Santuario Nacional de
Queridos Hermanos Obispos:
Grande es mi alegría al saludaros hoy, al principio de mi visita en este País, a la vez que doy las gracias al Cardenal George las amables palabras que me ha dirigido en nombre vuestro. Deseo agradecer a cada uno de vosotros, especialmente a los Oficiales de
Los católicos de América son conocidos por su afecto leal a
Para las comunidades católicas de Boston, Nueva York, Filadelfia y Louisville, éste es un año de celebraciones particulares, puesto que marca el bicentenario de la erección de estas Iglesias como Diócesis. Me uno a vosotros en la acción de gracias por los muchos dones celestiales concedidos a
Muchas personas, entre las cuales John Carroll y sus hermanos Obispos que ejercieron el ministerio hace dos siglos, llegaron desde lejanas tierras. La diversidad de sus orígenes está reflejada en la rica variedad de la vida eclesial de
Entre quienes vinieron aquí para construirse una nueva vida, muchos fueron capaces de hacer buen uso de los recursos y de las oportunidades que encontraron, y alcanzar un alto nivel de prosperidad. En verdad, los ciudadanos de este País son conocidos por su gran vitalidad y creatividad. Son conocidos incluso por su generosidad. Después del ataque a las Torres Gemelas, en septiembre del 2001, y todavía después del huracán Katrina en el 2005, los americanos han mostrado su disponibilidad en ayudar a sus hermanos y hermanas necesitados. A nivel internacional, la contribución ofrecida por el pueblo de América a las operaciones de socorro y salvamento después del tsunami de diciembre del 2004 es una nueva muestra de esta compasión. Permitidme que exprese un particular reconocimiento por las innumerables formas de asistencia humanitaria ofrecidas por los católicos americanos a través de las Cáritas católicas y de otras agencias. Su generosidad ha dado sus frutos en la atención a los pobres y necesitados, como también en la energía manifestada en la construcción de la red nacional de parroquias católicas, hospitales, escuelas y universidades. Todo eso constituye un sólido motivo para dar gracias.
América es también una tierra de gran fe. Vuestra gente es bien conocida por el fervor religioso y está orgullosa de pertenecer a una comunidad orante. Tiene confianza en Dios y no duda en introducir en los discursos públicos argumentos morales basados en la fe bíblica. El respeto por la libertad de religión está profundamente arraigado en la conciencia americana, un dato que de hecho ha favorecido que este País atrajera generaciones de inmigrantes a la búsqueda de una casa donde poder dar libremente culto a Dios según las propias convicciones religiosas.
En este contexto me es grato poner de relieve la presencia entre vosotros de Obispos de todas las venerables Iglesias orientales en comunión con el Sucesor de Pedro: os saludo con especial alegría. Queridos Hermanos, os pido que comuniquéis a vuestras comunidades mi profundo afecto y la oración incesante, tanto por ellas como también por tantos hermanos y hermanas que han quedado en su tierra de origen. Vuestra presencia en este País recuerda el valiente testimonio por Cristo de numerosos miembros de vuestras comunidades que a menudo sufren en su propia Patria. Esto es también una gran riqueza para la vida eclesial en América, ya que ofrece una vigorosa expresión de la catolicidad de
En esta fértil tierra, alimentada por tan numerosos y diferentes manantiales, es donde vosotros, queridos Obispos, estáis llamados hoy a esparcir la semilla del Evangelio. Esto me lleva a preguntarme ¿cómo, en el siglo veintiuno, puede un Obispo cumplir del mejor modo posible el llamado a “renovarlo todo en Cristo, nuestra esperanza”? ¿Cómo puede guiar a su pueblo al “encuentro con el Dios vivo”, fuente de aquella esperanza que transforma la vida de la que habla el Evangelio? (cf. Spe salvi, 4). Quizás necesita derribar ante todo algunas barreras que impiden este encuentro. Si bien es verdad que este País está marcado por un auténtico espíritu religioso, la sutil influencia del laicismo puede indicar sin embargo el modo en el que las personas permiten que la fe influya en sus propios comportamientos. ¿Es acaso coherente profesar nuestra fe el domingo en el templo y luego, durante la semana, dedicarse a negocios o promover intervenciones médicas contrarias a esta fe? ¿Es quizás coherente para católicos practicantes ignorar o explotar a los pobres y marginados, promover comportamientos sexuales contrarios a la enseñanza moral católica, o adoptar posiciones que contradicen el derecho a la vida de cada ser humano desde su concepción hasta su muerte natural? Es necesario resistir a toda tendencia que considere la religión como un hecho privado. Sólo cuando la fe impregna cada aspecto de la vida, los cristianos se abren verdaderamente a la fuerza transformadora del Evangelio.
