Pienso, por tanto, en una Europa que no sea rehén de las partes, volviéndose presa de populismos autorreferenciales, pero que tampoco se transforme en una realidad fluida, o gaseosa, en una especie de supranacionalismo abstracto, que no tiene en cuenta la vida de los pueblos.
Este es el camino nefasto de las "colonizaciones ideológicas", que eliminan las diferencias -como en el caso de la denominada cultura de la ideología de género-, o anteponen a la realidad de la vida conceptos reductivos de libertad -por ejemplo, presumiendo como conquista un insensato "derecho al aborto", que es siempre una trágica derrota-.
Qué hermoso, en cambio, construir una Europa centrada en la persona y en los pueblos, donde haya políticas efectivas para la natalidad y la familia (tenemos países en Europa con promedios de 46 a 48 años) -buscadas con atención en este país-; donde naciones diversas sean una familia en la que se vela por el crecimiento y la singularidad de cada uno.
El puente más famoso de Budapest, el de las cadenas, nos ayuda a imaginar una Europa así, constituida por muchos anillos grandes y diferentes, que encuentran su propia firmeza al formar juntos vínculos sólidos.
En esto, la fe cristiana ayuda, y Hungría puede hacer de "pontonero", valiéndose de su específico carácter ecuménico; aquí diversas confesiones conviven sin antagonismos, colaborando respetuosamente, con espíritu constructivo.
Con la mente y el corazón me dirijo a la Abadía de Pannonhalma, uno de los grandes monumentos espirituales de este país, lugar de oración y puente de fraternidad.
3. Esto me lleva a considerar el último aspecto: Budapest ciudad de santos -la señora presidente habló de Santa Isabel- como nos lo sugiere también el nuevo cuadro del apóstol colocado en esta sala.
El pensamiento no puede menos que dirigirse a San Esteban, primer rey de Hungría, que vivió en una época en la que los cristianos en Europa estaban en plena comunión.
Su estatua, en el interior del castillo de Buda, sobresale y protege la ciudad, mientras que la basílica dedicada a él en el corazón de la capital es, junto con la de Esztergom, el edificio religioso más imponente del país.
Por tanto, la historia húngara nace marcada por la santidad, y no sólo de un rey, sino de toda una familia: su esposa, la Beata Gisela, y su hijo San Emerico. Este recibió de su padre algunas observaciones, que constituyen una especie de testamento espiritual para el pueblo magiar. Hoy me han prometido que me lo regalarían.
En él leemos palabras muy actuales: "Te recomiendo que seas amable no sólo con tu familia y parientes, o con los poderosos y adinerados, o con tu prójimo y tus habitantes, sino también con los extranjeros".
San Esteban motiva todo ello con genuino espíritu cristiano, escribiendo: "La práctica del amor es la que conduce a la felicidad suprema". Y comenta diciendo: "Sé manso a fin de no combatir nunca contra la verdad" (Observaciones, X).
De ese modo conjuga inseparablemente la verdad y la mansedumbre. Es una gran enseñanza de fe. Los valores cristianos no pueden ser testimoniados por medio de la rigidez y las cerrazones, porque la verdad de Cristo conlleva mansedumbre y amabilidad, en el espíritu de las Bienaventuranzas.
Aquí radica esa bondad popular húngara, revelada por ciertas expresiones del lenguaje común, como por ejemplo: "Jónak lenni jó" [es bueno ser buenos] y "jobb adni mint kapni" [es mejor dar que recibir].
De esto no sólo se desprende la riqueza de una identidad sólida, sino la necesidad de apertura a los demás, como reconoce la Constitución cuando declara: "Respetamos la libertad y la cultura de los otros pueblos, nos comprometemos a colaborar con todas las naciones del mundo".
Esta también afirma: "Las minorías nacionales que viven con nosotros forman parte de la comunidad política húngara y son parte constitutiva del Estado", y se propone el esfuerzo "por el cuidado y la protección [...] de las lenguas y de las culturas de las minorías nacionales en Hungría".
Esta perspectiva es verdaderamente evangélica, tanto que contrasta una cierta tendencia -a veces justificada en nombre de las propias tradiciones e incluso de la fe- a replegarse sobre sí.
