Discursos y Homilías

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Homilia de Su Santidad el Papa Benedicto XVI en la Divina Liturgia de San Juan Crisostomo en la Iglesia Patriarcal de San Jorge en el Fanar – Fiesta de San Andrés Apóstol (30 de noviembre de 2006)

La Divina Liturgia celebrada en la Fiesta de San Andrés Apóstol, Patrón de la Iglesia de Constantinopla, nos traslada en el tiempo a la Iglesia temprana, la época de los Apóstoles. Los Evangelios de Marco y Mateo, nos narran como llamó Jesús a los dos hermanos, Simón, a quien llamó Cefas o Pedro, y Andrés: “Seguidme, y os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19; Mc 1,17). El cuarto Evangelio presenta también a Andrés como el primero de los dos apóstoles llamados “ho protoklitos”, como es conocido por la tradición bizantina. Es Andrés quien luego lleva a su hermano Simón hasta Jesús (Jn 1,40).

Hoy día, en esta Iglesia Patriarcal de San Jorge, podemos experimentar una vez más la comunión y llamado de los dos hermanos, Simón Pedro y Andrés, en el encuentro del Sucesor de Pedro y su Hermano en el ministerio Episcopal, la cabeza de esta Iglesia tradicionalmente fundada por el Apóstol Andrés. Nuestro encuentro fraterno destaca la relación especial uniendo las Iglesias de Roma y Constantinopla como Iglesias Hermanas.

Con profunda alegría damos gracias a Dios por concedernos nueva vitalidad a la relación que se ha desarrollado desde el memorable encuentro en Jerusalén en diciembre de 1964 entre nuestros predecesores, Pablo VI y el Patriarca Atenágoras. Su intercambio epistolar, publicado en el volumen llamado Tomos Agapis, testimonia profundamente los lazos que crecieron entre ellos, lazos que se reflejan en la relación entre las Iglesias hermanas de Roma y Constantinopla.

El 7 de diciembre de 1965, la víspera de la sesión final del Concilio Vaticano II, nuestros venerables predecesores dieron un único e inolvidable paso en la Iglesia Patriarcal de San Jorge y en la Basílica Vaticana de San Pedro respectivamente: borraron de la memoria de la Iglesia las trágicas excomuniones de 1054. En este sentido confirmaron un gran avance en nuestra relación. Desde entonces, muchos otros pasos importantes se han dado a lo largo del camino del reacercamiento mutuo. Recuerdo en particular la visita de mi predecesor, el Papa Juan Pablo II a Constantinopla en 1979, y las visitas a Roma del Patriarca ecuménico Bartolomé I.

En ese mismo espíritu, mi presencia hoy aquí busca renovar nuestro compromiso de avanzar en el sendero hacia el restablecimiento –por gracia de Dios- de la total comunión entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla. Puedo asegurarles que la Iglesia Católica está dispuesta a hacer todo lo posible para superar obstáculos y buscar junto a nuestros hermanos y hermanas ortodoxos, medios de cooperación pastoral aun mas eficaces para este fin.

Los dos hermanos, Simón, llamado Pedro,  y Andrés, fueron pescadores a quienes Jesús llamó a ser pescadores de hombres. El Señor resucitado, antes de su ascensión, los envió junto a los demás apóstoles con la misión de tornar sus discípulos a todas las naciones, bautizándolas y proclamándoles sus enseñanzas (cf. Mt 28,19ss; Lc 24,47; Hch 1,8).

Este encargo que nos dejaron nuestros santos hermanos Pedro y Andrés está lejos de haber concluido. Por el contrario, hoy en día es aún mas urgente y necesario. Pues se dirige no solo a aquellas culturas que han sido tocadas apenas marginalmente por el mensaje del Evangelio, sino también a las largamente establecidas culturas europeas profundamente cimentadas en la tradición cristiana. El proceso de secularización ha debilitado el mantenerse en tal tradición; ciertamente, se ha puesto en cuestión y hasta rechazado. De cara a esta realidad, estamos llamados, junto a todas las demás comunidades cristianas, a renovar la conciencia de Europa de sus raíces, tradiciones y valores cristianos, dándoles nueva vitalidad.

Nuestros esfuerzos por establecer lazos mas cercanos entre las Iglesias católica y ortodoxa son parte de esta tarea misionera. Las divisiones existentes entre los cristianos son un escándalo para el mundo y un obstáculo para la proclamación del Evangelio. En la víspera de su pasión y muerte, el Señor, rodeado de sus discípulos, oró fervientemente para que todos sean uno, para que el mundo crea (cf Jn 17,21). Es solamente a través de la comunión fraterna entre los cristianos y a través de su amor mutuo, que el mensaje de Dios para todos y cada uno de los hombres y mujeres se hará creíble. Todo aquel que dé una mirada al mundo cristiano de hoy ve la urgencia de este testimonio.

