Hemos estudiado algunos comentarios del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de Nicea-Constantinopla, en su unidad, que sobrepasa sus diferencias.
Conviene, ahora, echar nuevamente una mirada sobre los orígenes bíblicos, las lagunas aparentes y las irradiaciones futuras de esos textos.
Orígenes bíblicos, pero especialmente apostólicos
El conjunto de las afirmaciones que nos presentan los dos símbolos constituye una elección operada en las Escrituras del Nuevo Testamento por los sucesores de los Doce. Esta evidencia se impone a tal punto que no es necesario mostrarla en detalle. Igualmente, las afirmaciones post-arrianas del Símbolo de Nicea presentan un sabor escriturario: El Hijo es “Luz de Luz”, porque, Luz del Mundo (Jn 8,12), viene de Dios que es Luz (1 Jn 1,5).
En los contextos distintos y sucesivos de las persecuciones judías y paganas, de la gnosis y del arrianismo, los proclamadotes de estos símbolos, los sucesores de los Doce, han querido recopilar “lo que hay de más importante para dar plenamente la enseñanza única de la fe […] este resumen encierra en pocas palabras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento”.
Por una parte, como lo observaba ya Cirilo de Jerusalén, “todos no pueden leer las Escrituras”, de tal manera que sean capaces de extraer de ellas los puntos más importantes: “unos son impedidos de conocerla bien por su incultura, otros por sus ocupaciones”; por tanto, los obispos redujeron a algunos versículos toda la enseñanza de la fe, la fe de la Iglesia que se apoya sobre toda la Escritura” (ibid.).
Por otra parte, las Escrituras del Nuevo testamento resultan, en sí mismas, enseñanza de los doce apóstoles, enviados por Cristo. Durante casi un cuarto de siglo, hablaron sin escribir.
Incluso, después de la escritura de las epístolas y de los evangelios, la catequesis de los apóstoles y de sus sucesores permaneció fundamentalmente oral. El resumen escrito de los símbolos constituía una “ayuda memoria”. Los candidatos al bautismo debían ser iniciados no sólo a una vida individual en Cristo, sino también en la vida colectiva de la Iglesia. El Símbolo de la fe no era para ellos, solamente, un punto de referencia primero y fundamental, un sumario” de las verdades a creer, sino también un “signo de reconocimiento”, gracias al cual se identificaba mutuamente como profesando en conjunto la misma fe.
Ahora bien, si abrimos el Nuevo Testamento y buscamos las huellas de las predicaciones apostólicas, encontraremos “desde las más remotas épocas, las personas del padre y del Espíritu, vinculadas de manera indisoluble a la obra del Hijo. Los textos abundan en el Nuevo Testamento, que asocian las Tres personas de la Trinidad, las fórmulas que hacen presentir una tradición a la vez primitiva y común a todos”, dice justamente el exegeta Pierre Benoît. Así, resulta que la fórmula bautismal de Mt 28, 19-20, tan explícitamente trinitaria, es inseparable de todo un conjunto más o menos análogo, especialmente de “fórmulas litúrgicas que traicionan la costumbre constante de mencionar conjuntamente al Padre y al Hijo”. Citemos: 1 Co 6, 11; 12, 4-6; Ep 2, 18; 1P 1,2.
“En verdad, agrega también P. Benoît, es todo el mensaje del Nuevo Testamento el que está fundado sobre la fe con el concurso de las Tres personas divinas para la consumación de la salvación”.
El estudio de la historia de los orígenes cristianos nos fuerza, pues, a reconocer que “la Escritura (agreguemos incluso antes de ella, los Apóstoles) nos ha revelado las Personas divinas a través de los actos que realizaron por realizaron por nosotros, creándonos, salvándonos y santificándonos. Es esta fe concreta y penetrada de historia la que expresa la fórmula trinitaria”. Tomando ésta como marco de su Símbolo, la Iglesia conservó la orientación auténtica del cristianismo primitivo.
