Un libro histórico -como son los evangelios- merece credibilidad cuando reúne tres condiciones básicas: ser auténtico, verídico e íntegro. Es decir, cuando el libro fue escrito en la época y por el autor que se le atribuye (autenticidad), cuando el autor del libro conoció los sucesos que refiere y no quiere engañar a sus lectores (veracidad), y, por último, cuando ha llegado hasta nosotros sin alteración sustancial (integridad).
Y los evangelios son auténticos, en primer lugar, porque sólo un autor contemporáneo de Jesucristo o discípulo inmediato suyo pudo escribirlos: si se tiene en cuenta que en el año 70 Jerusalén fue destruida y la nación judía desterrada en masa, difícilmente un escritor posterior, con los medios que entonces tenían, habría podido describir bien los lugares; o simular los hebraísmos que figuran en el griego vulgar en que está redactado casi todo el Nuevo Testamento; o inventarse las descripciones que aparecen, tan ricas en detalles históricos, topográficos y culturales, que han sido confirmadas por los sucesivos hallazgos arqueológicos y los estudios sobre otros autores de aquel tiempo. Los hechos más notorios de la vida de Jesús son perfectamente comprobables mediante otras fuentes independientes de conocimiento histórico.
Respecto a la integridad de los evangelios, nos encontramos ante una situación privilegiada, pues desde los primeros tiempos los cristianos hicieron numerosas copias en griego y en latín, para el culto litúrgico y la lectura y meditación de las escrituras.
Gracias a ello, los testimonios documentales del Nuevo Testamento son abundantísimos: en la actualidad se conocen más de 6.000 manuscritos griegos; hay además unos 40.000 manuscritos de traducciones antiquísimas a diversas lenguas (latín, copto, armenio, etc.), que dan fe del texto griego que tuvieron a la vista los traductores; nos han llegado 1.500 leccionarios de Misas que contienen la mayor parte del texto de los evangelios distribuido en lecciones a lo largo de todo el año; y a todo ello hay que añadir las frecuentísimas citas del evangelio de escritores antiguos, que son como fragmentos de otros manuscritos anteriores perdidos para nosotros.
Toda esta variedad y extensión de testimonios de los evangelios constituye una prueba históricamente incontrovertible. Si lo comparáramos, por ejemplo, con lo que conocemos de las grandes obras clásicas, veríamos que los manuscritos más antiguos que se conservan de esas obras son mucho más distantes de la época de su autor. Por ejemplo: Virgilio (siglo V, unos 500 años después de su redacción original), Horacio (siglo VIII, más de 900 después), Platón (siglo IX, unos 1400), Julio César (siglo X, casi 1100), y Homero (siglo XI, del orden de 1900 después).
Sin embargo, hay papiros de los evangelios datados en fechas muy cercanas a su redacción original (hay que decir que hoy día, gracias a los avances de los estudios filológicos, se pueden datar con gran precisión): el Códice Alejandrino, unos 300 años después; el Códice Vaticano y el Sinaítico, unos 200; el papiro Chester Beatty, entre 125 y 150; el Bodmer, aproximadamente 100; y el papiro Rylands, finalmente, dista tan sólo 25 o 30 años.
¿Certeza total?
Ahora bien, hay quienes ponen en duda la certeza total de los evangelios ya que los manuscritos han sido muchos y muy antiguos y los copistas han podido hacer interpolaciones o deformar algunos pasajes. Sin embargo, habiendo tantísimas copias y de procedencia tan diversa (son decenas de miles, en varios idiomas y encontradas en lugares y fechas muy distantes), es facilísimo desenmascarar al copista que hace alguna alteración del texto, porque difiere de las demás copias que llegan por otras vías. Han aparecido, de hecho, un reducido número de falsificaciones o copias apócrifas; pero siempre se han detectado con facilidad, gracias a la prodigiosa coincidencia del resto de las versiones.
Así se ha venido comprobando a lo largo del propio proceso histórico de descubrimiento de los diversos manuscritos: por ejemplo, en el siglo XVI se hicieron numerosas ediciones impresas basadas en profundos estudios críticos sobre copias manuscritas, algunas de las cuales se remontaban hasta el siglo VIII, que era lo más antiguo que conocían entonces; posteriormente se encontraron códices de los siglos IV y V, y concordaban sustancialmente con aquellos textos impresos; más adelante, desde el siglo XIX hasta nuestros días, se han ido encontrando cerca de cien nuevos papiros escritos entre los siglos II y IV, la mayoría procedentes de Egipto, que han resultado coincidir también de forma realmente sorprendente con las copias que se tenían.
