(parte orgánica). Así es desde la primera Constitución, la de Virginia (1776),
de la federal norteamericana de1787 con las enmiendas de 1791, y de la francesa,
con su célebre declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Estas
fuentes confluyen en la
Constitución española de Cádiz de 1812, que será la matriz
principal de las Constituciones latinoamericanas a la hora de la independencia.
Ahora bien, esa parte dogmática, de declaración de derechos, que existe en
todas las constituciones modernas, con variantes, es calificada por el más
eminente jurista positivista de nuestro tiempo, el neokantiano Kelsen, como
“específica ideología jusnaturalista”. Reconoce él también que el
jusnaturalismo es el progenitor de facto y de jure de las
Declaraciones de derechos humanos. Sin el uno, no hay el otro. Reafirma Kelsen
con exactitud: “Es la idea de los derechos innatos e indestructibles, y de los
derechos adquiridos por el individuo, idea que siempre ha surgido con la
pretensión de señalar límites absolutos al Derecho positivo”14. Nada
más claro al respecto que las “verdades evidentes por si mismas” de la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos: “todos los hombres han sido creados
iguales; dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; entre estos
derechos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. También es
clara la Declaración
de derechos del hombre y del ciudadano, del 26 de agosto de 1789, cuando se refiere
a “los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre”.
No hay que olvidar que el clero no tuvo dificultades para
votar la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en la asamblea
constituyente en Francia; fue la Constitución civil del clero, o sea la tendencia
de sujeción de la Iglesia
al Estado, según la tradición “regalista”, jansenista y galicana, lo que
produjo una ruptura insalvable con el proceso de la revolución francesa. Mucho
menos dificultades tuvieron los católicos en Estados Unidos en aceptar, incluso
con entusiasmo, los principios de la declaración de independencia y la Constitución federal de
los Estados Unidos. Tanto en Francia como en Estados Unidos, tales declaraciones
de derechos comenzaron con la invocación de Dios, su fundamento, el Logos en el
que participa la razón natural. En ambas, el iluminismo deísta cimentó los
derechos humanos en Dios.
Desgarramiento y contraposición
Es significativo que la primera obra que se escribe con el
título de “Los derechos humanos” es de Thomas Paine, en 1791, en el que se
unifican las revoluciones norteamericana y francesa, ambas con Dios como
fundamento, pero, a la vez, Paine es enemigo radical de todas las iglesias y
religiones históricas, y cree estar en la “edad de la razón”. Por efectos de
las divisiones de múltiples confesiones cristianas y de sus guerras de
religión, los filósofos (deístas) separaron y contrapusieron, por una parte la
teología natural y, por otra, la revelación de Dios y la fe eclesial, negando
lo que entendían como contingente, histórico y conflictivo. Si las Iglesias se
separaban entre sí, entonces era la razón lo que podía y debía ser factor
soberano de unión. Es el breve paso por el deísmo, que termina considerando a
Dios, conforme al pensamiento kantiano, sólo como postulado de la razón. De
allí el ecumenismo de la religión natural oracional, que encarnó ejemplarmente
en la Masonería,
como intento de síntesis universal, tomando como base el mínimo común
denominador del Supremo Arquitecto, y acogiendo en su seno a todas las
particularidades religiosas como particularidades secundarias, no esenciales15.
El breve pasaje histórico-cultural de la Ilustración católica
muestra pronto toda la fragilidad y ambigüedad de su pensamiento ecléctico,
mezclando una escolástica empobrecida y desgastada con las nuevas vigencias
intelectuales racionalistas. Se nuestra incapaz de una nueva síntesis, y queda
bajo la hegemonía de la tradición niluminista inglesa y francesa, hostiles a la Iglesia católica. Coincide
con tiempos de la máxima invertebración histórica de la Iglesia, abatido su centro
unificador y totalmente sujetas las Iglesias locales por los Estados.