En el mismo sentido, el documento ecuménico titulado Confesar la de común (13) dice: “el Símbolo de Nicea no es sino uno de los numerosos símbolos cuya necesidad ha sido reconocida desde la época del Nuevo Testamento para permitir a la Iglesia formular y definir su fe. Esos textos resumen y subrayan los alcances esenciales de la fe apostólica. Muchos de ellos fueron elaborados en una relación estrecha con el Bautismo”.
Pero, es precisamente aquí que surgen algunas dificultades. ¿El Símbolo y el Credo son suficientes?, ¿están completos?
¿Lagunas en Símbolo de los Apóstoles y en el Credo de Nicea?
Después de la Quinta Conferencia mundial de la Fe y Constitución, en Francisco de Compostela, en agosto de 1993, el teólogo luterano alemán Wolfhart Pannenberg observaba: “Muchos elementos del testimonio de la fe (contenidos en las Escrituras) no están explícitamente mencionados en el Símbolo de Constantinopla. Éste no menciona ni la doctrina de la justificación por la fe de Pablo, ni el culto eucarístico de la Iglesia que conmemora la Cena de Jesús,… ni una sola palabra sobre su bautismo por Juan… temas centrales para la consciencia que un cristiano tiene de su fe”.
Pannenberg responde a la dificultad: “esos temas no están verdaderamente ausentes en el Símbolo de Constantinopla. Están implícitamente presentes. Toda la doctrina de la justificación por la fe esta implicada en lo que se dice sobre el bautismo como remisión de los pecados. La Iglesia una, santa, católica y apostólica es impensable sin la presencia de la Eucaristía en el centro de su vida cultual”.
En su discurso de 1993, en España, el teólogo luterano alemán insistió muchas veces sobre esta dialéctica de lo implícito-explícito entre Símbolo de Nicea y Escritura del Nuevo Testamento que condiciona una lectura correcta de este Símbolo. Reunían así, sin nombrarlas, las catequesis bautismales y mistagógicas de Cirilo de Jerusalén.
Poco después de él, Epifanio de Salamina, en su Credo anterior al de Nicea-Constantinopla, pero no sin influencia sobre él, confesaba en el tercer artículo al Espíritu santo descendido sobre el Jordán… y el bautismo de penitencia (DS44), que unía de esta manera el bautismo de Cristo por Juan al bautismo de los cristianos para la remisión de sus pecados. Se encuentra en las mismas menciones, en la misma época anterior a Constantinopla I, en un símbolo armenio y otro probablemente originario de la región siro-palestina (DS 46 y 48).
Con los historiadores de las doctrinas, tales como son los padres Orbe y Cantalamesa, se puede admitir que en Cirilo de Jerusalén, Basilio, Ambrosio, como en Epifanio se encontraba todavía presente el punto de vista de Ireneo (AH, 9, 3): “El Verbo de Dios por haber asumido una carne y haber sido ungido con el Espíritu por el Padre, se convirtió en Jesucristo… El Espíritu de Dios descendió sobre Él, el Espíritu de ese Dios mismo, que, por los Profetas había prometido conferirle la Unción – con el fin de que, recibiendo nosotros la superabundancia de esta unción, seamos salvados”.
El Espíritu dado en Pentecostés a la Iglesia, el Espíritu que sigue siendo dado a cada bautizado en su confirmación es el mismo que descendió sobre Jesús bautizado en las aguas del Jordán, y lo lanzó en su misión crucificante y salvífica.
El tercer artículo, vinculado al segundo, significa, pues, que el Espíritu continúa siendo dado por el Padre y el Hijo a la Iglesia para enviarlo al mundo conminas a su salvación. El doble mensaje, bautismal y eucarístico, de Pablo y de Juan continúa estando presente – con una presencia implícita que nos toca explicitar en el Símbolo de los Apóstoles que exaltan la comunión de los santos, en el Credo de Nicea Constantinopla, que reconocen en la de de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Contra todos los riesgos de expresar otra fe, Nicea-Constantinopla nos representa la unidad de la fe a través de los siglos, como lo subraya justamente Pannenberg.
