por Fernando Pascual
La sociedad tiene que promover, también en el mundo de la investigación y la ciencia, valores y principios fundamentales. Los derechos humanos valen para todo hombre. El respeto de esos derechos ha de ser exigido a toda persona capaz de actuar de modo responsable y libre, también al científico.
Las Naciones Unidas no han sido capaces de alcanzar un acuerdo acerca de la prohibición de la clonación humana. En la votación del 6 de noviembre de 2003 se decidió, con 80 votos a favor, 79 en contra y 15 abstenciones, posponer el debate por dos años.
¿Por qué se ha llegado a esta situación? Se trata de un enfrentamiento de puntos de vista. Por un lado, un amplio grupo de países apoyaban la propuesta de Costa Rica, en la que se prohibía tanto la clonación reproductiva como la así llamada “clonación terapéutica”. Por otro, Bélgica y un grupo minoritario de países, defendían prohibir sólo la clonación reproductiva y, al mismo tiempo, dejar libertad a las naciones para legislar sobre la “clonación terapéutica”. Un tercer grupo de países, encabezados por Irán, propusieron posponer la discusión hasta dentro de dos años. Esta propuesta fue la que finalmente, con un mínimo margen de votos, fue aceptada.
Detrás todas estas discusiones se esconde un problema más profundo. Hay que defender, por una lado, la libertad de la investigación, ese margen de acción necesario para que los científicos puedan trabajar, sobre todo cuando buscan caminos para promover el bien de otros seres humanos. Por otro, hay que reconocer esa legítima intervención de la sociedad para poner límites éticos que den garantías de respeto y de seguridad para toda la humanidad, también por lo que se refiere a la investigación científica.
La ciencia busca conocer. Para ello, usa aquellos procedimientos más eficaces, lleva a cabo aquellos experimentos que permitan mejores resultados. Pero no hay que ser un Platón para reconocer que no todo lo que funciona, no todo experimento, es ético. Muchas veces los hombres han buscado ser eficaces a través de la violencia, del robo, del crimen organizado u ocasional. El caso de los médicos que colaboraron con el nacismo y realizaron experimentos de una crueldad inimaginable no es un algo aislado. Ha habido, y hay, científicos (esperamos que pocos) que engañan, que roban secretos a compañeros, que abusan de enfermos para hacer experimentos inhumanos, que sueñan sólo en el dinero y la fama, que se someten a los proyectos de gobernantes sin escrúpulos para descubrir nuevas armas de destrucción masiva o sistemas para esterilizar a grupos sociales o raciales considerados “inferiores”, que practican el aborto como si fuese lo más natural del mundo.
Encontrarnos ante estos científicos no debe ser motivo de escándalo. Hombres deshonestos los hay en casi todos los grupos sociales, y la clase de los investigadores no está inmune de las debilidades humanas. El hecho de que una persona tenga muchos títulos universitarios, haya recibido premios o reconocimientos nacionales o internacionales por algún descubrimiento o, incluso, haya promovido actividades filantrópicas, no garantiza el que un día realice un experimento claramente injusto, o se decida a vender un secreto de laboratorio a una empresa de armamento o a un dictador sin escrúpulos.
Por ello, la sociedad tiene que promover, también en el mundo de la investigación y la ciencia, valores y principios fundamentales. Los derechos humanos valen para todo hombre. El respeto de esos derechos ha de ser exigido a toda persona capaz de actuar de modo responsable y libre, también al científico.
Aquí encuentra su sentido la discusión sobre temas como la clonación, el aborto, la eutanasia y otras posibilidades técnicas que la medicina moderna tiene ante sus ojos.
Haber prohibido toda forma de clonación hubiese significado promover una cultura de respeto al hombre, a cada hombre. No sólo al individuo que pueda ser resultado de una clonación, sino, de modo especial, al científico y al personal que trabaja en un laboratorio, para que no se degraden con un acto injusto, contrario a los principios éticos.
Aquí conviene aclarar una cosa que ha pasado desapercibida a algunos medios de comunicación social. La así llamada “clonación terapéutica” es también clonación reproductiva, en el sentido de que produce (“reproduce”) un individuo humano que tiene un material genético casi totalmente idéntico (al menos en el núcleo) a otro individuo ya existente. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre estos dos “tipos” de clonación? Mientras la clonación reproductiva dejaría nacer al individuo clonado, la así llamada “clonación terapéutica” lo habría fabricado para experimentar con él y luego destruirlo, lo cual es un acto que atenta gravemente contra el respeto debido a todo individuo humano, incluso al que es “producido” por clonación. En otras palabras, es mucho más grave la “clonación terapéutica” que la reproductiva, y el hecho de que algunos países y científicos defiendan la “terapéutica” no puede sino ser motivo de condena y de rechazo por parte de quienes defienden los derechos humanos.
Conviene aclarar, por último, que no habría bastado con prohibir cualquier forma de clonación. Los científicos gozan de una gran libertad de acción en sus laboratorios, libertad que les permite realizar numerosos actos que no acabamos de comprender bien los que no poseemos toda la ciencia que ellos han conquistado a través del estudio. Pero esa libertad implica una mayor responsabilidad. A más margen de acción, mayor urgencia por comprender la importancia del respeto a cada ser humano.
Cuando un laboratorio de reproducción artificial tiene en sus manos los óvulos de varias mujeres, los espermatozoos de varios hombres, y otros tejidos de adultos, fetos o embriones, de hombres y de animales, sabe muy bien que puede hacer, a escondidas, experimentos ilegales. Puede clonar, puede crear embriones para investigación, puede hacer híbridos entre hombres y animales. Los estados, ciertamente, deberán promover sistemas de control, pero lo principal está en la formación ética del científico.
La ciencia ofrece a la humanidad un número creciente de descubrimientos. Cada nueva frontera conquistada abre nuevas posibilidades. Orientar bien todo este cúmulo de saberes depende de la ética. No basta con enseñar en la universidad lo que es posible hacer, sino lo que es correcto. El respeto al hombre, a cada hombre, desde que inicia su existencia como cigoto hasta que muere, debe ser el criterio de discernimiento fundamental para juzgar las acciones de los científicos. Fuera de ese respeto podrán darse descubrimientos importantes, pero será mucho más lo que se pierda. No vale la pena vivir en un mundo técnicamente perfecto y éticamente inhumano.
Fernando Pascual
Fuente: http://www.arbil.org/