Para intentar responder, quisiera concentrarme en dos actitudes de Moisés: la docilidad y la intercesión.
Lo primero que nos impacta de la historia de Moisés es su docilidad a la iniciativa de Dios. Pero no debemos pensar que siempre haya sido así; en un primer momento pretendió llevar adelante por su cuenta el esfuerzo por combatir la injusticia y la opresión. Habiendo sido salvado por la hija del faraón en las aguas del Nilo, cuando ya había descubierto su identidad se conmovió por el sufrimiento y la humillación de sus hermanos, tanto que un día decidió hacer justicia por sí mismo, hiriendo de muerte a un egipcio que maltrataba a un hebreo. Sin embargo, después de este episodio tuvo que escapar y permanecer muchos años en el desierto. Allí experimentó una especie de desierto interior: había pensado afrontar la injusticia sólo con sus fuerzas y ahora, como consecuencia, se había convertido en un fugitivo; tenía que esconderse, vivir en soledad y experimentar el amargo significado del fracaso. ¿Cuál había sido el error de Moisés? Pensar que él era el centro, contando solamente con sus propias fuerzas. Pero, de ese modo, se había quedado prisionero de los peores métodos humanos, como el de responder a la violencia con más violencia.
Algo parecido nos puede pasar también en nuestra vida como sacerdotes, diáconos, religiosos y seminaristas: en el fondo, pensamos que nosotros somos el centro, que podemos confiar -si no en teoría, al menos en la práctica- casi exclusivamente en nuestras propias habilidades; o, como Iglesia, pensamos dar respuestas a los sufrimientos y a las necesidades del pueblo con instrumentos humanos, como el dinero, la astucia, el poder. En cambio, nuestra obra viene de Dios. Él es el Señor y nosotros estamos llamados a ser dóciles instrumentos en sus manos. Moisés aprendió esto cuando, un día, Dios fue a su encuentro, apareciendo «en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza» (Ex 3,2). Moisés se dejó atraer, dio espacio al asombro, adoptó una actitud dócil para dejarse iluminar por la fascinación de ese fuego, ante el cual pensó: «Voy a observar este grandioso espectáculo. ¿Por qué será que la zarza no se consume?» (v. 3). Esta es la docilidad que se necesita en nuestro ministerio: acercarnos a Dios con asombro y humildad, dejarnos atraer y orientar por Él; para que confiemos en su Palabra antes de usar nuestras palabras, para que acojamos con mansedumbre su iniciativa antes de centrarnos en nuestros proyectos personales y eclesiales; pues la primacía no es nuestra, sino de Dios.
Este dejarnos modelar dócilmente es lo que nos hace vivir el ministerio de manera renovada. Ante el Buen Pastor, comprendemos que no somos los jefes de una tribu, sino pastores compasivos y misericordiosos; que no somos los dueños del pueblo, sino siervos que se inclinan a lavar los pies de los hermanos y las hermanas; que no somos una organización mundana que administra bienes terrenos, sino la comunidad de los hijos de Dios. Entonces, hagamos como Moisés en la presencia de Dios: quitémonos las sandalias con humilde respeto (cf. v. 5), despojémonos de nuestra presunción humana, dejémonos atraer por el Señor y cultivemos el encuentro con Él en la oración; acerquémonos cada día al misterio de Dios, para que queme la maleza de nuestro orgullo y de nuestras ambiciones desmedidas y nos haga humildes compañeros de viaje de las personas que se nos encomiendan.
Purificado e iluminado por el fuego divino, Moisés se convierte en instrumento de salvación para sus hermanos que sufren; la docilidad a Dios lo hace capaz de interceder por ellos. Esta es la segunda actitud de la que quisiera hablarles: la intercesión. Moisés hizo experiencia de un Dios compasivo, que no permanece indiferente frente al clamor de su pueblo y desciende a liberarlo. Es hermoso este verbo: descender. Dios, por su condescendencia hacia nosotros, vino entre nosotros hasta asumir en Jesús nuestra carne, experimentar nuestra muerte y nuestros infiernos. No deja de descender para levantarnos. Quien es un experimentado de Él, está llamado a imitarlo. Eso hace Moisés, que "desciende" entre los suyos. Lo hará más veces durante el paso por el desierto. Él, en efecto, en los momentos más importantes y difíciles, sube y baja del monte de la presencia de Dios para interceder por el pueblo, es decir, para entrar en su historia y acercarlo a Dios. De hecho, interceder «no quiere decir simplemente "rezar por alguien", como casi siempre pensamos. Etimológicamente significa "dar un paso al medio", o sea, dar un paso para ponernos en medio de una situación» (C.M. MARTINI, Diccionario Espiritual, Madrid, 1997). Interceder es, por tanto, descender para ponerse en medio del pueblo, "hacerse puentes" que lo unen con Dios.
A los pastores se les pide que desarrollen precisamente este arte de "caminar en medio": en medio de los sufrimientos y las lágrimas, en medio del hambre de Dios y de la sed de amor de los hermanos y hermanas. Nuestro primer deber no es el de ser una Iglesia perfectamente organizada, sino una Iglesia que, en nombre de Cristo, está en medio de la vida dolorosa del pueblo y se ensucia las manos por la gente. Nunca debemos ejercitar el ministerio persiguiendo el prestigio religioso y social, sino caminando en medio y juntos, aprendiendo a escuchar y a dialogar, colaborando entre nosotros ministros y con los laicos. Quisiera repetir esta palabra importante: juntos. Obispos y sacerdotes, sacerdotes y diáconos, pastores y seminaristas, ministros ordenados y religiosos, siempre en el respeto de la maravillosa especificidad de la vida religiosa. Tratemos de vencer entre nosotros la tentación del individualismo, de los intereses de parte. Es muy triste cuando los pastores no son capaces de comunión, ni logran colaborar entre ellos, ¡incluso se ignoran! Cultivemos el respeto recíproco, la cercanía, la colaboración concreta. Si eso no sucede entre nosotros, ¿cómo podemos predicarlo a los demás?