Para una sociedad rica, un nuevo obstáculo para un encuentro con el Dios vivo está en la sutil influencia del materialismo, que por desgracia puede centrar muy fácilmente la atención sobre el “cien veces más” prometido por Dios en esta vida, a cambio de la vida eterna que promete para el futuro (Mc 10,30). Las personas necesitan hoy ser llamadas de nuevo al objetivo último de su existencia. Necesitan reconocer que en su interior hay una profunda sed de Dios. Necesitan tener la oportunidad de enriquecerse del pozo de su amor infinito. Es fácil ser atraídas por las posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la técnica nos ofrecen; es fácil cometer el error de creer que se puede conseguir con nuestros propios esfuerzos saciar las necesidades más profundas. Ésta es una ilusión. Sin Dios, el cual nos da lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar (cf. Spe salvi, 31), nuestras vidas están realmente vacías. Las personas necesitan ser llamadas continuamente a cultivar una relación con Cristo, que ha venido para que tuviéramos la vida en abundancia (cf. Jn 10,10).
La meta de toda nuestra actividad pastoral y catequética, el objeto de nuestra predicación, el centro mismo de nuestro ministerio sacramental ha de ser ayudar a las personas a establecer y alimentar semejante relación vital con “Jesucristo nuestra esperanza” (1 Tm 1,1).
En una sociedad que da mucho valor a la libertad personal y a la autonomía es fácil perder de vista nuestra dependencia de los demás, como también la responsabilidad que tenemos en las relaciones con ellos. Esta acentuación del individualismo ha influenciado incluso a
Aquí en América habéis sido bendecidos con un laicado católico de considerable variedad cultural, que dedica sus propios y multiformes talentos al servicio de
Como anunciadores del Evangelio y guías de la comunidad católica, vosotros estáis llamados también a participar en el intercambio de ideas en la esfera pública, para ayudar a modelar actitudes culturales adecuadas. En un contexto en el que se aprecia la libertad de palabra y se anima un debate firme y honesto, se respeta vuestra voz que tiene mucho que ofrecer a la discusión sobre las cuestiones sociales y morales de la actualidad. Al promover que el Evangelio sea escuchado de modo claro, no solamente formáis a las personas de vuestra comunidad, sino que, en el ámbito de la más vasta platea de la comunicación de masas, ayudáis a difundir el mensaje de la esperanza cristiana en todo el mundo.
Está claro que la influencia de
A este respecto, un tema de profunda preocupación para todos nosotros es la situación de la familia dentro de la sociedad. Es verdad: el Cardenal George ha recordado antes cómo vosotros habéis fijado la consolidación del matrimonio y de la vida familiar entre las prioridades de vuestra atención pastoral en los próximos años. En el Mensaje de este año para
Como enseñó mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, “el primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis es el obispo… que debe dedicar interés, atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las familias y a cuantos le ayudan en el pastoral de la familia” (Familiaris consortio, 73). Es vuestro deber proclamar con fuerza los argumentos de fe y de razón que hablan del instituto del matrimonio, entendido como compromiso para la vida entre un hombre y una mujer, abierto a la transmisión de la vida. Este mensaje debería resonar ante las personas de hoy, ya que es esencialmente un “sí” incondicional y sin reservas a la vida, un “sí” al amor y un “sí” a las aspiraciones del corazón de nuestra común humanidad, a la vez que nos esforzamos en realizar nuestro profundo deseo de intimidad con los demás y con el Señor.