Simón Pedro y Andrés fueron llamados juntos a tornarse pescadores de hombres. Esta misma tarea, sin embargo, tomó una forma diferente para cada uno de los hermanos. Simón, mas allá de sus debilidades humanas, fue llamado “Pedro”, la “roca” sobre la cual la Iglesia iría a ser construida; fue a él a quien de modo particular le fueron confiadas las llaves del Reino de los cielos (cf Mt 16,18). Su misión lo llevaría de Jerusalén a Antioquia, y de Antioquia a Roma, de modo que en esa ciudad ejerciese una responsabilidad universal. El asunto del servicio universal de Pedro y sus sucesores infelizmente ha levantado diferencias de opinión, que esperamos superar, gracias también al diálogo teológico que ha sido recientemente reasumido.

Mi venerable predecesor, el Siervo de Dios Papa Juan Pablo II, habló de la misericordia que caracteriza el servicio de Pedro por la unidad, una misericordia que el propio Pedro fue el primero en experimentar (Encíclica Ut Unum sint 91). Es sobre esta base que el Papa Juan Pablo II extendió una invitación a entrar en un diálogo fraterno que buscara identificar caminos por los cuales el ministerio petrino pueda ser ejercido hoy en día, respetando su naturaleza y esencia, las formas por las que este ministerio pueda realizar el servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros (ibid., 95). Hoy día, es mi deseo recordar y renovar dicha invitación.

Andrés, el hermano de Simón Pedro, recibió otra tarea del Señor, una que su propio nombre sugiere. Como alguien que habló la lengua griega, se tornó –junto a Felipe- el Apóstol del encuentro con los griegos que llegaron hasta Jesús (cf Jn 12,20ss.). La tradición nos relata que no apenas fue misionero en Asia menor y los territorios al sur del Mar Negro, es decir en esta misma región, sino también en Grecia, donde sufrió el martirio.

El Apóstol Andrés, por ello, representa el encuentro entre el cristianismo temprano y la cultura griega. Este encuentro, particularmente en Asia Menor, fue posible gracias especialmente a los grandes Padres Capadocios, que enriquecieron la liturgia, la teología y la espiritualidad tanto de la Iglesia oriental como de la occidental. El mensaje cristiano, como el grano de trigo (cf Jn 12,24), cayó en esta tierra y dio mucho fruto. Debemos estar profundamente agradecidos por el patrimonio que surgió del fructuoso encuentro entre el mensaje cristiano y la cultura helénica. Ha tenido un duradero impacto en las Iglesias de oriente y occidente. Los Padre griegos nos han dejado un tesoro del cual la Iglesia continúa sacando antiguas y nuevas riquezas. (Mt 13,52).

La lección del grano de trigo que muere para dar fruto tiene también un paralelo en la vida de San Andrés. La Tradición nos relata que él siguió el destino de su Señor y Maestro, terminando sus días en Patras, Grecia. Como Pedro, soportó el martirio en una cruz, la cruz diagonal que hoy en día veneramos como la Cruz de San Andrés. De su ejemplo aprendemos que el camino de cada cristiano, como el de la Iglesia en su totalidad, nos conduce a la nueva vida, a la vida eterna, a través de la imitación de Cristo y la experiencia de su cruz.

En el curso de la historia, tanto la Iglesia de Roma como la de Constantinopla han experimentado la lección del grano de trigo. Juntos veneramos muchos de los mismos mártires cuya sangre, en las celebradas palabras de Tertuliano, se tornaron semilla de nuevos cristianos (Apologeticum 50,13). Con ellos, compartimos la misma esperanza que impulsa a la Iglesia a “avanzar, como un extranjero en tierra extraña, en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (Lumen Gentium, 8, cf. San Agustín, De Civ. Dei, XVIII,51,2). Por su parte, el siglo que acabamos de culminar vio también valientes testigos de la fe, tanto en oriente como en occidente. Aun hoy, hay muchos de estos testigos en diversas partes del mundo. Los recordamos en nuestras oraciones y, del modo que podamos, les ofrecemos nuestro apoyo, mientras urgimos a todos los líderes del mundo a respetar la libertad religiosa como un derecho humano fundamental.

La Liturgia Divina en la cual hemos participado fue celebrada de acuerdo al rito de San Juan Crisóstomo. La cruz y la resurrección de Jesucristo se han hecho místicamente presentes. Para nosotros los cristianos esta es la fuente y signo de esperanza continuamente renovada. Encontramos esa esperanza bellamente expresada en el antiguo texto que conocemos como la Pasión de San Andrés: “te saludo, oh Cruz, consagrada por el Cuerpo de Cristo y adornada por sus miembros como por preciosas perlas...Que los fieles conozcamos tu alegría, y los dones que conservas atesorados...”

Esta fe en la muerte redentora de Cristo en la cruz, y esta esperanza que el Cristo Resucitado ofrece a toda la familia humana, son compartidos igualmente por todos nosotros, ortodoxos y católicos. Que nuestra oración y acción diarias se inspiren en el ferviente deseo no solo de estar presentes en la Divina Liturgia, sino de poder celebrarla juntos, de participar en la única mesa del Señor, compartiendo el mismo pan y el mismo cáliz. Que nuestro encuentro de hoy día sirva de impulso y dichosa anticipación del don de la plena comunión. ¡Y que el Espíritu de Dios nos acompañe en nuestro caminar!


Traducción: ACI Prensa