Cardenal Claudio Hummes
Prefecto de la Congregación para el Clero
Reverendos y queridos hermanos en el sacerdocio:
En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, con una mirada incesante de amor, fijamos los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón en Cristo, único Salvador de nuestra vida y del mundo. Remitirnos a Cristo significa remitirnos a aquel Rostro que todo hombre, consciente o inconscientemente, busca como única respuesta adecuada a su insuprimible sed de felicidad. Nosotros ya encontramos este Rostro y, en aquel día, en aquel instante, su amor hirió de tal manera nuestro corazón, que no pudimos menos de pedir estar incesantemente en su presencia. "Por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando" (Salmo 5).
La sagrada liturgia nos lleva a contemplar una vez más el misterio de la encarnación del Verbo, origen y realidad íntima de esta compañía que es
Sólo contemplando de nuevo la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo, vivo y operante ahora, que se nos ha revelado y que sigue inclinándose sobre cada uno con el amor de total predilección que le es propio, se puede dejar que él ilumine y colme ese abismo de necesidad que es nuestra humanidad, con la certeza de la esperanza encontrada, y con la seguridad de
Con ocasión de la tradicional Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, quiero recordar la prioridad de la oración con respecto a la acción, en cuanto que de ella depende la eficacia del obrar. De la relación personal de cada uno con el Señor Jesús depende en gran medida la misión de
Queridos hermanos en el sacerdocio, somos los expertos de
En segundo lugar, en la insuprimible y profunda sed de él, la dimensión más auténtica de nuestro sacerdocio es la mendicidad: la petición sencilla y continua; se aprende en la oración silenciosa, que siempre ha caracterizado la vida de los santos; hay que pedirla con insistencia. Esta conciencia de la relación con él se ve sometida diariamente a la purificación de la prueba. Cada día caemos de nuevo en la cuenta de que este drama también nos afecta a nosotros, ministros que actuamos in persona Christi capitis. No podemos vivir un solo instante en su presencia sin el dulce anhelo de reconocerlo, conocerlo y adherirnos más a él. No cedamos a la tentación de mirar nuestro ser sacerdotes como una carga inevitable e indelegable, ya asumida, que se puede cumplir "mecánicamente", tal vez con un programa pastoral articulado y coherente. El sacerdocio es la vocación, el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, con el que nos ha llamado, y nos sigue llamando ahora, a vivir con él.
La única medida adecuada, ante nuestra santa vocación, es la radicalidad. Esta entrega total, con plena conciencia de nuestra infidelidad, sólo puede llevarse a cabo como una decisión renovada y orante que luego Cristo realiza día tras día. Incluso el don del celibato sacerdotal se ha de acoger y vivir en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo. Cualquier otra postura, con respecto a la realidad de la relación con él, corre el peligro de ser ideológica.
Incluso la cantidad de trabajo, a veces enorme, que las actuales condiciones del ministerio nos exigen llevar a cabo, lejos de desalentarnos, debe impulsarnos a cuidar con mayor atención aún nuestra identidad sacerdotal, la cual tiene una raíz ciertamente divina. En este sentido, con una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las condiciones peculiares del ministerio nos deben impulsar a "elevar el tono" de nuestra vida espiritual, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor.
Él, que nos ha amado primero, nos ha educado para la entrega total. "Salí al encuentro de quien me buscaba. Dije: "Heme aquí" a quien invocaba mi nombre". El lugar de la totalidad por excelencia es
Queridos hermanos, seamos fieles a la celebración diaria de la santísima Eucaristía, no sólo para cumplir un compromiso pastoral o una exigencia de la comunidad que nos ha sido encomendada, sino por la absoluta necesidad personal que sentimos, como la respiración, como la luz para nuestra vida, como la única razón adecuada a una existencia presbiteral plena.
El Santo Padre, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (n. 66) nos vuelve a proponer con fuerza la afirmación de san Agustín: "Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...), pecaríamos si no la adoráramos" (Enarrationes in Psalmos 98, 9). No podemos vivir, no podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos, sin dejarnos contemplar y engendrar por Cristo en la adoración eucarística diaria, y el "Stabat" de María, "Mujer eucarística", bajo la cruz de su Hijo, es el ejemplo más significativo que se nos ha dado de la contemplación y de la adoración del Sacrificio divino.