Entre los signos contrarios al Evangelio de la vida que se pueden encontrar en América, pero también en otras partes, hay uno que causa profunda vergüenza: el abuso sexual de los menores. Muchos de vosotros me habéis hablado del enorme dolor que vuestras comunidades han sufrido cuando hombres de Iglesia han traicionado sus obligaciones y compromisos sacerdotales con semejante comportamiento gravemente inmoral. Mientras tratáis de erradicar este mal dondequiera que suceda, tenéis que sentiros apoyados por la oración del Pueblo de Dios en todo el mundo. Justamente dais prioridad a las expresiones de compasión y apoyo a las víctimas. Es una responsabilidad que os viene de Dios, como Pastores, la de fajar las heridas causadas por cada violación de la confianza, favorecer la curación, promover la reconciliación y acercaros con afectuosa preocupación a cuantos han sido tan seriamente dañados.
La respuesta a esta situación no ha sido fácil y, como ha indicado el Presidente de vuestra Conferencia Episcopal, ha sido “tratada a veces de pésimo modo”. Ahora que la dimensión y gravedad del problema se comprenden más claramente, habéis podido adoptar medidas de recuperación y disciplinares más adecuadas, y promover un ambiente seguro que ofrezca mayor protección a los jóvenes. Mientras se ha de recordar que la inmensa mayoría de los sacerdotes y religiosos en América llevan a cabo una excelente labor por llevar el mensaje liberador del Evangelio a las personas confiadas a sus cuidados pastorales, es de vital importancia que los sujetos vulnerables estén siempre protegidos de cuantos pudieran causarles heridas. A este respecto, vuestros esfuerzos por aliviarlos y protegerlos están dando no sólo gran fruto para quienes están directamente bajo vuestra cuidado pastoral, sino también para toda la sociedad.
No obstante, si queremos que las medidas y estrategias adoptadas por vosotros alcancen su pleno objetivo, conviene que se apliquen en un contexto más amplio. Los niños tienen derecho a crecer con una sana comprensión de la sexualidad y de su justo papel en las relaciones humanas. A ellos se les debería evitar las manifestaciones degradantes y la vulgar manipulación de la sexualidad hoy tan preponderante. Ellos tienen derecho a ser educados en los auténticos valores morales basados en la dignidad de la persona humana. Esto nos lleva a considerar la centralidad de la familia y la necesidad de promover el Evangelio de la vida. ¿Qué significa hablar de la protección de los niños cuando en tantas casas se puede ver hoy la pornografía y la violencia a través de los medios de comunicación ampliamente disponibles? Debemos reafirmar con urgencia los valores que sostienen la sociedad, a fin de ofrecer a jóvenes y adultos una sólida formación moral. Todos tienen un papel que desarrollar en este cometido, no sólo los padres, los formadores religiosos, los profesores y los catequistas, sino también la información y la industria del ocio. Ciertamente, cada miembro de la sociedad puede contribuir a esta renovación moral y sacar beneficio de ello. Cuidarse de verdad de los jóvenes y del futuro de nuestra civilización significa reconocer nuestra responsabilidad de promover y vivir los auténticos valores morales que hacen a la persona humana capaz de prosperar. Es vuestro deber de pastores que tienen como modelo Cristo, el Buen Pastor, proclamar de modo valiente y claro este mensaje y afrontar, por tanto, el pecado de abuso en el contexto más vasto de los comportamientos sexuales. Además, al reconocer el problema y al afrontarlo cuando sucede en un contexto eclesial, vosotros podéis ofrecer una orientación a los demás, dado que esta plaga se encuentra no sólo en vuestras Diócesis, sino también en cada sector de la sociedad. Esto exige una respuesta firme y colectiva.
Los sacerdotes necesitan también vuestra guía y cercanía durante este difícil tiempo. Ellos han experimentado vergüenza por lo que ha ocurrido y muchos de ellos se dan cuenta de que han perdido parte de aquella confianza que tenían una vez. No son pocos los que experimentan una cercanía a Cristo en su Pasión, a la vez que se esfuerzan por afrontar las consecuencias de esta crisis. El Obispo, como padre, hermano y amigo de sus sacerdotes, puede ayudarlos a sacar fruto espiritual de esta unión con Cristo, haciéndoles tomar conciencia de la consoladora presencia del Señor en medio de sus sufrimientos, y animándolos a caminar con el Señor por la senda de la esperanza (cf. Spe salvi, 39). Como observaba el Papa Juan Pablo II, hace seis años, “debemos confiar en que este tiempo de prueba lleve a la purificación de toda la comunidad católica”, que conducirá “a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo y a una Iglesia más santa” (Mensaje a los Cardenales de Estados Unidos, 23 abril 2002, 4). Hay muchos signos de que, en el período siguiente, ha tenido de veras lugar esta purificación. La constante presencia de Cristo en medio de nuestros sufrimientos está transformando gradualmente nuestras tinieblas en luz: cada cosa es renovada realmente en Cristo Jesús, nuestra esperanza.