Asimismo, el Texto constitutivo, en pocas y decisivas palabras impregnadas de espíritu cristiano, asevera: "Declaramos que la asistencia a los necesitados y a los pobres es una obligación".
Esto remite a la sucesiva historia de santidad húngara, representada por los numerosos lugares de culto de la capital: desde el primer rey, que estableció los fundamentos de la vida común, a una princesa que eleva el edificio hacia una pureza mayor.
Es Santa Isabel, cuyo testimonio ha alcanzado todas las latitudes. Esta hija de vuestra tierra murió con veinticuatro años después de haber renunciado a sus bienes y haber distribuido todo a los pobres. Se dedicó hasta el final al cuidado de los enfermos, en el hospital que había mandado construir; es una piedra preciosa del Evangelio.
Distinguidas autoridades, quisiera agradecerles por la promoción de las obras caritativas y educativas inspiradas por dichos valores y en los que se empeña la estructura católica local, así como por el apoyo concreto a tantos cristianos que atraviesan dificultades en el mundo, especialmente en Siria y en el Líbano.
Una provechosa colaboración entre el Estado y la Iglesia es fecunda, pero, para que sea así, necesita salvaguardar bien las oportunas distinciones.
Es importante que todo cristiano lo recuerde, teniendo como punto de referencia el Evangelio, para adherir a las decisiones libres y liberadoras de Jesús y no prestarse a una especie de colaboracionismo con las lógicas del poder.
Desde este punto de vista, hace bien una sana laicidad, que no decaiga en el laicismo generalizado, que se muestra alérgico a cualquier aspecto sacro para luego inmolarse en los altares de la ganancia.
Quien se profesa cristiano, acompañado por los testigos de la fe, está llamado principalmente a dar testimonio y a caminar con todos, cultivando un humanismo inspirado por el Evangelio y encaminado sobre dos vías fundamentales: reconocerse hijos amados del Padre y amar a cada uno como hermano.
En este sentido, San Esteban dejaba a su hijo extraordinarias palabras de fraternidad, diciendo que quien llega allí con lenguas y costumbres diferentes "adorna el país". En efecto -escribía-, "un país que tiene una sola lengua y una sola tradición es débil y decadente. Por eso, te recomiendo que acojas con benevolencia a los forasteros y los honres, de manera que prefieran estar contigo y no en otro lugar" (Observaciones, VI). Este es San Esteban.
La acogida es un tema que suscita numerosos debates en nuestros días y sin duda es complejo. Sin embargo, la actitud de fondo para los cristianos no puede ser diferente de lo que transmitió San Esteban, después de haberlo aprendido de Jesús, que se identificó con el extranjero necesitado de acogida (cf. Mt 25,35).
Pensando en Cristo presente en tantos hermanos y hermanas desesperados que huyen de los conflictos, la pobreza y los cambios climáticos, necesitamos afrontar el problema sin excusas ni dilaciones.
Es un tema que debemos afrontar juntos, comunitariamente, porque en el contexto en que vivimos, las consecuencias, tarde o temprano, repercutirán sobre todos. Por eso es urgente, como Europa, trabajar por vías seguras y legales, con mecanismos compartidos frente a un desafío de época que no se podrá detener rechazándolo, sino que debe acogerse para preparar un futuro que, si no lo hacemos juntos, no llegará.
Esto requiere en primera línea a quienes siguen a Jesús y quieren imitar el ejemplo de los testigos del Evangelio.
No es posible citar a todos los grandes confesores de la fe de la Pannonia Sacra, pero al menos quisiera mencionar a San Ladislao y Santa Margarita, y hacer referencia a algunas figuras majestuosas del siglo pasado, como el Cardenal József Mindszenty, los Beatos Obispos mártires Vilmos Apor y Zoltán Meszlényi, y el Beato László Batthyány-Strattmann.
Ellos son, junto con muchos justos de varios credos, padres y madres de vuestra patria. A ellos quisiera encomendar el futuro de este país, tan querido para mí.
Y mientras les agradezco por haber escuchado cuanto tenía la intención de compartirles, aseguro mi cercanía y mi oración a todos los húngaros con un recuerdo especial por aquellos que viven fuera de la patria y por cuantos he conocido durante mi vida y me han hecho tanto bien. Pienso en la comunidad religiosa húngara.
Isten, áldd meg a magyart! [¡Dios, bendiga a los húngaros!]
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