El Papa Francisco preside este viernes 17 la celebración penitencial 24 horas para el Señor, en la parroquia de Santa Maria delle Grazie al Trionfale de Roma (Italia), en lugar de en la Basílica de San Pedro, donde tuvo lugar esta iniciativa en años anteriores.
A continuación el texto completo de la homilía del Papa Francisco:
«Todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de Cristo» (Flp 3,7). De este modo se expresaba el apóstol Pablo en la primera lectura que hemos escuchado. Y si nos preguntamos qué es lo que dejó de considerar fundamental en su vida, más aún, lo que le alegraba perder con tal de encontrar a Cristo, vemos que no se trata de realidades materiales, sino de "riquezas religiosas". Él era en verdad un hombre piadoso y con gran celo, un fariseo leal y observante (cf. vv. 5-6). Sin embargo, ese aspecto religioso, que podía constituir un mérito, un motivo de orgullo, una riqueza sagrada, era en realidad un impedimento. Y entonces, Pablo afirma: «He sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo» (v. 8). Todo lo que le había dado prestigio, fama lo deja atrás, porque Cristo es más importante.
Quien es demasiado rico de sí mismo y de su propia "valía" religiosa presume de ser justo y mejor que los demás –muchas veces en la parroquia sucede esto: "Esa gente ¡eh! Yo soy de la Acción Católica, yo soy de este otro grupo, yo voy a ayudar al sacerdote, yo hago la solidaridad, yo, yo, yo". Cuántas veces sucede esto de creerse mejor que los otros. Cada uno vea si esto ha sucedido en su propio corazón–, se complace en el hecho de que ha salvado las apariencias; se siente bien, pero de ese modo no puede darle lugar a Dios, porque no lo necesita. Muchas veces los católicos "limpios", el que se siente justo porque va a la parroquia, porque va el domingo a la Misa y se vanagloria de que es justo, "yo no necesito de nada especial, el Señor ya me ha salvado". ¿Qué ha sucedido ahí?, que el lugar de Dios lo ha ocupado con su "yo" y entonces, aunque recite oraciones y realice acciones sagradas, no dialoga verdaderamente con el Señor. Son monólogos los que hacen, pero no un diálogo, no una oración. Por eso la Escritura recuerda que sólo «la súplica del humilde atraviesa las nubes» (Si 35,17), porque sólo quien es pobre de espíritu, necesitado de la salvación y mendigo de la gracia, se presenta ante Dios sin exhibir méritos, sin pretensiones, sin presunción. No tiene nada y por eso encuentra todo, porque encuentra al Señor.
Esta enseñanza nos la ofrece Jesús en la parábola que hemos escuchado (cf. Lc 18,9-14). Es el relato de dos hombres, un fariseo y un publicano, que van al templo a rezar, pero sólo uno llega al corazón de Dios. Antes de lo que hacen, es su lenguaje corporal el que habla. El Evangelio dice que el fariseo oraba «de pie» con la frente en alto (v. 11), mientras que el publicano, «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo», de vergüenza (v. 13). Reflexionemos un momento sobre estas dos posturas.
El fariseo está de pie. Está seguro de sí, erguido y triunfante como alguien que debe ser admirado por sus capacidades, como un modelo. Con esta actitud reza a Dios, pero en realidad se celebra a sí mismo, reza a sí mismo: yo voy al templo, yo cumplo los preceptos, yo doy limosna. Formalmente su oración es irreprochable, exteriormente se ve como un hombre piadoso y devoto, pero, en vez de abrirse a Dios presentándole la verdad del corazón, enmascara sus fragilidades con la hipocresía –muchas veces nosotros hacemos un maquillaje en nuestra vida–. Este fariseo no espera la salvación del Señor como un don, sino que casi la pretende como un premio por sus méritos. Avanza sin titubeos hacia el altar de Dios con la frente en alto para ocupar su puesto, en primera fila, pero acaba por ir demasiado adelante y ponerse frente a Dios.