Si la tradición del jusnaturalismo se representaba
esquemáticamente por el Derecho entres escalones – Derecho Divino, o el mismo
Dios en el que coinciden absolutamente ser y deber, y su revelación bíblica,
Derecho Natural que es la impresión de la Ley de Dios en la conciencia del hombre y Derecho
positivo, histórico, que se mide por los dos escalones superiores -, la
tradición iluminista europea, radicalizando su racionalismo en el curso del
siglo XIX, pierde su referencia a Dios en amplios sectores, se vuelve
irreligiosa o anti-religiosa, y en consecuencia abandona el fundamento sobre
los que se asentaban los derechos humanos. La tradición iluminista
norteamericana, en vez, que no es ideología de combate contra un “Antien
Regime” inexistente en tierras del Nuevo Mundo, mantiene la referencia a Dios
como fundamento, pero a alto nivel de abstracción. En modo reactivo, y también
contaminado por las arraigadas inercias anacrónicas de alianza entre el trono y
el altar, el pensamiento católico decimonónico se vuelve crítico, sospechoso y
resistente contra las declaraciones de los derechos humanos y los paradigmas
democráticos, sin la capacidad de advertir que esos mismos derechos resultan
inexplicables, en su origen, sin la referencia a la “revolución copernicana”
del cristianismo respecto a la persona y que proceden de la tradición cristiana
bajo forma jusnaturalistas
La universalización de los derechos humanos
El renacimiento tomista de finales del siglo XIX alimenta lo
que puede llamarse la “tercera escolástica”. Por medio de ella se fue
reconstituyendo la historia anterior al jusnaturalismo del siglo XVIII. Se
descubrió que detrás de Grocio yde Locke – antes imaginados como puros
iniciadores – está la gran escolástica del “siglo de oro”. Sin Suárez no se
comprende Locke. Sin Gabriel Vázquez no se comprende Puffendorf. Desde la
década de 1920 esta tercera escolástica se convirtió en pensamiento mayoritario
en la Iglesia
católica con Rommen(El eterno retorno del derecho natural),
Renard, Delos y muchos otros, pero será sobretodo Jacques Maritain que sabrá
reasumir a Santo Tomás en manera notablemente creativa, cuya filosofía política
se expresará en su “Humanismo Integral” demediados de los años ’3016.
Guerras mundiales y totalitarismos del siglo XX – que fueron
devastación de lo humano y hecatombe de su dignidad y derechos -acercaron a
católicos y protestantes, junto con liberales y socialdemócratas, en diálogo
también con otras corrientes ideológicas y religiosas, bajando el nivel de
contraposiciones entre ellos e incrementando redes de cooperación en la
reconstrucción democrática y la reafirmación de los derechos humanos. No en
vano en plena guerra mundial, en su Radio-Mensaje de Navidad de 1942, Pío II ya
había reasumido toda su política de paz y reconstrucción sobre la base del
respeto de la dignidad y de los derechos del hombre: “El que desee que la paz
reine otra vez en el mundo debe hacer todo lo posible para devolver a la
persona la dignidad que le confirió Dios en el comienzo; debe resistir la
regimentación de los seres humanos como si fueran una masa sin alma; debe promover
la observancia e implementar prácticamente los derechos de la persona”17.
Y en la Navidad
de 1944 expresaba:“La tendencia hacia la democracia penetra cada vez más a los
pueblos”18.De tal modo, el magisterio eclesial comenzaba la asunción
explícita y la transfiguración de una de las herencias más preciosas de la Ilustración: los derechos
humanos. Pío XII será así el impulsor de las “democracias cristianas” en Europa
y en América Latina.
La mayor irradiación del pensamiento católico democrático
fue la de Jacques Maritain, combatiente contra el fascismo y el nazismo, que,
en 1942, aún incierto el destino de la guerra mundial, en su célebre obra Los
derechos humanos y la ley natural l9, escribió: “En la medida en
que sea posible producir una reconstrucción auténtica a partir de la prueba
mortal por la que el mundo atraviesa hoy será sobre la afirmación, el
reconocimiento y la victoria de todas las libertades, espirituales, políticas,
sociales y obreras sobre las que deberá establecerse”. Es bien notorio el papel
fundamental que Maritain jugó en el largo y denso proceso de preparación de la Declaración universal de
los Derechos humanos. Fue una de las grandes personalidades, los “sabios”,
–junto con Bassin, Carr, Huxley, Teilhard de Chardin, Russell, Salvador de Madariaga,
Tagore, Ghandi y otros – a las que la
UNESCO solicitó contribuciones para la preparación de esa
Declaración. El mismo Maritain fue el encargado de elaborar la síntesis de
todas las respuestas recibidas20.Junto con su aporte, también hay que
recordar los importantes aportes cristianos, destacados por los estudios de
Mary Ann Glendom, como los de Charles Malik, filosofo libanés y
griego-ortodoxo, miembro de la
Comisión de redacción presidida por Eleanor Roosevelt, en la
que insistió para que el término de “individuo” fuera cambiado por aquél de
“persona, del mismo Theillard y de algunas Organizaciones No Gubernamentales,
como la Confederación
de los Sindicatos Cristianos, el Consejo Mundial de Iglesias y el Movimiento Internacional
de Intelectuales Católicos (Pax Romana)21.