La historia de los símbolos reconocidos por la Iglesia y de los comentarios patrísticos de los dos principales, entre ellos, es la de su lucha continua y siempre creciente para fortificar su propia unidad con la gnosis, el arrianismo y el monofisismo. Una, única y universal en el espacio, la Iglesia lo es también en el tiempo; y la fidelidad al don divino de sus propios Credo pasados la ayuda a tomar una conciencia cada vez más aguda.
Hoy día, sobre las personas divinas del Padre, de su Hijo único y de su Espíritu, la Iglesia nos hace participar siempre en la fe de Atanasio, de Basilio, de los dos Cirilos, de Ambrosio y de Agustín. Sobre todo, en y por la continua celebración de los sacramentos y del sacrificio eucarístico que esta identidad en la fe es proclamada y manifestada.
En el presente, se podría decir que los dos Símbolos, el de los Apóstoles y el de Nicea-Constantinopla, nos hacen oír simultáneamente la voz de los apóstoles, de sus sucesores (a partir especialmente de los Asia Menor, diríamos con Smulders), del obispo de Roma a la cabeza, lo mismo que los dos concilios ecuménicos: Nicea I y Constantinopla I. A todas estas voces se unen los obispos y los bautizados laicos a lo largo de dieciséis siglos de cristianismo. Los dos símbolos constituyen, pues, hoy día una manifestación a la vez histórica y espacial de la catolicidad de la Iglesia, que une a la vez la Tradición, la Escritura y el magisterio. Esos dos símbolos nos hacen comprender la maravillosa meditación de la Iglesia sobre su propio magisterio, en y por el cual Cristo salvador se propaga y se comunica, con su Padre y su Espíritu.
La Iglesia integró esos dos símbolos en la celebración de su culto, en un desarrollo a la vez tardío e irreversible. Ciertamente, el Nuevo Testamento (a semejanza del Antiguo) nos muestra que la Iglesia jamás vivió sin la confesión ni la profesión de su fe. La necesidad de comprenderla e incluso de escucharla siempre fue percibida en el seno de la comunidad cristiana, aún antes de todo registro escrito. Porque, siempre, el bautismo y (por consecuencia) la participación en la eucaristía no han sido concedidas por la Iglesia sino a los creyentes que manifiestan la voluntad de una vida santa.
Hoy, como en los primeros tiempos, la participación en el Credo de la Iglesia es, para todo adulto, un elemento esencial de la integración en su culto. En ese culto cotidiano, el Espíritu es co-adorado y conglorificado con el Padre y el Hijo en el instante mismo en que suscita la adoración del Hijo y, por Él y con Él, la del Padre. Los creyentes proclaman su deber no sólo de creer, sino también de adorarlos en y con el Espíritu. En el texto mismo del Credo de Nicea, el “creemos” se convierte en “adoramos, glorificamos, confesamos y esperamos”. La fe se convierte en voluntad de someterse en la adoración, en proclamación de gloria divina, en espera de vida eterna. Los tres son amados, creídos y esperados. Esperamos la visión del Hijo.
Proyecciones futuras
En el hoy de la Iglesia, sus miembros tienden hacia un doble futuro, temporal y eterno.
Por sí misma, la Iglesia es misterio de fe: si la Iglesia es vista en la Historia de la humanidad tal como los hombres veían a Cristo hombre como ellos, la Iglesia cree en su propio misterio tal como los apóstoles creían en Cristo Dios (ver Jn 20, 8.25.29: ver y creer).
En el instante en que ella proclama delante del mundo que cree ser el Templo de los tres, desde entonces, la Iglesia espera con ardiente deseo su propia culminación, su consumación en la unidad. Ella reconoce que sus miembros terrestres no le han sido definitivamente incorporados. Son sus miembros provisorios, en espera de su fijación definitiva en ella.