Como la dimensión misionera es intrínseca a la naturaleza misma de
Este "ser para todos" de Cristo se realiza, para nosotros, en los tria munera de los que somos revestidos por la naturaleza misma del sacerdocio. Esos tria munera, que constituyen la totalidad de nuestro ministerio, no son el lugar de la alienación o, peor aún, de un mero reduccionismo funcionalista de nuestra persona, sino la expresión más auténtica de nuestro ser de Cristo; son el lugar de la relación con él. El pueblo que nos ha sido encomendado para que lo eduquemos, santifiquemos y gobernemos, no es una realidad que nos distrae de "nuestra vida", sino que es el rostro de Cristo que contemplamos diariamente, como para el esposo es el rostro de su amada, como para Cristo es
"Si a quien escandaliza a uno solo y al más pequeño conviene que se le cuelgue al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar (...), ¿qué deberán sufrir y recibir como castigo los que mandan a la perdición (...) a un pueblo entero?" (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio VI, 1.498). Ante la conciencia de una tarea tan grave y una responsabilidad tan grande para nuestra vida y salvación, en la que la fidelidad a Cristo coincide con la "obediencia" a las exigencias dictadas por la redención de aquellas almas, no queda espacio ni siquiera para dudar de la gracia recibida. Sólo podemos pedir que se nos conceda ceder lo más posible a su amor, para que él actúe a través de nosotros, pues o dejamos que Cristo salve el mundo, actuando en nosotros, o corremos el riesgo de traicionar la naturaleza misma de nuestra vocación. La medida de la entrega, queridos hermanos en el sacerdocio, sigue siendo la totalidad. "Cinco panes y dos peces" no son mucho; sí, pero son todo. La gracia de Dios convierte nuestra poquedad en
Por último, el fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal sigue siendo la santa Madre de Dios. La relación con ella no puede reducirse a una piadosa práctica de devoción, sino que debe alimentarse con un continuo abandono de toda nuestra vida, de todo nuestro ministerio, en los brazos de la siempre Virgen. También a nosotros María santísima nos lleva de nuevo, como hizo con san Juan bajo la cruz de su Hijo y Señor nuestro, a contemplar con ella el Amor infinito de Dios: "Ha bajado hasta aquí nuestra Vida, la verdadera Vida; ha cargado con nuestra muerte para matarla con la sobreabundancia de su Vida" (San Agustín, Confesiones IV, 12).
Dios Padre escogió como condición para nuestra redención, para el cumplimiento de nuestra humanidad, para el acontecimiento de la encarnación del Hijo, la espera del "fiat" de una Virgen ante el anuncio del ángel. Cristo decidió confiar, por decirlo así, su vida a la libertad amorosa de su Madre: "Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, su esperanza y su amor ardiente, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia" (Lumen gentium, 61).
El Papa san Pío X afirmó: "Toda vocación sacerdotal viene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una madre". Eso es verdad con respecto a la evidente maternidad biológica, pero también con respecto al "alumbramiento" de toda fidelidad a la vocación de Cristo. No podemos prescindir de una maternidad espiritual para nuestra vida sacerdotal: encomendémonos con confianza a la oración de toda la santa madre Iglesia, a la maternidad del pueblo, del que somos pastores, pero al que está encomendada también nuestra custodia y santidad; pidamos este apoyo fundamental.
Se plantea, queridos hermanos en el sacerdocio, la urgencia de "un movimiento de oración, que ponga en el centro la adoración eucarística continuada, durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón de la tierra, se eleve a Dios incesantemente una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente -al nivel de Cuerpo místico- con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados con el único sumo y eterno Sacerdote, para que le sirvan cada vez mejor a él y a los hermanos, como los que, a la vez, están "en"
Se delinea, últimamente, una nueva forma de maternidad espiritual, que en la historia de
Esta maternidad, en la que se encarna el rostro amoroso de María, es preciso pedirla en la oración, pues sólo Dios puede suscitarla y sostenerla. No faltan ejemplos admirables en este sentido. Basta pensar en las benéficas lágrimas de santa Mónica por su hijo Agustín, por el cual lloró "más de lo que lloran las madres por la muerte física de sus hijos" (San Agustín, Confesiones III, 11). Otro ejemplo fascinante es el de Eliza Vaughan, la cual dio a luz y encomendó al Señor trece hijos; seis de sus ocho hijos varones se hicieron sacerdotes; y cuatro de sus cinco hijas fueron religiosas. Dado que no es posible ser verdaderamente mendicantes ante Cristo, admirablemente oculto en el misterio eucarístico, sin saber pedir concretamente la ayuda efectiva y la oración de quien él nos pone al lado, no tengamos miedo de encomendarnos a las maternidades que, ciertamente, suscita para nosotros el Espíritu.
Santa Teresa del Niño Jesús, consciente de la necesidad extrema de oración por todos los sacerdotes, sobre todo por los tibios, escribe en una carta dirigida a su hermana Celina: "Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes (...). Oremos, suframos por ellos, y, en el último día, Jesús nos lo agradecerá" (Carta 94).
Encomendémonos a la intercesión de
Recordemos las palabras del santo cura de Ars, patrono de los párrocos: "Si yo tuviera ya un pie en el cielo y me vinieran a decir que volviera a la tierra para trabajar por la conversión de los pecadores, volvería de buen grado. Y si para ello fuera necesario que permaneciera en la tierra hasta el fin del mundo, levantándome siempre a medianoche, y sufriera como sufro, lo haría de todo corazón" (Frère Athanase, Procès de l'Ordinaire, p. 883).
El Señor guíe y proteja a todos y cada uno, de modo especial a los enfermos y a los que sufren, en el constante ofrecimiento de nuestra vida por amor.