Con la Carta
de las Naciones Unidas aprobada en San Francisco el 26 de junio de 1945 – que
en su “preámbulo” y en sus seis artículos considera a los derechos del hombre
junto con la paz, como fines esenciales de la nueva organización – y, sobre
todo, con Declaración universal de los Derechos del Hombre, aprobada por la Asamblea General de
las Naciones Unidas, con la
Resolución 217, del 10 de diciembre de 194822, el
camino abierto por las constituciones escritas norteamericanas y francesa llegaba
a su universalidad. Ésta se desplegará aún, bajo el impacto de la emergencia de
los países del llamado “Tercer Mundo”, complementando los derechos de la
persona y los cuerpos intermedios, con los derechos de las naciones, tal como
se establecen posteriormente en los dos Pactos internacionales aprobados por la Asamblea General
de las Naciones Unidas en 1966: el de los derechos civiles y políticos y el de
los derechos económicos, sociales y culturales, seguido después con los “Derechos
al desarrollo” de1986. Declaraciones sobre derechos del niño, de la mujer y
otras completarán ese itinerario, que será relanzado y concretado en los
“Objetivos del Milenio”23.Cabría agregar, además, el hecho
significativo de la
Conferencia de Helsinki sobre la paz y la seguridad en
Europa, en 1985, donde el bloque liderado por la Unión Soviética
adhirió formalmente a los pactos internacionales sobre los derechos humanos, lo
que trajo como consecuencia una mayor movilización del “disenso” en seno de los
regímenes del “socialismo real”.
La reasunción católica contemporánea de los derechos humanos
Se preparaba, a la vez, la universalización de los derechos
humanos propia de la Iglesia
católica. En efecto,desde el renacimiento católico en tiempos de la
segunda pos-guerra mundial, la tercera escolástica involucra pensadores como
Przywara, Maritain, Rahner, Baltasar, Lonergan, conjugada con otras corrientes
de pensamiento de origen no tomista como Blondel, Guardini, Guitton y el mismo Ratzinger,
ya en diálogo abierto entre la
Iglesia y la modernidad, corrientes intelectuales que pueden
ser retrospectivamente consideradas entre los cauces de preparación del
Concilio Vaticano II.
El Concilio Ecuménico Vaticano II es, desde esta perspectiva
histórico-cultural, un gran evento católico de ajuste de cuentas, de la más
profunda crítica y discernimiento, de asunción, transfiguración y superación de
las dos mayores vigencias que caracterizan el reto de la modernidad a la Iglesia: la reforma protestante
y el iluminismo. El Concilio recoge, desde la tradición católica “aggiornata” y
reformulada y no como algo exterior a sí, lo mejor del iluminismo: la fe no
desconoce la autonomía de lo secular, no confunde ni disocia los diversos
grados del saber, aporta nuevas razones al progreso humano, mientras funda la
importancia de la libertad religiosa y de los derechos humanos24.Al
mismo tiempo, deja atrás y trasciende sus elementos inaceptables, sus callejones
sin salida y sus círculos viciosos: la modernidad sin Dios se vuelve contra el
hombre, los derechos humanos sin fundamento quedan a la merced del poder, de la
arbitrariedad; “donde se ofusca la fe en Dios creador del hombre y hecho hombre
entra en crisis el más profundo motivo de reconocimiento de la dignidad
originaria de todo ser humano”25. Hubo muchos que confundieron este
“aggiornamento” como mera adaptación de la Iglesia a lo moderno, disolviéndose en sus
vigencias dominantes. No fue ésa la obra portentosa del Concilio Vaticano II,
sino la de haber sabido trasmitir íntegramente la tradición católica desde una
renovada conciencia y formulación adecuadas a las exigencias de los tiempos y,
por eso, capaz de asimilar y transfigurar lo mejor de la tradición iluminista;
así recrea la tradición de los derechos humanos, salvándolos de la bancarrota
intelectual y moral de la
Ilustración.
Estaban creadas, pues, las condiciones para que la encíclica
Pacem in Terris(1963) de Juan XXIII planteara la universalidad propia de
la Iglesia
sobre los derechos humanos, retomando la tradición jusnaturalista a la altura
de nuestro tiempo26,y que así lo confirmara, como recreación de un
“nuevo iluminismo”, el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral
Gaudium et Spes y en la
Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis
Humanae27.
El pontificado de Juan Pablo II será despliegue católico,
ecuménico, como dimensión esencial de la misión de la Iglesia, de la
“salvaguardia de la dignidad trascendente de la persona humana”28 y
de defensa y promoción de sus derechos y libertades, a la luz de la
cristología. En efecto, su primera encíclica “Redemptor hominis” señala que el
cristianismo es “profundo estupor respecto al valor de la dignidad del hombre”29,
que es esclarece solamente a la luz del misterio del Verbo encarnado30.
El tema de los derechos humanos acompaña con incisividad magisterial y práctica
todo supontificado31. Su paso por Polonia, Filipinas, Haití, Chile,
El Salvador, Nicaragua, Guatemala, México, Cuba, entre tantos otros viajes apostólicos,
son ráfagas potentes de libertad y de reafirmación de los derechos humanos, que
se despliegan también como derechos de los pueblos y naciones32.