A fortiori, no causa sorpresa percibir que algunos bautizados, perteneciéndoles ya de alguna manera, creen poder constituir comunidades eclesiales sin símbolo de fe. Lo que no quiere decir sin fe. En otros términos, esas Iglesias, desprovistas de símbolo en su culto habitual, no expresan por medio de una confesión y profesión de fe aquello que, sin embargo, une entre ellos a los miembros de cada una de ellas.
Pero, encuentran, frente a sus ojos, el milagro y el misterio de una Iglesia que, confesando su fe, progresa también en la expresión y el conocimiento de esa fe, de una Iglesia que se transmite ofreciéndose en el sacrificio eucarístico, se proclama, se dice, se enseña y atrae hacia ella, a las comunidades de bautizados. “Cristo ejerce continuamente su acción en el mundo para conducir a los hombres hacia la Iglesia, unírsele mediante ella más estrechamente y hacerlos parte de su vida gloriosa en su dar y recibir para nutrir su propio Cuerpo y su Sangre”, como lo subraya el Concilio Vaticano II (LG 50).
Es en esta Iglesia una y universal, que atrae hacia la plenitud en perpetuo progreso a las comunidades eclesiales de bautizados con miras a formar, en la eternidad, con ellas a la Iglesia finalmente perfectamente universal, idéntica al Reino: “todos los justos, desde Adán, desde Abel hasta el último elegido se encontrarán reunidos delante del Padre en la Iglesia universal” (LG2).
La Iglesia de hoy cree que su fe y su esperanza, como estructuras visibles, entre ellas sus Escrituras y el pontificado, desaparecerán el último día para dejar el lugar a su esplendor inamisible, cuando Cristo reúna a todos los justos y su Reino, convertido en Reino del Padre, no esté compuesto sino de justos (ver Mt 13, 41-43).
En el día del Juicio, el Símbolo de los Apóstoles y el Credo de Nicea desaparecerán: Cristo visto y amado permanecerá como recompensa indefectible de la fe perseverante.
Destaquemos, por ejemplo, las citas bíblicas implícitamente contenidas en el tercer artículo del Credo de Nicea-Constantinopla: El espíritu es Señor (2 Co 3, 17) y vivificador (1 Co 15, 45: 2 Co 3, 6; Jn 6, 63); procede del Padre (Jn 15, 26).
Cirilo de Jerusalén, Catequesis 5, 12; CIC 186.
P. Benoît, Exégèse et théologie, París, 1961, t. II, 208-210.
W. Pnnenberg, DC, 1993, 829-831.
Cirilo de Jerualén, cat 3, 11 y 14; Pedro Crisólogo, Sermo 59; ML 52, 363 C: “unctio quae per reges, prophetas et sacerdotes olim cucurrerat in figuram, in hunc regem regué, sacerdotem sacerdotum, prophetarum propheta tota se plenitudine Spiritus divinitatis effudit ut regnun et sacerdotium quod per alios praemiserat temporaliter, in auctorem ipsum refunderet et dedderet sempiternum”.
A. Orbe, La Unción del Verbo, Roma 1961, An. Grez. 113; R. Cantalamesa, Credo in Spiritum Sanctum, Roma, 1983, t. I, 119 s.; San Basilio, De Spiritu Sancto, 16 CIC 536-537: “el Bautismo de Jesús, es la aceptación de la inauguración de su destino de Servidor Sufriente. Consiente por amor a ese bautismo de muerte por la remisión de nuestros pecados… Por el Bautismo, el cristiano está sacramentalmente asimilado a Jesús que anticipa en su Bautismo su muerte y su resurrección; debe entrar en ese misterio de rebajamiento y de penitencia…”
Vaticano II, Unitatis redintegratio (sobre el ecumenismo) 3, fin: aliquo modo.
CFC XX, 13: “las Iglesias llamadas “sin símbolo ni fe” comparten la fe apostólica expresada en ese símbolo de [de Nicea],” Sin símbolo en su culto habitual, se puede esperar que al menos, en ocasiones particulares, los representantes de esas Iglesias, se junten a los que profesan el Símbolo de Nicea” (CFC, Introducción, § 13)