Ceremonia de despedida en el Aeropuerto de Munich
(14 de septiembre de 2006)
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Señor ministro presidente;
ilustres miembros del Gobierno;
señores cardenales y venerados hermanos en el episcopado;
ilustres señores; amables señoras:
En el momento de dejar Baviera para volver a Roma, deseo dirigiros a vosotros, aquí presentes, y a través de vosotros a todos los ciudadanos de mi patria, un cordial saludo y a la vez una palabra de agradecimiento que brota verdaderamente de lo más profundo del corazón. Llevo grabadas indeleblemente en el alma las emociones suscitadas en mí por el entusiasmo y la intensa religiosidad de vastas multitudes de fieles, que se han reunido devotamente para escuchar la palabra de Dios y para orar, y que me han saludado por las calles y en las plazas.
He podido darme cuenta de cuántas personas, en Baviera, también hoy se esfuerzan por caminar por las sendas de Dios en comunión con sus pastores, comprometiéndose a dar testimonio de su fe en el actual mundo secularizado y a hacerla presente en él como fuerza transformadora. Gracias al incansable empeño de los organizadores, todo se ha desarrollado con orden y tranquilidad, en comunión y con alegría. Por tanto, en esta despedida, quiero ante todo expresar mi gratitud a todos los que han colaborado para lograr este resultado. Sólo deseo decir de todo corazón: "Que Dios os lo pague".
Naturalmente, mi pensamiento va ante todo a usted, señor ministro presidente, al que agradezco las palabras que me ha dirigido, con las que ha dado un gran testimonio en favor de nuestra fe cristiana como fuerza transformadora de nuestra vida pública. ¡Gracias de corazón por esto!
Doy las gracias a las demás personalidades civiles y eclesiásticas aquí reunidas, en particular a las que han contribuido al pleno éxito de esta visita, durante la cual me he podido encontrar por doquier con personas de esta tierra que me testimoniaban su afecto gozoso y a las que también mi corazón permanece siempre profundamente unido. Han sido días intensos, y en el recuerdo he podido revivir muchos acontecimientos del pasado que han marcado mi existencia. En todas partes he recibido una acogida afectuosa y llena de atenciones, más aún, ha sido una acogida caracterizada por la mayor cordialidad. Esto me ha conmovido. Puedo imaginar en cierto modo las dificultades, las preocupaciones, los esfuerzos que la organización de mi visita a Baviera ha implicado: han colaborado muchas personas pertenecientes a los organismos eclesiales y a las estructuras públicas, tanto de la región como del Estado y, sobre todo, también un gran número de voluntarios. A todos digo, desde lo más hondo del corazón: "Dios os lo pague" y lo acompaño con la seguridad de mi oración por todos vosotros.
He venido a Alemania, a Baviera, para volver a proponer a mis conciudadanos las verdades eternas del Evangelio como verdades y fuerzas actuales, y para confirmar a los creyentes en la adhesión a Cristo, Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación. En la fe, estoy convencido de que en él, en su palabra, se encuentra el camino no sólo para alcanzar la felicidad eterna, sino también para construir un futuro digno del hombre ya en esta tierra.
La Iglesia, animada por esta conciencia, bajo la guía del Espíritu, ha encontrado siempre en la palabra de Dios las respuestas a los desafíos que han ido surgiendo a lo largo de la historia. Esto ha tratado de hacer, en particular, también con respecto a los problemas que se manifestaron en el contexto de la así llamada "cuestión obrera", sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Lo subrayo en esta circunstancia, porque precisamente hoy, 14 de septiembre, se celebra el 25° aniversario de la publicación de la encíclica Laborem exercens , con la que el gran Papa Juan Pablo II indicó que el trabajo es "una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra" (n. 4) y recordó a todos que "el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo" (n. 6).
Por tanto, el trabajo —aseguró— es "un bien del hombre", porque con él "el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a sus propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en cierto sentido se hace más hombre" (n. 9).
Sobre la base de esta intuición de fondo, el Papa indicó en la encíclica algunas orientaciones que siguen siendo actuales. A ese texto, que tiene valor profético, quisiera remitir también a los ciudadanos de mi patria, con la certeza de que de su aplicación concreta podrán derivarse grandes beneficios también para la actual situación social en Alemania.
Y ahora, al despedirme de mi amada patria, encomiendo el presente y el futuro de Baviera y de Alemania a la intercesión de todos los santos que han vivido en territorio alemán sirviendo fielmente a Cristo y experimentando en su existencia la verdad de las palabras que han acompañado como lema las distintas fases de mi visita: "El que cree nunca está solo". Seguramente también hizo esta experiencia el autor de nuestro himno bávaro. Con sus palabras, con las palabras de nuestro himno, que son también una oración, me complace dejar una vez más un deseo a mi patria: "Dios esté contigo, país de los bávaros, tierra alemana, patria. Sobre tus vastos territorios se derrame su bendición. ¡Que él proteja tus campos y los edificios de tus ciudades, y que te conserve los colores de su cielo blanco y azul!".
A todos un cordial "Que Dios os bendiga" y "hasta la vista", si Dios quiere.
Fuente: vatican.va