Esta misma defensa de la dignidad y de los derechos humanos
prosigue en el pontificado de Benedicto XVI, teniendo presente especialmente las
enormes innovaciones científico-tecnológicas contemporáneas, sobre todo en la
revolución del “bios”, de las comunicaciones y de la energía, en tiempos en que
el relativismo cultural y antropologías reductoras ofuscan la exigencia de un
gobierno ético de los desarrollos tecnológicos para ponerlos efectivamente al
servicio de la persona humana. La dignidad trascendente de la persona queda
amenazada cuando se la tiende a reducir a mero eslabón de la cadena biológica,
a productor o consumidor dentro de una lógica economicista o a la sola
condición de ciudadano bajo el poder del Estado. Más aún: el hombre mismo ya no
viene al mundo como don del Creador sino como producto de la incrementada
capacidad de manipulaciones humanas, sometido a meros criterios de factibilidad
tecnológica33.
“Nuestra sociedad ha incluido justamente la grandeza y la
dignidad de la persona humana en las diversas declaraciones de derechos – ha
afirmado recientemente S.S. Benedicto XVI -, que han sido formuladas a partir
de la Declaración
universal de derechos humanos, adoptada hace 60 años (...). La Santa Sede, por su parte,
no dejará de reafirmar estos principios y estos derechos fundados en lo que es
esencial y permanente en la persona humana. Es un servicio que la Iglesia desea prestar a la
verdadera dignidad del hombre, creado a imagen de Dios”34.
Influjos católicos y participación latinoamericana en la
declaración universal de los derechos humanos
El pensamiento cristiano tuvo mucha influencia para
predisponer a los Estados en América Latina a ser protagonistas en la
elaboración y votación, sea de la
Carta de las Naciones Unidas que de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos. Pocos meses antes de ésta última, los países
americanos habían aprobado en Bogotá la Carta de los Derechos y Deberes del Hombre35,
en ocasión de la novena Conferencia panamericana que, ya en tiempos de
hegemonía norteamericana, crea la Organización de los Estados americanos, en marzo
de 1948. Esta Carta americana fue usada como subsidio en la redacción de
la Declaración
Universal, con fuertes influjos sobre ella. En efecto, la Declaración universal
de 1948 se basa en la dignidad de la persona y tiene una arquitectura general
de inspiración personalista. Ecos del pensamiento cristiano, ya presentes en la Carta americana, se dejan
sentir en conceptos básicos como “la dignidad innata” de la persona humana,
cuando se afirma que está “dotada de razón y conciencia”(formulación tomada de la Declaración de
Bogotá), cuando se afirma la igualdad de los hombres basada en esa común
dignidad, cuando se habla de “derechos imprescriptibles”, cuando se reconocen
no sólo aquéllos individuales sino también los derechos sociales de cuerpos
intermedios como la familia, consideraba “base fundamental” de la sociedad y en
el que los padres tienen el derecho primario de poder elegir la educación de
sus hijos, así cuando se reconoce el derecho al trabajo y a una justa
remuneración. La
Declaración universal de derechos del Hombre acoge
ciertamente la tradición iluminista-liberal que pone énfasis en las libertades
políticas esenciales, pero no olvida los derechos económico-sociales, cuyos
promotores más celosos – afirma la estudiosa Mary Ann Glendom – “no fueron los
representantes soviéticos sino los delegados de los países latinoamericanos”,
que representaban 21 de los 55 países que dieron vida a la O.N.U.36.
Algunos nuevos factores históricos y culturales pueden
agregarse para explicar estos influjos del pensamiento católico a través del
protagonismo latinoamericano. En primer lugar, hay que tener en cuenta que se
había de hecho clausurado el tiempo de las vigencias políticas y culturales del
liberalismo anticlerical de finales del siglo XIX, de corte oligárquico y
encandilado por el “progreso” metropolitano, según la dialéctica “civilización
contra barbarie”, “barbarie” en la que se incluían las razas indígenas, el
mestizaje, la herencia española y el oscurantismo católico37. Ya se
había procedido, en general, a la separación de la Iglesia y del Estado, y la Iglesia no aparecía más,
en general, como enemigo a combatir (salvo que durante la persecución religiosa
en México)38. El fin de la “polis oligárquica”, con el crecimiento
de la urbanización y de las clases medias, y el surgimiento de movimientos
democráticos, da lugar, desde las décadas de 1920y 1930, a una nueva
generación de intelectuales latinoamericanos, con posiciones sumamente variadas
entre ellos, a veces incluso opuestas, pero mancomunados en repensar América
Latina desde sus orígenes, abandonando los paradigmas de la “leyenda
negra”, en la búsqueda de una nueva comprensión de la identidad cultural
latinoamericana y. por eso, reevaluando con diversos acentos la tradición de
los pueblos. Si bien de posturas diversas, algunos de ellos católicos,
esa generación, llamada “romántica”, que está en cierta continuidad con el
sustrato cultural barroco de los pueblos latinoamericanos, incluye a Manuel
Ugarte, Vasconcelos, Reyes, Caso, S. Ramos, Haya de la Torre, Mariátegui, Belaúnde,
Tristán de Ataide, Gilberto Freire, López de Mesa, Picón Salas, Henríquez Ureña,
Zum Felde, Jaime Eyzaguirre y los revisionistas argentinos39.Están,
por lo general, vinculados, a la fase de emergencia de grandes movimientos
populares y nacionales del siglo XX en los diversos países latinoamericanos,
que incorporaban grandes masas de pueblo católico en la vida pública de las
naciones; no contaron con aportes católicos importantes nitematizaron sus
influjos, pero el ethos católico de la tradición popular y el desarrollo
orgánico de la doctrina social de la
Iglesia, con las encíclicas Rerum Novarum (1891) y Quadragesimo
Annus (1931),sobre todo en lo que respecta a los derechos sociales y del
trabajo, les fueroncongeniales40.