Teniendo en cuenta la diversísima procedencia de cada uno de esos documentos -repito que son decenas de millares-, cabe deducir que la prodigiosa coincidencia de todas las versiones que nos han llegado es un testimonio aplastante de la veneración y fidelidad con que se han conservado los evangelios a lo largo de los siglos, así como de su autenticidad e integridad indiscutibles.
El Nuevo Testamento es, sin comparación con cualquier otra obra literaria de la antigüedad, el libro mejor y más abundantemente documentado.
¿Es verdad lo que cuentan los evangelios?
Respecto a la veracidad de los evangelios, podrían señalarse multitud de razones. Pascal, refiriéndose al testimonio que dieron con su vida los primeros cristianos, señala un argumento muy sencillo y convincente: "Creo con más facilidad las historias cuyos testigos se dejan martirizar en comprobación de su testimonio".
Haber llegado a la muerte por ser fieles a las enseñanzas de los evangelios otorga a esas personas una fuerte garantía de veracidad (por lo menos, se conocen pocos mentirosos que hayan muerto por defender sus mentiras).
Por otra parte, es bastante llamativo, por ejemplo, que los evangelistas no callen sus propios defectos ni las reprensiones recibidas de su maestro, así como que relaten hechos embarazosos para los cristianos, que un falsificador podría haber ocultado. ¿Por qué no se han corregido, o al menos pulido un poco, los pasajes más delicados?
¿Qué razones hay, por ejemplo, para que se narre la traición y dramática muerte de Judas, uno de los doce apóstoles, elegido personalmente por Jesucristo? Ha habido -señala Vittorio Messori- muchas oportunidades para omitir ese episodio, que desde el inicio fue motivo de escarnio contra los cristianos (¿Qué clase de profeta es éste -ironizaba Celso-, que no sabe siquiera elegir a sus seguidores?); sin embargo, el pasaje ha llegado inalterado hasta nosotros.
La única explicación razonable es que ese hecho, por desgraciado que fuera, ocurrió realmente. Los evangelistas estaban obligados a respetar la verdad porque, de lo contrario -y dejando margen a otros motivos-, las falsificaciones habrían sido denunciadas por sus contemporáneos. Los cristianos fueron en aquellos tiempos objeto de burlas, se les consideró locos, pero no se puso en discusión que lo que predicaran no correspondiera a la verdad de lo que sucedió.
Además, puestos a inventar -continúa Messori-, difícilmente los evangelistas hubieran ideado episodios como la huida de los apóstoles ante la Pasión, la triple negación de Pedro, las palabras de Cristo en el Huerto de los Olivos o su exclamación en la cruz ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"), sucesos que nadie habría osado escribir si no hubieran sido escrupulosamente reales: tan contrarios eran a la idea de un Mesías, victorioso y potente, arraigada en la mentalidad hebrea de la época.
Ante contrastes de este tipo, el propio Rousseau, nada sospechoso de simpatía hacia la fe católica, solía afirmar, hablando de los evangelios: ¿Invenciones...? Amigo, así no se inventa.
La mayoría de los argumentos que en estos dos últimos siglos se han dirigido contra la veracidad de los evangelios parecen dictados por un prejuicio ideológico. Y toda esa fuerte crítica, que en algunos momentos pareció poner en crisis la fe tratando de eliminar su base histórica, ha logrado más bien, como de rebote, fortalecerla. Un gran número de sucesivos descubrimientos ha ido barriendo poco a poco toda la nube de hipótesis que se habían ido formando en su contra.
La nube que ahora flota en el ambiente es más bien la sospecha de si muchos de aquellos grandes desmitificadores de la fe no habrán resultado finalmente ser, en realidad, unos grandes inventores de mitos en torno a la interpretación de los evangelios (unos mitos que por aquellos años nadie osaba discutir). Hoy -asegura Lucien Cerfaux, prestigioso especialista de exégesis bíblica-, después de dos siglos de ensañamiento crítico, estamos descubriendo con sorpresa que, posiblemente, el modo más "científico" de leer los evangelios es leerlos con sencillez.