Ante todo, rezar. El gran esfuerzo de las comunidades cristianas en la promoción humana, en la solidaridad y en la paz sería vana sin la oración. En efecto, no podemos promover la paz sin antes haber invocado a Jesús, «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Lo que hacemos por los demás y lo que compartimos con ellos, es primeramente un don gratuito que recibimos porque gratuitamente hemos sido amados por el Señor, es un don gratuito que recibimos de Él teniendo las manos vacías. Es gracia, pura gracia. Somos cristianos porque somos amados gratuitamente por Cristo.
Esta mañana me inspiré en la figura de Moisés y ahora, justamente en relación a la oración, quisiera volver a evocar un episodio decisivo para él y para su pueblo, que aconteció cuando recién había iniciado a acompañarlo en su camino hacia la libertad. Habiendo llegado a la orilla del mar Rojo, se presenta ante él y ante todos los israelitas una escena dramática: delante aparece la barrera infranqueable de las aguas; detrás está llegando el ejército enemigo, con carros y caballos. ¿No será acaso que esto nos recuerda los primeros pasos de este país, asaltado por aguas mortales, como aquellas de las desastrosas inundaciones que lo han azotado; y por la brutal violencia bélica? Pues bien, en esa situación desesperada Moisés dice al pueblo: «¡No teman! Manténganse firmes, porque hoy mismo ustedes van a ver lo que hará el Señor para salvarlos» (Ex 14,13). Ahora me pregunto, ¿de dónde le venía a Moisés tal certeza, mientras su pueblo, atemorizado, seguía lamentándose? Esta fuerza le venía por escuchar al Señor (cf. vv. 2-4), que le había prometido manifestar su gloria. La unión con Él, la confianza en Él cultivada en la oración, era el secreto con el que Moisés podía acompañar a su pueblo, de la opresión a la libertad.
Es así también para nosotros: rezar nos da la fuerza para salir adelante; superar los temores; entrever, aún en la oscuridad, la salvación que Dios prepara. Es más, la oración atrae la salvación de Dios sobre el pueblo. La oración de intercesión, que caracterizó la vida de Moisés (cf. Ex 32,11-14), es una obligación sobre todo para nosotros, pastores del Pueblo santo de Dios. Para que el Señor de la paz intervenga ahí donde los hombres no alcanzan a construirla, es necesaria la oración; una tenaz, constante oración de intercesión. Hermanos, hermanas, apoyémonos en esto. En nuestras diversas confesiones, sintámonos unidos los unos con los otros, como una única familia; y sintámonos responsables de orar por todos. En nuestras parroquias, iglesias, asambleas de culto y de alabanza, seamos asiduos y unánimes en la oración (cf. Hch 1,14), para que Sudán del Sur, de la misma manera que el pueblo de Dios en la Escritura, "llegue a la tierra prometida"; que disponga, con tranquilidad y justicia, de la tierra fértil y rica que posee, y sea colmado de esa paz prometida, aunque, lamentablemente, no obtenida aún.
Justamente en favor de la causa por la paz, estamos llamados a trabajar. Jesús quiere que "trabajemos por la paz" (cf. Mt 5,9); por eso quiere que su Iglesia no sea sólo signo e instrumento de la íntima unión con Dios, sino también de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1). En efecto, Cristo, como recuerda el apóstol Pablo, «es nuestra paz», precisamente en el sentido del restablecimiento de la unidad. Él es aquél que de dos hace uno solo, «derribando el muro de enemistad que los separaba» (Ef 2,14). Esta es la paz de Dios, no sólo una tregua a los conflictos, sino una comunión fraterna, que es el resultado de conjugar, no de disolver; de perdonar, no de estar por encima; de reconciliarse, no de imponerse. Tan grande es el deseo de paz desde el cielo, que fue anunciado ya en el momento del nacimiento de Cristo: «en la tierra, paz a los hombres amados por él» (Lc 2,14). Y fue tan grande la angustia de Jesús por el rechazo de este don que vino a traer, que lloró por Jerusalén, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (Lc 19,42).
Nosotros, queridos hermanos y hermanas, trabajemos sin cansarnos por esta paz, que el Espíritu de Jesús y del Padre nos invita a construir; una paz que integra las diversidades, que promueve la unidad en la pluralidad. Esta es la paz del Espíritu Santo, que armoniza las diferencias, mientras que el espíritu enemigo de Dios y del hombre se vale de la diversidad para dividir. A este respecto, la Escritura dice: «Los hijos de Dios y los hijos del demonio se manifiestan en esto: el que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano» (1 Jn 3,10).
Queridos hermanos, quien se dice cristiano tiene que elegir de qué parte estar. Quien sigue a Cristo elige la paz, siempre; el que desencadena guerra y violencia traiciona al Señor y reniega de su Evangelio. El estilo que Jesús nos enseña es claro: amar a todos, pues todos son amados como hijos del Padre común que está en los cielos. El amor del cristiano no es sólo para los que están cerca, sino para todos, porque cada uno en Jesús es nuestro prójimo, hermano y hermana, incluso el enemigo (cf. Mt 5,38-48). Con mayor razón, cuantos pertenecen a nuestro mismo pueblo, aunque sean de una etnia distinta. «Ámense los unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15,12), este es el mandamiento de Jesús, que contradice cualquier visión tribal de la religión. «Que todos sean uno» (Jn 17,21), esta es la oración ferviente de Jesús al Padre por nosotros, los creyentes.