En este momento una parte vital de vuestra tarea es reforzar las relaciones con vuestros sacerdotes, especialmente en aquellos casos en que ha surgido tensión entre sacerdotes y Obispos como consecuencia de la crisis. Es importante que sigáis demostrándoles vuestra preocupación, vuestro apoyo y vuestra guía con el ejemplo. De esta modo los ayudaréis a encontrar al Dios vivo y los orientaréis hacia aquella esperanza que transforma la existencia de la que habla el Evangelio.
Si vosotros mismos vivís de un modo que se configura íntimamente con Cristo, el Buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas, animaréis a vuestros hermanos sacerdotes a dedicarse de nuevo al servicio de la grey con la generosidad que caracterizó a Cristo. En verdad, si queremos ir adelante es preciso concentrarse más claramente en la imitación de Cristo con la santidad de vida. Tenemos que redescubrir la alegría de vivir una existencia centrada en Cristo, cultivando las virtudes y sumergiéndonos en la oración. Cuando los fieles saben que su pastor es un hombre que reza y dedica la propia vida a su servicio, corresponden con aquel calor y afecto que alimenta y sostiene la vida de toda la comunidad.
El tiempo pasado en la oración nunca es desperdiciado, por muy importantes que sean los deberes que nos apremian por todas partes. La adoración de Cristo nuestro Señor en el Santísimo Sacramento prolonga e intensifica aquella unión con Él que se realiza mediante
Al concluir este discurso dirigido a vosotros esta tarde, encomiendo de manera muy particular a
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1. Se pide al Santo Padre que ofrezca su valoración sobre el reto del secularismo creciente en la vida pública y sobre el relativismo en la vida intelectual, así como sus sugerencias para afrontar dichos desafíos desde el punto de vista pastoral, para poder llevar a cabo más eficazmente la evangelización.
He tratado brevemente este tema en mi discurso. Me parece significativo el hecho de que en América, a diferencia de muchas partes en Europa, la mentalidad secular no se oponga intrínsecamente a la religión. Dentro del contexto de la separación entre Iglesia y Estado, la sociedad americana está siempre marcada por un respeto fundamental de la religión y de su papel público y, si se quiere dar crédito a los sondeos, el pueblo americano es profundamente religioso. Pero no es suficiente tener en cuenta esta religiosidad tradicional y comportarse como si todo fuese normal, mientras sus fundamentos se van erosionando lentamente. Un compromiso serio en el campo de la evangelización no puede prescindir de un diagnóstico profundo de los desafíos reales que el Evangelio tiene que afrontar en la cultura americana contemporánea.
Evidentemente, es esencial una correcta comprensión de la justa autonomía del orden secular, una autonomía que no puede desvincularse de Dios Creador ni de su plan de salvación (cf. Gaudium et spes, 36). Tal vez, el tipo de secularismo de América plantea un problema particular: mientras permite creer en Dios y respeta el papel público de la religión y de las Iglesias, reduce sutilmente sin embargo la creencia religiosa al mínimo común denominador. La fe se transforma en aceptación pasiva de que ciertas cosas “allí fuera” son verdaderas, pero sin relevancia práctica para la vida cotidiana. El resultado es una separación creciente entre la fe y la vida: el vivir “como si Dios no existiese”. Esto se ve agravado por un planteamiento individualista y ecléctico de la fe y la religión: alejándose de la perspectiva católica de “pensar con
En un plano más profundo, el secularismo obliga a
Estoy convencido de que lo que necesitamos es un mayor sentido de la relación intrínseca entre el Evangelio y la ley natural por una parte y, por otra, la consecución del auténtico bien humano, como se encarna en la ley civil y en las decisiones morales personales. En una sociedad que tiene justamente en alta consideración la libertad personal,
Naturalmente, se podría añadir mucho más sobre este argumento. Sin embargo, permítanme concluir diciendo que creo que