En segundo lugar, es de relevar que en todos los países de
América Latina, allá por la década de 1930 y sobre todo después de la segunda
guerra mundial, se advierten los fermentos de un catolicismo latinoamericano
más vigoroso. Son tiempos de gran crecimiento institucional de la Iglesia en los diferentes
países latinoamericanos, de la estructuración sistemática de la Acción Católica,
del desarrollo de corrientes, obras y estudios del “catolicismo social” que
provienen de las encíclicas RerumNovarum y Quadragesimo Anno, de la
fundación de numerosas Universidades Católicas y de la difusión de los ecos de
procesos de renovación del pensamiento y de la pastoral en la Iglesia católica que
tenían sus fuentes de incubación e irradiación en las Iglesias locales europeas
del llamado “eje renano”41.Hay quienes señalan para entonces, como
línea de tendencia, el paso del “romanticismo católico hispanoamericanista al
social cristianismo desarrollista” entre las elites intelectuales
católicas en América Latina42.En especial, Jacques Maritain
tuvo una importante influencia benéfica en América Latina, fundamentalmente a
partir de Humanismo integral de 1936,cuya primera edición fue española,
en Madrid, en 1935, bajo el título Problemas espirituales y temporales de
una nueva cristiandad, y cuya temprana difusión implicó una polémica
intensa con sectores conservadores e integristaslatinoamericanos43.
Desde los años treinta abundan los escritos de Maritain en diversas revistas
católicas de los países latinoamericanos, como“ Criterio” en Argentina,
“Política y Espíritu” en Chile, “A Orden” en Brasil y otras. El más alto
exponente “maritainiano” en América Latina fue Alceu AmorosoLima (Tristán de
Athaide). El nacimiento y expansión de la cultura social-cristiana, y de
los primeros brotes de los nuevos partidos políticos de paradigmas
humanistas, personalistas, comunitarios y de inspiración cristiana, fue un
salto de cualidad a favor del compromiso cristiano por la democracia, la
justicia social y la defensa y promoción de los derechos humanos. Una nueva
generación de personalidades social-cristianas asoma su protagonismo histórico
en América Latina: los chilenos Jaime Castillo, Eduardo Frei Montalva, Bernardo
Leighton, Gabriel Valdés y Radomiro Tomic, los venezolanos Arístides Calvani y
Rafael Caldera, los brasileños Alceu AmorosoLima y Franco Montoro, etc.44
Serán contemporáneos de los constructores de la Europa unita - Schuman,
Adenauer, De Gasperi, Monnet -, que algunos llamaban entonces, bajo el aliento
profético de Pío XII, la “Europa vaticana”. En los congresos de Montevideo de
1947 y 1948, confluyen muchos movimientos y partidos demócrata-cristianos, se
funda un Secretariado Latinoamericano y se crean las bases de acción a escala
latinoamericana.
Por diversas vías, pues, la tradición jusnaturalista de
Santo Tomás, Vitoria y Suárez se retomaba y reformulaba, en diálogo con la
modernidad, y alimentaba la contribución latinoamericana en la formulación de
los Derechos humanos, apuntando hacia la formación de un nuevo jus gentium. La Convención americana sobre
los Derechos Humanos (Pacto de San José), de noviembre de 1969, confirma y
actualiza esa tradición45.
Poco tiempo después, bajo los dinamismos de renovación
suscitados por el ConcilioVaticano II, animada por grandes documentos
pontificios de magisterio social, la
Iglesia católica en América Latina asume más decididamente
los sufrimientos y esperanzas de sus gentes, levanta su clamor evangélico ante
situaciones de opresión e injusticia y se convierte en abogada de los derechos
de la persona humana y de los pueblos, y especialmente de los derechos de
los pobres, de aquéllos cuyos derechos son más vulnerables y atropellados,
abrazados por el amor preferencial que tiene hondas raíces y exigencias
cristianas. Las sucesivas Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano
en Medellín (1968), Puebla de los Ángeles (1979), Santo Domingo (1992) y
Aparecida (2007) son clara ilustración de este compromiso46. Por eso
mismo, la presencia de la
Iglesia católica ha sido,¡y lo es!, custodia y garantía de
libertad en la construcción de las naciones, mediadora y propulsora de
democratización y cimiento de paz y unidad entre pueblos hermanos.
