Al compartir sentimientos de fraternidad mutua, estamos llamados a ser promotores de una cultura de paz que fomente el diálogo, la comprensión mutua, la solidaridad, el desarrollo sostenible y la inclusión. Todos llevamos en el corazón el deseo de vivir como hermanos, en ayuda mutua y armonía.
El hecho de que a menudo esto no ocurra -y desgraciadamente tenemos signos dramáticos de ello- debería estimular aún más la búsqueda de la fraternidad.
Es cierto que las religiones no tienen fuerza política para imponer la paz, pero al transformar al hombre desde dentro, al invitarle a desprenderse del mal, le guían hacia una actitud de paz. Las religiones tienen, pues, una responsabilidad decisiva en la convivencia de los pueblos: su diálogo teje una red pacífica, repele las tentaciones de desgarrar el tejido civil y libera de la instrumentalización de las diferencias religiosas con fines políticos.
También es relevante la tarea de las religiones al recordarnos que el destino del hombre va más allá de los bienes terrenales y se sitúa en un horizonte universal, porque toda persona humana es criatura de Dios, de Dios venimos todos y a Dios volvemos todos.
Las religiones, para estar al servicio de la fraternidad, necesitan dialogar entre sí, conocerse, enriquecerse mutuamente y profundizar sobre todo en aquello que une y cooperar por el bien de todos.
Las distintas tradiciones religiosas, cada una de las cuales se nutre de su propio patrimonio espiritual, pueden aportar una gran contribución al servicio de la fraternidad. Si somos capaces de mostrar que es posible vivir la diferencia en fraternidad, podremos poco a poco liberarnos del miedo y de la desconfianza hacia el otro que es diferente de mí. Cultivar la diversidad y armonizar las diferencias no es un proceso sencillo, pero es el único camino que puede garantizar una paz sólida y duradera; es un compromiso que nos exige reforzar nuestra capacidad de diálogo con los demás.