60 años después
Entre 1945y 1950 se abrió una nueva época histórica y se institucionalizó su arquitectura
básica. La Declaración
universal de los derechos humanos se inscribe dentro de la época de la
emergencia mundial de las dos superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, del
mundo bipolar de Yalta, de la creación de las Naciones Unidas, de los acuerdos
de Breton Woods, de la unidad europea, de los procesos de descolonización del
“tercer mundo”. Esa época histórica concluye, en gran medida, en los años
1989-1991, sobre todo con el derrumbe del “socialismo real”, que es signo de un
tremendo giro histórico. ¿Cuál es, pues, la vigencia de la Declaración universal
de los Derechos Humanos en los nuevos escenarios históricos contemporáneos?
Respondo, planteando muy breve y esquemáticamente cinco puntos de reflexión.
1) Se
ha ya esfumada la ilusión, presente al inicio de la década de 1990, de
universalización de los principios de democracias liberales, en conjugación con
la legitimación mundial de la economía del mercado, lo que habría llevado a una
era de paz y prosperidad para todos. El final de la historia dejaba paso a
inéditos escenarios geopolíticos y económicos a nivel mundial, a los beneficios
y a las víctimas de la globalización, al fenómeno del terrorismo global, a la
elevación de niveles y formas de guerra y violencias, a sucesivas crisis
financieras y alarmas ecológicas, que dan un cuadro de dramática fluidez e
indeterminación. Sin embargo, se puede afirmar que estamos por primera vez en
la historia de la humanidad en que la que la mayoría de los países del planeta
tienen gobiernos democráticamente elegidos. Se calcula que 118 de los 193
países del mundo actual tienen regímenes democráticos, no obstante muchas
variantes y límites, con un sensible aumento en los últimos veinte años. ¿Quién
puede dudar de aquel famoso dicho de que la democracia, fundada en los derechos
y libertades humanas, es el menos malo de los regímenes políticos conocidos, a
la luz de un siglo de ideologías y sistemas totalitarios, de guerras mundiales,
de la shoa, de campos de concentración y gulags, de políticas
genocidas? ¿Quién puede dudarlo en América Latina después de un muy sufrido
legado de persecuciones liberticidas, tiranías represivas, “guerras sucias”,
prácticas de torturas y “desapariciones”, violencias guerrilleras, métodos
terroristas, situaciones generalizadas de conculcación de derechos
humanos? Sin embargo, sabemos también de las fragilidades y corrupciones
de las democracias, cuyos valores, normas e instituciones hay siempre que
custodiar y perfeccionar.
2) ¿No es acaso posible relevar desde la actualidad que los
procesos de democratización tienen una especial fuerza de arraigo y de
re-emergencia en ámbitos civilizatorios de sustrato cultural judeo-cristiano,
mientras encuentran graves dificultades en otros ámbitos civilizatorios,
religiosos e ideológicos? Ya fueron muy significativas las abstenciones de voto,
en la Asamblea
general de Naciones Unidas de 1948, acerca de la Declaración universal de
los Derechos Humanos: los representantes de la Unión Soviética y sus
recientes “democracias populares” se abstuvieron - la ideología marxista-leninista
está en contradicción con la tradición de los derechos humanos –, así lo hizo
también el régimen entonces racista de Sud-Africa a causa del igualitarismo
racial, mientras que la abstención de Arabia Saudita se debió a la afirmación
de que sólo hay derechos de Dios, no del hombre. Es fácil advertir que
quedan actualmente muchas “democracias incompletas” y grandes y diversos
bolsones negros en vastas áreas geopolíticas y culturales, en espera de
procesos de democratización que, por cierto, no se fraguan desde dialécticas de
violencia, que son políticas de muerte y la muerte de toda política. En todo
caso, la originaria distinción entre Dios y el Cesar, entre comunidad religiosa
y comunidad política, con sus respectivas finalidades y autonomías, sigue
verificándose como dinamismo fundamental de desacralización ndel poder, de
crítica de sus formas idolátricas de concentración y ejercicio, por la que la
libertad religiosa “es piedra angular del edificio de los derechos humanos”47,
histórica y antológicamente a la base de todas las libertades humanas,
solidaria con ellas.
3) En América Latina la persistencia de procesos de
democratización en los últimos 30 años es hecho muy positivo, que hay que
custodiar, valorizar y promover. Sin embargo, son notorios sus límites. Hay una
larga tradición latinoamericana de divorcio entre constituciones formales y
países reales, de ilusión entre ingenua e ideológica que lleva a multiplicar la
promulgación de Constituciones como presunto remedio de nuestros males, de
ambiciones de poder que usan y abusan de formas democráticas para los intereses
políticos coyunturales. El principal dilema de América Latina en este campo
está fundado en la contradicción paradójica que se establece al tratar de
mantener un orden jurídico y político basado en el principio de igualdad básica
entre los ciudadanos y, al mismo tiempo, preservar el mayor nivel mundial de
desigualdad en el acceso a la distribución de la riqueza y de los bienes
públicos. Situaciones de pobreza extrema, marginalidad y exclusión impiden el
ejercicio real de derechos humanos fundamentales. En este sentido puede
afirmarse que la vigencia real de los derechos humanos está en profunda
interdependencia con procesos no sólo de democratización sino también de
desarrollo integral y solidario, de justicia social en la consecución del bien
común, de integración regional y de auténtica cooperación inter-americana e
internacional. Además, el episcopado latinoamericano en el documento
conclusivo de su V Conferencia General, realizada en mayo de 2007, en Aparecida
(Brasil), señala la existencia actual de “graves retos y amenazas de desvíos
autoritarios”, indicando que “no basta una democracia puramente formal, fundada
en la limpieza de los procedimientos electoral, sino que es necesaria una
democracia participativa y basada en la promoción y respeto de los derechos
humanos”, así como en la “seriedad y credibilidad” en la “continuidad de las
instituciones civiles”48.
4) La actual apelación universal de los derechos humanos se
topa también con la paradoja de que nunca los derechos humanos han estado tan
carentes de fundamentación. Ya Maritain lo advertía en el debate preparatorio y
en las conclusiones de la
Declaración universal de los derechos humanos. Maritain
proponía entonces definir los derechos humanos como “principios prácticos”
entre representantes políticos provenientes de diferentes tradiciones y
corrientes de pensamiento, con la paradoja de dejar de lado las justificaciones
teóricas que cada uno habría podido dar de ellos, sobre las cuales no hubiera
podido haber acuerdos unánimes. Maritain estaba por cierto convencido de que la
verdadera fundación de los derechos humanos proviene de la tradición
jusnaturalista, pero proponía sólo una convergencia práctica sobre los derechos
humanos por parte de quienes están opuestos por ideologías radicalmente
adversas. “Estamos de acuerdo sobre los derechos, con tal de que no se nos
pregunte el por qué”, afirmaba entonces Maritain49. El
resultado práctico fue óptimo, pero dejar entre paréntesis el “por qué” tendrá
un precio que aún se está pagando. En efecto, ¿puede aceptarse una vigencia
irracional de los derechos humanos? “Los derechos humanos no pueden ser
arbitrarios; requieren para ser una justificación universal, estar bien fundados
por y ante la razón. No son obvios ni evidentes por sí mismos. Librados a sí
mismos se vuelven afirmación gratuita, sin razón. ¿Puede sostenerse una
política durable sin razones?” Si los derechos humanos no se fundan, ¡se
desfondan! Quedan así a la merced del poder, y de las correlaciones
ocasionales de fuerza al interior de los Estados, que establecen convenciones
consensuales provisorias en el cuadro de democracias meramente “procedimentales”50.
Esta situación resulta particularmente grave en tiempos de
deriva relativista. Por eso, por una parte, aparecen rechazos de naturaleza
ideológica o religiosa que critican las declaraciones de derechos humanos como
“occidentales” (sea desde un multiculturalismo radical como de un
fundamentalismo religioso) y, por otra parte, se imponen nuevos derechos que
responden a la exaltación desordenada de deseos arbitrarios de los individuos.
¿Acaso no somos testigos de campañas de opinión y presión de fuertes poderes
transnacionales para inducir las legislaciones nacionales a introducir formas de
liberalización de las prácticas abortivas y de manipulaciones bioéticas
salvajes, de identificación del matrimonio con las uniones libres, de promoción
de prácticas eugenéticas yeutanásicas? Se pretende convertir en derechos
individuales lo que son atentados contra derechos fundamentales de la persona
humana51. Se manipula al individuo cada vez más hacia deseos
momentáneos y fugaces, se limitan las defensas de sus derechos naturales
fundamentales y se favorecen nuevos presuntos derechos-deseos individuales, sin
referencia a valores fundados, a deberes y responsabilidades. Cada individuo o
grupo reivindica “su derecho”, ignorando que todo derecho implica
necesariamente un correlativo deber. Más aún, la paradoja de una democracia fundada en el
relativismo ético, como ideología adecuada y funcional a sociedades
“multiculturales”, es que niega en vía teórica una verdad ontológica sobre el
hombre, pero permite al poder dictar a través de las leyes y difundir a través
de los medios masivos de comunicación una propia ontología, antropología y
ética, incluso contrabandeando como libertades conquistadas lo que no son más
que atentados contra la personahumana52. Es lo que el cardenal J.
Ratzinger llamó “dictadura del relativismo”53. En particular
modo, es paradójico que
cuanto más se critique a nivel latinoamericano los límites y fracasos del
neoliberalismo económico, más se busque la patente de “progreso” en el ámbito
de propuestas y legislaciones caracterizadas por un individualismo salvaje y un
ultraliberalismo radical, que atenta contra el primer derecho, que es a la vida54,
y arremete y disgrega el temple humano y el tejido familiar, social y cultural
de los pueblos.
Tal es
la paradoja de las sociedades liberal-democráticas de nuestro tiempo: si tienen
una ideología oficialmente sancionada por el Estado se vuelven autoritarias o totalitarias;
en cambio, si no hacen referencia a una tradición de valores fundamentales, no
suscitan ni alimentan fuertes conciencias de pertenencia, ni de convergencias
solidarias y constructivas, sino que tienden a caer en ladescomposición55.
Sin un horizonte común de juicio y de valor, no hay ningún diálogo inteligente,
ninguna democracia bien fundada, ninguna opción razonable sobre el bien común.
Por eso mismo, representantes de lo mejor de la tradición iluminista, como
Habermas y Böckenförde, reconocen que el Estado liberal, secularizado, no es
una societas perfecta, en el sentido de autosuficiente; para su
fundamentación y conservación tiene necesidad de referirse a otras fuentes y fuerzas,
pues vive de presupuestos que ella misma no puede garantizar; hay una base de
verdad que no está sometida al consenso político, que lo precede, lo hace
posible, lo preside, lo orienta y lo anima.
Si
desde la filosofía de la tradición iluminista ya no existe una base racional
absoluta sobre la cual fundar los derechos humanos, el vacío actual no puede ni
debe ser llenado por los fundamentalismos políticos o religiosos ni por un “anti-fundacionismo”
que deja la dignidad humana a nivel de pura y vacua retórica y los derechos
humanos a la merced de la voluntad de poder.
En su
diálogo con Ratzinger, Habermas destaca el papel positivo que la religión
cumple en relación a las sociedades pluralistas dotadas de una constitución
liberal. En ellas, “el concepto de tolerancia ayuda a los creyentes a
comprender, en su relación con los no creyentes o con creyentes de otras
religiones, que deben revisar razonablemente su persistente desacuerdo. Pero,
por otro lado, en el marco de una política cultura liberal, (...) los no
creyentes se esfuerzan por asumir esta misma posibilidad en su relación con los
creyentes”. Ratzinger responde, a su vez, citando a Kart Hubner, que “es
necesario liberarse de la idea enormemente falsa de que la fe no tiene nada que
decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de razón,
de iluminismo y de libertad”56. Se requiere, pues, al decir de
Joseph Ratzinger, una purificación de la razón (para que la dignidad humana no
quede reducida a una opción, un puro acto de voluntad, irracional) y una
purificación de la religión (más allá de sus reducciones entre fundamentalismo
y fideísmo) para lograr, desde la debida conjugación de estas dos alas del
conocimiento humano, una refundación de la dignidad y de los derechos humanos57.
Desde ambos exponentes y de las corrientes que representan - que crecieron en
tiempos de totalitarismos y desfonde crítico de la modernidad secularista -, el
Estado liberal-democrático pasa a ser un ámbito de vínculos, de legitimaciones,
de reconocimientos, de garantías para todos. En esa perspectiva se lee el señalamiento
pontificio de la “laicidad positiva” en la tradición de la vida pública en los
Estados Unidos.
5) No
es, pues, de extrañar que hacia finales del pontificado de Juan Pablo II y, más
aún, en el actual pontificado, la
Iglesia retome la tradición del derecho natural. Es tema que
ha sido algo descuidado en el pensamiento católico durante la primera fase del
pos-concilio. Hoy día la referencia a la “naturaleza” no es para nada unívoca. No
se puede reducirla a concepciones materialistas, biologicistas, pero tampoco a
abstractas consideraciones ontológicas que no incorporan los flujos históricos
y culturales. La tradición del derecho natural requiere ser reformulada actualmente,
sea por un ampliación de los horizontes de la razón – más allá de los estrechos
círculos viciosos y reductores de racionalismos positivistas, cientistas – a la
luz del Logos eterno, sea por el desarrollo de una ontología de la
participación y de la antropología y ética que de ella se derivan, sea
teniendo presente los desarrollos científicos y culturales de nuestro tiempo,
sea a la luz del fondo histórico de la sabiduría humana que se expresa, sobre
todo, a través de las tradiciones religiosas58. En carta dirigida a
34 centros universitarios de todo el mundo, el entonces Cardenal J. Ratzinger,
los invitaba a emprender esa apasionante investigación, reafirmando las dos
vías autónomas pero inseparables de la razón natural y de la fe, a la luz de la
“preocupación de la Iglesia
católica acerca de la dificultad en el mundo moderno de encontrar un
denominador común de principios morales compartidos por todos, basados sobre la
constitución misma del hombre y de la sociedad, q